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¿Qué se hizo del primo de Rajoy?
Junto con sus innegables dotes para la retórica, no cabe duda de que a Mariano Rajoy, otrora presidente del Gobierno español, le asistía un indudable amor por la familia. ¿Recuerdan la niña que sacó a colación en uno de los debates electorales? Lo mismo estaba presintiendo a Macarena Olona o a Isabel Díaz Ayuso, o ambas al mismo tiempo, que han heredado lo mejor de su casa matriz: opiniones formadas, discursos inteligibles y una indudable creencia en los designios divinos.
Como hay quien no tiene familia, sino simplemente herederos, habría que hacer un distingo entre familiares y familiares, entre hermanos y primos. Los primeros dan un pelotazo vendiendo mascarillas como si fueran botellas de Vega Sicilia y los segundos suelen verse en aprietos, como le ocurriera a José Javier Brey Abalo, catedrático de Física Teórica de la Universidad de Sevilla y en su día, director de varios proyectos de investigación de Mecánica Cuántica, entre ellos, uno de Teoría cinética e hidrodinámica de flujos granulares
En otoño de 2022 –convendría que lo tuvieran en cuenta los responsables de la Oficina Nacional de Conmemoraciones Estatales—se cumplirán quince años de uno de los principales éxitos de la oratoria rajoyana. A colación del cambio climático, el célebre registrador de fincas enunció una de sus más célebres frases, dignas de Pepe Isbert en Bienvenido Mr. Marshall: “Yo sé poco de este asunto, pero mi primo supongo que sabrá –dijo en aquel momento, como líder de la oposición--. Y entonces me dijo: He traído aquí a diez de los más importantes científicos del mundo y ninguno me ha garantizado el tiempo que hará mañana en Sevilla. ¿Cómo alguien puede decir lo que va a pasar en el mundo dentro de 300 años?”.
¿Alguien sería capaz de negar el cambio climático con la que está cayendo? Y no es sólo que arda la calle al sol de poniente, como Radio Futura
¿Dónde estará y qué pensará ahora el primo de Rajoy? En aquel entonces, se limitó el hombre a echar balones fuera, a musitar que ese asunto no formaba parte de su corpus de interés científico y a asegurar: “No voy a realizar ninguna declaración, soy un profesor de universidad, un profesional de la investigación”.
Rajoy era un profesional a la hora de cambiar de criterio y probablemente lo habrá hecho de nuevo. Si se atribuye al geógrafo griego aquel célebre aserto de que una ardilla podía cruzar España de árbol en árbol, ahora solo sería capaz de hacerlo de caso de corrupción en caso de corrupción aunque, eso sí, las especies serían de muy diverso esqueje, aunque primen estadísticamente los pinos piñoneros del Partido Popular.
¿Alguien sería capaz de negar el cambio climático con la que está cayendo? Y no es sólo que arda la calle al sol de poniente, como Radio Futura; que estemos acalorados con todo el cuerpo malo, como Los Diablos, o que caiga fuego en lugar de maná con letra y música de Luis Eduardo Aute. Es que las manzanas llevan mucho tiempo sin oler, como diría Serrat. Es que esto no tiene remedio y convendría que nos fuéramos acostumbrando al apocalipsis.
Arde España como ardía Missisippi. Las llamas ya alcanzan los parqués de la Bolsa, y a Cádiz ya vino hace tiempo Fernando Grande-Marlaska a explicarnos que cuando llegue el próximo tsunami tendremos noventa minutos para quitarnos de en medio, aunque el Gobierno recomiende la huida en vertical: no va a haber suficiente Torre Tavira para los náufragos de nuestra propia idiotez.
Preferimos volver a la casilla de salida, aceptar el carbón como a un cuñado en la cena de Nochevieja y declaramos formalmente que la energía nuclear es verde
Mientras baja el barril de Brent pero siguen al alza los precios del fuel en las gasolineras, cuando la excepción ibérica va camino de convertirse en decepción española, cuando Rusia amenaza con cortarnos el gas y los cereales van a pudrirse en Ucrania, preferimos volver a la casilla de salida, aceptar el carbón como a un cuñado en la cena de Nochevieja y declaramos formalmente que la energía nuclear es verde.
Mientras se caen a cachos los bloques de hielo en los polos, si el bochorno en Inglaterra no es solo el de Boris Johnson, cuando Venecia terminará siendo una ciudad sumergida y ya nos va tanto la marcha tropical que pasamos del invierno al verano sin feria de abril ni fiestas de la vendimia, seguimos pensando, como decía Rajoy, que todavía hay tiempo por delante, que no sabemos qué ocurrirá dentro de 300 años, ni de 30, ni de 3. Ni siquiera sabemos qué será de nosotros en el próximo otoño cuando nadie recuerde cómo era el mundo antes de la inflación, sin boina gris ni corazón en calma. En nuestros ojos pelearán las llamas del crepúsculo y las hojas caerán en el agua de una larga crisis, que no solo afectará a los mercados sino a los bosques, a los capitales y a las personas. Apegada a nuestros brazos, la esperanza, como una enredadera, ya no recogerá nuestra voz lenta. Hoguera de estupor en que mi sed ardía: qué se hizo, ubi sunt, Rajoy y su primo, donde quieran que estén.
También subirá la temperatura de los discursos, continuarán las tormentas frecuentes en los debates públicos, llegarán más migrantes huyendo de la quema y, en cambio, padeceremos una progresiva desertización de las ideas. España es un fuego sin control, de nuevo, en julio. Y no hay bomberos suficientes para tantos incendiarios.
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