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La igualdad retributiva sí importa
Un año más, el pasado 22 de febrero hemos recordado el día de la desigualdad salarial, que denuncia el número de días trabajados “gratuitamente” por las mujeres en sus empleos. O dicho de otro modo, el hecho de que las mujeres necesitaríamos años de casi 14 meses para recibir el mismo salario que los varones. Y todo ello sin contar con las 2:14 minutos de trabajo no remunerado al día que hacemos más que los hombres según la última Encuesta de Empleo del Tiempo con la que contamos.
Es cierto que, de media, las mujeres pasamos 1:10 menos al día en el empleo que los hombres. Pero el resultado sigue siendo favorable a ellos, que disfrutan de 1:04 más de tiempo disponible al día y de un ingreso medio superior. Esto último es lo que conocemos como brecha salarial. La brecha oscila entre un 16%, si consideramos la diferencia en el salario por hora medio bruto, un 23%, si atendemos al salario anual, y casi un 36% si, como hace la UE, calculamos la brecha salarial total combinando la brecha del salario por hora, con las horas trabajadas y la brecha de empleo.
Se trata por tanto, no sólo de una injusticia y un verdadero escándalo, sino de un grave problema social y económico. A pesar de ello, hay quien considera que no existe tal brecha salarial porque las desigualdades son explicables y se corresponden con diferencias en la formación, la experiencia profesional, el compromiso profesional -que alguien nos explique cómo se mide- o el sector económico que “eligen” las mujeres.
Pero curiosamente, tal y como analizaba un artículo de este diario el pasado 22 de febrero, la brecha salarial se mantiene a igual formación y en todos los sectores y profesiones, salvo en contadas excepciones: todos los estudios académicos nos informan de que, incluso cuando se controlan todas las variables conocidas, queda siempre un residuo, una diferencia favorable a los hombres que no puede explicarse más que por el hecho de que los hombres son hombres y las mujeres mujeres. Dicho en plata, porque hay discriminación de género.
Pero es que, además, la mayor parte de esas variables, que en teoría estarían descontando el efecto discriminación, tienen un fuerte sesgo de género. Por ejemplo, la formación que elegimos depende en gran medida de nuestra socialización, diferenciada ya desde la infancia, donde también se educa a los varones con mayor asertividad que a las niñas, lo que les favorece en su desarrollo profesional dentro de la cultura imperante en las empresas e instituciones hoy día. La formación, a su vez, está vinculada con el sector o profesión al que nos dedicamos y ambos están fuertemente segregados por género en función de inercias y privilegios históricos forjados en torno al concepto de trabajo o a las características y tecnologías específicas de profesiones concretas o al uso que los empleadores hacen de los estereotipos de género. Por otra parte, las horas trabajadas o los pluses, que en muchas ocasiones tienen que ver con el presentismo, priman un modelo de trabajador libre de cuidados hasta de sí mismo y que, según las estadísticas de usos del tiempo, sabemos que coincide milagrosamente con el de los varones. Y es en los pluses donde la brecha salarial sube hasta el 44%. Y así podríamos seguir.
Por tanto, lo primero que debemos hacer, pese a quien pese, es reconocer que la brecha existe. Y admitir, tal y como lo hacen todos los organismos internacionales, que no estamos sólo frente a un problema de justicia o de incumplimiento del marco jurídico de la mayor parte de las democracias occidentales, sino ante un problema que hoy día genera ineficiencia en nuestros sistema económico y político y perpetúa la desigualdad de género que tanto daño hace a nuestras sociedades.
Sabemos que las mujeres de las generaciones intermedias y jóvenes estamos mejor formadas que los hombres de nuestra edad, especialmente las más jóvenes. Desde el año 2001, en España, hay más mujeres que hombres con educación secundaria y terciaria en edad de trabajar. Insisto: desde el año 2001. Y, sin embargo, seguimos marginadas en todos los indicadores laborales, con menos participación, menos ocupación, más paro, más temporalidad, mucha más parcialidad. Segregadas horizontalmente en unos pocos sectores y también verticalmente, sin alcanzar los puestos de dirección a causa de lo que se conoce como el “techo de cristal”.
La mayoría de las mujeres, que siguen llevando la carga social del cuidado, se quedan estancadas a ras de un suelo pegajoso que las impide desarrollar una carrera profesional y en empleos conocidos como dead-end jobs, pues carecen de escaleras profesionales de promoción. Y, claro, cobrando salarios más bajos. De nuevo, la famosa brecha salarial.
La mujeres somos mayoría entre los egresados universitarios y nuestros resultados académicos presentan mejores tasas de idoneidad que los de los hombres. Es cierto que no en los sectores más demandados por el mercado y también lo es que seguimos representando menos del 30% en las carreras de ciencias, tecnología y matemáticas, las llamadas STEM. Una presencia reducida que se agrava posteriormente con la incorporación al mercado laboral, como ocurre en todos los sectores masculinizados, donde la horma de lo que debe ser un trabajador se adapta perfectamente al comportamiento de los varones o de aquellos individuos que estén liberados de los cuidados.
En cualquier caso, las menores oportunidades laborales y retribuciones salariales de las personas mejor formadas suponen un fuerte desincentivo a la hora de garantizar su participación en el mercado de trabajo y la consecución de sus carreras profesionales. Nos encontramos, por tanto, con una fuerte ineficiencia del sistema, sobre todo si tenemos en cuenta lo que ocurre en las generaciones más jóvenes. Entre la población de 25 a 34 años, el 47% de las mujeres tienen estudios superiores frente al 34,9% de los hombres.
De esa manera, además, se consolida también la horma tradicional de lo que significa ser trabajador como alguien que tiene disponibilidad total. Una horma que históricamente ha coincidido con la de los varones y que debe cambiar para que las mujeres nos incorporemos con mayor equidad al mercado laboral y para que los hombres puedan incorporarse también a los cuidados, un aspecto fundamental en una sociedad que envejece y cuya muy considerable brecha de cuidados no parece que el modelo neoliberal de estado tenga intención de cubrir mediante el fomento de los servicios públicos -más bien al contrario.
Pero aquí no acaban los problemas. El que las mujeres tengamos peores oportunidades y remuneraciones dentro del mercado laboral disminuye nuestro poder de negociación de tiempos y trabajos en el seno del hogar y retroalimenta el estereotipo de que el cuidado es nuestra función natural y prioritaria, siendo el resto algo complementario, algo donde no tenemos por qué hacer carrera realmente o recibir una remuneración similar a la de los hombres. Esto explica a la postre nuestra concentración en sectores feminizados con peores condiciones laborales y salariales o en los puestos base de las organizaciones.
Con menor capacidad de negociación en la familia, somos las mujeres las que nos encargamos de forma mayoritaria del cuidado del hogar, de los dependientes e “independientes”, o las que pedimos de forma mayoritaria las excedencias de cuidado. Se refuerza de esta forma un estereotipo que nos afecta a todas, también a las que deciden comportarse de otra manera, hacer carrera siguiendo los patrones masculinos, sin cargas de cuidado o externalizándolos a terceros, y que tienen que demostrar doblemente que saben “comprometerse”, ascender o mandar como los hombres. Lo cual, además, favorece al sistema como mecanismo de legitimación: quién vale, llega; quien quiere, llega.
Así las cosas, perdemos talento femenino para el mercado en un momento en el que los desafíos globales nos alertan de que no podemos continuar por esa línea. Y perdemos capital cuidador de los hombres en sociedades que envejecen, que se ajustan a pautas individualistas e imponen políticas económicas de corte deflacionista que conllevan la privatización de los servicios públicos y una cada vez mayor dependencia de los mercados. La mercantilización de un número creciente de aspectos de nuestra vida, que deja nuestro bienestar al albur de nuestra inserción en los mercados, es otro nuevo vector generador de desigualdades que no favorece a las mujeres, tejedoras en última instancia de las redes de solidaridad.
Tenemos un problema y, contrariamente a lo que piensa el presidente del gobierno, no sólo es necesario, sino urgente meterse en ello porque además interviniendo en el mercado, lo haremos también en los repartos de trabajos y tiempos en la familia que es donde se generan las mayores desigualdades. Cómo hacerlo es ya materia para otro artículo. Pero sólo interviniendo e incidiendo en las dos caras de la moneda, la familia y el mercado podremos virar hacia un círculo virtuoso de igualdad y alejarnos del círculo vicioso de la desigualdad en el que estamos inmersos.
Un año más, el pasado 22 de febrero hemos recordado el día de la desigualdad salarial, que denuncia el número de días trabajados “gratuitamente” por las mujeres en sus empleos. O dicho de otro modo, el hecho de que las mujeres necesitaríamos años de casi 14 meses para recibir el mismo salario que los varones. Y todo ello sin contar con las 2:14 minutos de trabajo no remunerado al día que hacemos más que los hombres según la última Encuesta de Empleo del Tiempo con la que contamos.
Es cierto que, de media, las mujeres pasamos 1:10 menos al día en el empleo que los hombres. Pero el resultado sigue siendo favorable a ellos, que disfrutan de 1:04 más de tiempo disponible al día y de un ingreso medio superior. Esto último es lo que conocemos como brecha salarial. La brecha oscila entre un 16%, si consideramos la diferencia en el salario por hora medio bruto, un 23%, si atendemos al salario anual, y casi un 36% si, como hace la UE, calculamos la brecha salarial total combinando la brecha del salario por hora, con las horas trabajadas y la brecha de empleo.