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Sin ley no hay paraíso

El registro en el Parlament de la propuesta de independencia de Cataluña como república por Junts pel Sí y la CUP nos sitúan en un punto inédito y serio. Algunos no nacionalistas -no catalanistas, pero tampoco españolistas, ni andalucistas- comprendemos la indignación por la falta de respeto al Estatut que los catalanes aprobaron en 2006. Vemos impresentable la manipulación por el PP del Tribunal Constitucional para anular artículos idénticos a los del Estatuto de Andalucía. Pero que nadie se equivoque: sin ley no se llegará a la tierra prometida.

Cuando en el punto 6 de los nueve de la resolución se señala que “el proceso de desconexión democrática no se supeditará a las decisiones de las instituciones del Estado español, en particular del Tribunal Constitucional (...) deslegitimado desde la sentencia de junio de 2010” se franquea el límite infranqueable para un demócrata: la puerta a la arbitrariedad. ¿Por qué imponer una forma de Estado y no, luego, una ideología, un credo, o buenas ideas que los demás no saben apreciar?

Muchos querríamos hace décadas declarar la República española; muchos, asegurarnos de que 2015 será el año del cambio, del fin del austericios, los recortes y desahucios, fin de la precarización del trabajo y del aumento de la desigualdad. Yo me contentaría con proclamar la unidad de la izquierda para poder votar el 20-D una papeleta de Podemos+IU+Equo+Compromis+Mareas... Ojalá un decálogo en dos folios bastara para conseguirlo y no tuviera el despotismo como efecto secundario.

“Venceréis pero no convenceréis”, bramó Unamuno al general Millán Astray en la Salamanca del 36. No veo a Oriol Junquera, Raül Romeva, Antonio Baños imponiendo sus convicciones por fuertes que sean. Les considero demócratas. Y, por tanto, no adversarios. Ellos y quienes deseamos que Cataluña siga aportando su identidad al estado plurinacional que es España, estamos convocados a dirimir nuestras diferencias de forma plenamente democrática.

Pasemos a la acción ya. Hemos perdido el tiempo con la solución Rajoy de dejar la cuestión pudrirse. Hay que organizar un referéndum vinculante, legal, con todas las garantías en que los ciudadanos catalanes decidan y no el PP, pero tampoco los separatistas que en las autonómicas han obtenido 72 escaños de 135 pero sólo el 47,8% de los votos.

Las recientes reuniones evidencian que PP y Ciudadanos se niegan. Azuzan el temor a la ruptura de España por interés electoral. El PSOE se aferra a reformar la Constitución, algo que pudo haber servido, como lo que intentó Zapatero en su segundo mandato, pero que ha quedado superado. Razón añadida para votar en las inminentes generales a quienes trabajen por sacarnos del atolladero, disponiendo un plebiscito con serenidad y responsabilidad pero no miedo.

Superemos juntos la vergüenza de nuestro tradicional primitivismo político. Seamos ambiciosos y aspiremos a ser un Canadá-Quebec, un Reino Unido-Escocia. Preparémonos para, sea cual sea el resultado de un referéndum, felicitarnos de haber llegado a una decisión adulta, desmintiendo los augurios de quienes dicen que volveremos a encarnar el retrato que nos hizo Goya en su “Duelo a garrotazos”.

El registro en el Parlament de la propuesta de independencia de Cataluña como república por Junts pel Sí y la CUP nos sitúan en un punto inédito y serio. Algunos no nacionalistas -no catalanistas, pero tampoco españolistas, ni andalucistas- comprendemos la indignación por la falta de respeto al Estatut que los catalanes aprobaron en 2006. Vemos impresentable la manipulación por el PP del Tribunal Constitucional para anular artículos idénticos a los del Estatuto de Andalucía. Pero que nadie se equivoque: sin ley no se llegará a la tierra prometida.

Cuando en el punto 6 de los nueve de la resolución se señala que “el proceso de desconexión democrática no se supeditará a las decisiones de las instituciones del Estado español, en particular del Tribunal Constitucional (...) deslegitimado desde la sentencia de junio de 2010” se franquea el límite infranqueable para un demócrata: la puerta a la arbitrariedad. ¿Por qué imponer una forma de Estado y no, luego, una ideología, un credo, o buenas ideas que los demás no saben apreciar?