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Lobistas, profetas y misioneros

29 de noviembre de 2020 20:55 h

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Ya no diré más “lobista” sino “cabildero”, que es como recomienda la RAE, aunque en otras cosas no le hago el más mínimo caso: sigo diciendo “albóndiga” a pesar de su populismo académico. La de cabildero es una profesión que a veces se confunde con la de profeta, pero esta se dedica a la intermediación de bienes espirituales y aquella a la de bienes terrenales y materiales. Misionero es otra cosa, aquí no me refiero a los del Domund sino a aquellos otros que se creen que tienen una misión en esta vida, raros, porque los más lo son por cuenta ajena, es decir, detrás hay un superior que comisiona.

Cuando uno tiene una misión, un poner, instalar, consolidar, apuntalar y hacer apología de la monarquía, suele obedecer a un encargo. Se conocen casos de iluminados, individuos que, inspirados por algún poder ultraterrenal, van por libre pero, por lo común, a una misión se corresponde un encargo, aunque no sepamos, en este caso, de quién. Si atendemos al gran demócrata, periodista y jurista italiano, Norberto Bobbio, podría ser del criptogobierno, el poder secreto en la oscuridad que corroe la democracia, magistralmente descrito en su libro Democracia y secreto. Lo cierto es que las misiones con encargos tan patrióticos suelen estar bien remuneradas.

Estos cortesanos, tan ufanos de su misión, a veces credencieros, pasan por ser buenos caballerizos pero malos palafreneros. Qué cosa más frustrante es que tu misión tenga un final infeliz, como ocurre con el siempre protegido, hoy refugiado en Emiratos Árabes Unidos, porque como palafreneros –ni con bromuro– pudieron hacer bien su misión; pero bueno, como ya eres rico, ¡arre borrico!

Puede ser hasta que te doblen la misión, es decir, que te enroles en otra “misión patriótica II”. Como los puritanos ingleses, al grito de “luchamos contra el rey para salvar al Rey”. En defensa del rizo de la naturaleza medieval geminada –dos personas– de la monarquía y quien la encarne en cada momento. Sin embargo, los ciclos de las misiones, en lo que a confesar se refiere, duran cuarenta años. Ya veremos –verán, quiero decir– dentro de décadas si nos enteramos. Debe ser duro observar tu fracaso, te trastoca y se te agría el carácter, más aún.

A medio camino entre profeta y cabildero y, al parecer, también misionero, Felipe González está que trina y, encima, dizque lo han mandado a callar y a él no lo calla nadie. Ni que fuera Hugo Chávez. Tal vez echa de menos los tiempos en que sus ujieres mandaban escucharlo so amenaza de no salir en la foto.

Los cabilderos empiezan a desmoronarse cuando reinan que sus cabildeos no son efectivos ni reportan beneficios. También tienen sus encargados a los que rendir cuentas y si prometen y prometen que van a acabar con alguien, con algo, que no habrá un Gobierno, un pacto o un presupuesto y, luego, nada de ello se produce, pues, entonces, ni eres profeta ni cabildero. Y empiezas a perder comba, reputación. No es ya que te manden a callar, es que no te escucha nadie. Ni pasa lo que prometes ni tus influencias son tales y, por eso, sin otros esfuerzos, tanto los fieles como los encargados son los primeros que no te escuchan. Cartucho. La vida de profeta y cabildero es así de dura.

Ante la predicación de un nuevo mesías chileno por los desiertos salitreros de Atacama, un obispo, preocupado por el profeta y por el negocio, advirtió de él: “Lo han acogido como el enviado de Dios, como el mismo Mesías, nada menos, y le han formado su comitiva de apóstoles y creyentes”. Dios lo ha permitido, seguía, “para castigo de unos y humillación de muchos”. “Os pido apartaros del peligro y volver en sí a los que se han dejado alucinar”.

La historia la narra con maestría Hernán Rivera Letelier en El arte de la Resurrección. Una historia tan seria como divertida. El Cristo de Elqui, que así se llamaba el Mesías, congregó a muchos fieles y conmovió a los más menesterosos desde el principio y, luego, hasta los poderosos, pero, al final, el milagro de su vida quedó en resucitar a una gallina, ante el choteo generalizado. Ni siquiera esto está claro.

Ya no diré más “lobista” sino “cabildero”, que es como recomienda la RAE, aunque en otras cosas no le hago el más mínimo caso: sigo diciendo “albóndiga” a pesar de su populismo académico. La de cabildero es una profesión que a veces se confunde con la de profeta, pero esta se dedica a la intermediación de bienes espirituales y aquella a la de bienes terrenales y materiales. Misionero es otra cosa, aquí no me refiero a los del Domund sino a aquellos otros que se creen que tienen una misión en esta vida, raros, porque los más lo son por cuenta ajena, es decir, detrás hay un superior que comisiona.

Cuando uno tiene una misión, un poner, instalar, consolidar, apuntalar y hacer apología de la monarquía, suele obedecer a un encargo. Se conocen casos de iluminados, individuos que, inspirados por algún poder ultraterrenal, van por libre pero, por lo común, a una misión se corresponde un encargo, aunque no sepamos, en este caso, de quién. Si atendemos al gran demócrata, periodista y jurista italiano, Norberto Bobbio, podría ser del criptogobierno, el poder secreto en la oscuridad que corroe la democracia, magistralmente descrito en su libro Democracia y secreto. Lo cierto es que las misiones con encargos tan patrióticos suelen estar bien remuneradas.