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OPINIÓN | 'Este año tampoco', por Antón Losada

No están locos, están hartos

Ganó Trump y vamos acumulando resultados electorales “sorprendentes” para el establishment y los medios de comunicación que lo sostienen y legitiman. Una vez más, como pasó recientemente con el referéndum del Brexit, fallaron los pronósticos de los políticos, de los analistas y de los grandes medios de comunicación. Posiblemente, porque volvió a funcionar el sesgo de confirmación que lleva a las personas a decantarse por la información que puede confirmar sus expectativas; o por el alejamiento que los creadores de opinión tienen de la vida a la que ellos mismos han llevado a grandes capas de la población; o, sobre todo, porque no quisieron ver o no les interesa mostrar el verdadero origen de los fenómenos que pretenden analizar.

Como ya ocurrió con el estallido de la crisis financiera en 2007, ahora tampoco se quiere asumir el origen del problema, que está en una hiperglobalización financiera que afecta a las personas de manera muy desigual, en un sistema económico y político generador de desigualdades tremendas y que está dejando a muchas personas en la cuneta o sin esperanzas ni expectativas; y en especial, a muchos jóvenes que fueron socializados en la convicción de disfrutar de un futuro con seguridad económica y bienestar, y con la posibilidad de participar democráticamente en el devenir de sus sociedades. En cierta medida es normal que no quieran asumir el origen real del problema porque les obligaría a negarse a sí mismos y a tirar a la basura su propio discurso. Pero su continuada y voluntaria ceguera solo puede llevarlos y llevarnos al desastre.

Días antes de las elecciones presidenciales, el economista Juan Torres se hacía eco en un artículo, El pasado mañana de Estados Unidos, publicado en Ctxt, de un reciente informe de Ernst & Young titulado The Millennial Economy que revela con crudeza total la falta de expectativas y la inseguridad en el futuro de los jóvenes norteamericanos, de toda esa generación que el mundo anglosajón llama Millennials (la que llegó a su vida adulta con el cambio de siglo). Así por ejemplo, el 74% no cree poder hacer frente a los gastos médicos si enferman, sólo un 30% ahorra un poco (24%) o bastante (6%). O sólo el 36% de los hombres blancos y el 27% de las mujeres blancas cree que su nivel de vida será mejor que el de sus padres -expectativas que por cierto mejoran para algunas minorías como el 52% de los hispanos varones o el 54% de mujeres de raza negra. O por ejemplo, no pasa de un 22% el porcentaje de millennials que tienen confianza en instituciones estadounidenses como sus medios de comunicación, sus empresas o el gobierno federal.

Esos datos sobre la generación a la que le toca construir país podrían explicar muy bien el hartazgo de los jóvenes con el sistema y su papel en las elecciones presidenciales de 2016. Y es que, aunque el voto de los menores de 44 ha sido principalmente para Clinton, especialmente los menores de 29 años, los resultados de las primarias y los caucauses presidenciales de 2016 muestran claramente que Clinton tampoco era su candidata, lo que los ha podido llevar a la abstención. 278.100 votaron por Kasich, 557.800 por Cruz, 611.400 por Trump, 625.700 por Clinton, y 1.542.000 por Sanders, que era sin duda el candidato que presentaba una crítica más creíble al sistema que concita tanto rechazo y hartazgo desde hace ya unos años. Así, ya en las elecciones presidenciales de 2012 solo el 46% de los milennials con derecho a voto lo ejerció frente a por ejemplo el 69% de los baby boomers, lo que muestra una gran desafección democrática por parte de las generaciones más jóvenes.

En cambio, todo esto contrasta con la lectura mayoritaria, que no única, que se hace de la victoria de Trump. De hecho, antes de las elecciones, cuando se daba por vencedora a Clinton y desde que se supo el resultado de las comicios, no hay día que no lea o escuche en los medios de comunicación que contrariamente a lo que ha ocurrido en otros sitios, en EEUU no podía haber descontento por motivos económicos porque en EEUU “la economía va bien”, y las políticas para salir de la crisis han sido distintas que las europeas. Algo que no responde a la realidad.

Políticas neoliberales

Si bien en EEUU han predominado las políticas de estímulo frente a las mal llamadas de austeridad, lo cierto es que las políticas neoliberales vienen implantándose de manera salvaje en EEUU desde hace décadas, lo que explica que a poco que se rasque en los datos de esa economía que “va bien”, se verá que va bien sólo para unos pocos.

Así los resultados actualizados hasta 2015 que da Emmanuel Saez para EE.UU  (Striking it Richer: The Evolution of Top Incomes in the United States (Updated with 2015 preliminary estimates) muestran que el 1% de las familias estadounidenses más ricas se ha quedado con el 52% del crecimiento del ingreso generado entre 1993-2015, y con el escalofriante 91% si nos ceñimos al periodo de recuperación de la crisis, 2009-2012.

Los ingresos de la clase media de EEUU ajustados por la inflación son hoy día inferiores a hace 16 años, especialmente para aquellas personas sin titulación universitaria; lo que quiere decir que ha habido una concentración de la riqueza en pocas manos, pocas manos que se identifican con el establishment contra el que han votado un número considerable de norteamericanos. Como dice el economista Robert Reich, lo que hay tras el triunfo de Trump es un repudio de la estructura de poder norteamericana conformada por los líderes políticos de ambos partidos, sus operativos políticos y captadores de fondos, los grandes medios de comunicación, las grandes corporaciones del país y sus ejecutivos ultra bien pagados, los lobyistas y las patronales, los grandes bancos de Wall Street y sus financieros, los traders y los fondos de inversión y, en definitiva, los individuos ricos que invierten en política para que las cosas sean como a ellos les conviene que sean. La misma élite que fue contra Sanders y consiguió que no saliera elegido candidato del partido demócrata.

Es cierto que Trump tenía enfrente al establishment, incluso al del partido republicano, pero no es menos cierto que él mismo es fruto de ese establishment y de las políticas que posiblemente muchos de sus votantes quieran combatir. Aunque ahora que ha sido elegido presidente posiblemente no lo combata con la misma virulencia que durante la campaña y se acabe acomodando en ese mismo establishment. El que acumula poder y riqueza gracias a un sistema impositivo regresivo del que el propio Trump se beneficia evadiendo impuestos; el que está interesado en que el país exhiba datos macroeconómicos positivos pero que no tiene inconveniente en deslocalizar empleo en terceros países como hace el propio Trump si con eso aumenta la cuenta de resultados de sus empresas y su riqueza personal; el establishment al que, como he comentado anteriormente, le interesa invertir en política -por ejemplo financiando las campañas de Clinton- para que la política económica del país defienda sus privilegios y preferencias frente a las de la mayoría, tal y como, por otra parte, hace el propio Trump; o un establishment que no está interesado en recaudar de forma más progresiva para invertir en una educación y sanidad universales que permitan a las personas reducir aunque sea mínimamente las desigualdades en las oportunidades que tendrán a lo largo de sus vidas, lo que ayuda a consolidar una población con menor cultura política y más permeable a los discursos esteriotipados y conservadores de los shows de televisión en los que el propio Trump les ha vendido sus ideas, su visión de América y hasta su propia vida con tan de hacer negocio.

Sin duda, hay muchos votantes de Trump que lo han respaldado porque comparten su machismo, xenofobia, homofobia y porque creen que defenderá mejor su fundamentalismo cristiano, por ejemplo, oponiéndose al aborto, o, sobre todo, su discurso nacionalista basado en un modelo excluyente de nación. O, como ya ocurriera en Italia con Berlusconi, porque en el fondo querrían ser como ese hombre rodeado de riqueza y mujeres esculturales. Pero también hay muchos otros que lo han respaldado por activa, votándole sin compartir esos valores porque han comprado su discurso rebelde de crítica al establishment sin ver o sin querer ver que alguien como Trump ha sido posible precisamente gracias a las políticas neoliberales impuestas por ese establishment. Y otros que lo han respaldado por pasiva, al negarle el voto a Hillary, porque ella sí que con su pasado y sus patrocinadores no podía zafarse de representar claramente la continuidad de ese establishment y de esas políticas que han dejado a tanta gente con inseguridad en su presente y en su futuro.

Esos que lo han votado sin gustarle o sobre todo, los que han permitido también su victoria no respaldando a Hillary o no votando, no están locos, están hartos. Sin embargo, la lectura que nos impone el establishment seguirá siendo la de la locura, el fundamentalismo o la incultura de las masas. Y no se dan cuenta que los que están locos son ellos, que están dispuestos a todo con tal de garantizarse un mundo en el que pueden acumular más poder y dinero, pasando por alto el alto precio que todos podemos pagar con la creciente deslegitimación del sistema que vivimos tal y como hemos visto en otros momentos de la historia.

Para que ese descontento se canalice en bienestar y en una transformación social hacia un mundo más justo e igualitario, y no hacia los nacionalismos, la xenofobia, la homofobia, el machismo y la falta de respeto a los derechos civiles y humanos, es esencial y urgente que la izquierda redefina su proyecto y se posicione de forma clara frente a esta hiperglobalización financiera y las políticas neoliberales. Ya no vale el ser parte del sistema y mantener la pátina de izquierdas que le valió a Clinton -Bill-, o a Blair en los noventa y que era la opción que presentaba Clinton -Hillary-, en las presidenciales.

Ganó Trump y vamos acumulando resultados electorales “sorprendentes” para el establishment y los medios de comunicación que lo sostienen y legitiman. Una vez más, como pasó recientemente con el referéndum del Brexit, fallaron los pronósticos de los políticos, de los analistas y de los grandes medios de comunicación. Posiblemente, porque volvió a funcionar el sesgo de confirmación que lleva a las personas a decantarse por la información que puede confirmar sus expectativas; o por el alejamiento que los creadores de opinión tienen de la vida a la que ellos mismos han llevado a grandes capas de la población; o, sobre todo, porque no quisieron ver o no les interesa mostrar el verdadero origen de los fenómenos que pretenden analizar.

Como ya ocurrió con el estallido de la crisis financiera en 2007, ahora tampoco se quiere asumir el origen del problema, que está en una hiperglobalización financiera que afecta a las personas de manera muy desigual, en un sistema económico y político generador de desigualdades tremendas y que está dejando a muchas personas en la cuneta o sin esperanzas ni expectativas; y en especial, a muchos jóvenes que fueron socializados en la convicción de disfrutar de un futuro con seguridad económica y bienestar, y con la posibilidad de participar democráticamente en el devenir de sus sociedades. En cierta medida es normal que no quieran asumir el origen real del problema porque les obligaría a negarse a sí mismos y a tirar a la basura su propio discurso. Pero su continuada y voluntaria ceguera solo puede llevarlos y llevarnos al desastre.