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OPINIÓN | 'Este año tampoco', por Antón Losada

El machismo vuestro de cada día

Fui la última y la tercera de tres hermanas. Un día mi madre me contó cómo todo el mundo preguntaba durante el embarazo si yo era un varón. Ella confesaba que cruzaba los dedos para que así fuese. No porque lo prefiriese, sino porque aseguraba que como hombre lo tendría más fácil en la vida. Yo, por entonces, no entendía a qué se refería. Hasta que empecé a vivir, en la propia piel, que la sociedad patriarcal estaba en todo y que hay que estar en alerta constante para percibirlo.

Para empezar, en mis apellidos y en los de todas. No nos engañemos… el apellido de nuestra madre es, en realidad, el apellido de nuestro abuelo. Después, cuando no cumples lo que se espera de una niña. A mis hermanas y a mí nos miraban como extrañas si no íbamos vestidas de princesa en los carnavales. O cuando no cuidábamos a Nenuco, sino que preferíamos jugar a ser cajeras, azafatas o conductoras, a pesar de que crecimos escuchando frases como: “¡Mujer al volante, peligro constante!” U otras que cuestionaban su eficacia en el trabajo frente al hombre.

Por entonces, mi hermana y yo descubríamos pocas mujeres en nuestros cuentos, salvo en el papel de madres, princesas o brujas; y que tampoco aparecían en los libros del cole, salvo revolucionarias ajusticiadas o quemadas en la hoguera. También veíamos películas y culebrones donde la mujer recibía los gritos. Eran las culpables de que la relación fracasara, y les pegaban sin más respuesta que enmudecer y llorar. Fue la época donde ellas eran el reclamo para los programadores de televisión, entre una cantante llamada Sabrina o una mama Chicho que se desnudaba en cada corte de publicidad. Al igual que en las películas de Ozores o Esteso, donde podían tocarlas sin rechistar, como si fuéramos barra libre. También éramos objeto constante de humor. Desde los chistes sobre suegras (los suegros son intocables), o maltratadas, a la cantidad de refranes y frases que nos ridiculizan.

Luego conocimos la cara más horrible del machismo. Que los hombres a los que amamos nos puedan humillar, pegar o matar bajo la mentira de ser, solo, peleas de parejas. Que las jóvenes, como las niñas de Alcàsser o tantas otras, eran el objetivo de asesinos que las violaban y mataban, sin denunciar que era una violencia ejercida y respaldada por el machismo. Así aparecían los primeros consejos de tu madre o tu hermana mayor, cuando advertían que era mejor el pantalón que la falda, si salías de noche; o pararnos si sospechábamos que un hombre nos perseguía. Y empezamos a conocer terribles relatos sobre las violaciones de mujeres en las guerras, o el sucio negocio de la trata, con experiencias que las dejan traumatizadas y con la autoestima aniquilada de por vida.

También vivimos todo el tabú que rodea a la llegada y retirada de la regla. Desde los chistes de la menopausia, que provocaba que algunas mujeres afectadas lo silenciaran. Hasta tratarnos de locas, neuróticas y exageradas si la regla nos dolía y nos impedía ir a clase.

De adulta, se intensifican los comentarios clásicos: que si la niña tiene ya novio, que si lo ha perdido a ver dónde encuentra otro, que si se casa, que si se le pasa el arroz, que cuándo será madre… Y empiezas a ser consciente de la opresión sobre nuestro cuerpo cuando ves a tus amigas con anorexia o bulimia, o cuestionas cómo eres frente al espejo. Hasta descubrir el machismo más nauseabundo, cuando un adulto rechaza tener sexo con una mujer de su edad y prefiere a una niña-adolescente, porque ésta aún no tiene vello púbico, michelines, estrías o flacidez.

Luego comprendí que capitalismo y patriarcado son el matrimonio perfecto. Por un lado, porque pagar a una mujer trabajadora sale más barato, porque tener a una mujer en el hogar o de cuidadora sale gratis, porque se permiten preguntas sobre la maternidad en procesos de selección de trabajo... Por otro, por las vías de negocio: los centros de belleza que desafían nuestra propia biología, los taxis para mujeres, los gases lacrimógenos por si nos atacan, las clases de defensa personal, la ropa interior antiviolación… ¿Qué precio estamos pagando por ser mujeres? ¿Hasta dónde nos van a cargar con la responsabilidad de que si, encima, nos atacan o nos violan es porque no hemos sido lo suficiente precavidas? Y, en cambio, los machistas ejercen sin que nada ni nadie les fuercen a cambiar sus actitudes, porque saben que tienen impunidad y carta blanca desde hace siglos.

Y, por si no tuviésemos suficiente, está el neomachismo disfrazado en las redes sociales. Resulta muy incómodo que sólo por agradecer compartir un artículo, te escriban un privado con insinuaciones, número de teléfono y pidiendo una cita. También cansan y asquean los insultos, el acoso o la fotopene por obligación. E incluso hay un paso más, para que no sospeches de entrada: aparentar ser un feminista en las redes, seducirte y luego ser violento en la intimidad si no ofreces sexo virtual. Como dice Luiso García, “demonios que engordan a golpe de likes o RT el ego de su fraudulento personaje”.

Ahora no nos queman en la hoguera por brujas; pero aún hay hombres que nos matan, violan, subordinan, intimidan, humillan, insultan y rebajan sólo por ser mujeres. Nos hacen sentir como puras muñecas hinchables, como objetos disponibles a su antojo, como productos de usar y tirar, como figuras a las que relegar si ocupan el espacio que les corresponden. Nos han hecho crecer en una normalización constante del maltrato, de la violación, de la cosificación, de la humillación, de los estereotipos, del perdón y la culpa, del callarnos, de estar casi ausentes en la cultura, en el lenguaje, en los mandos de poder...

Y lo han conseguido porque ellos mandan, porque el machismo es una ideología que algunos profesan con pura devoción, como una religión, una creencia ciega que no admite réplica y en la que solo hay espacio para su voluntad. En la que cada día tenemos que hacer frente a sus credos y mandamientos. Así desde que nacemos hasta que morimos, cargando en nuestro interior cientos de actos repletos de comportamientos, silencios, risas, miradas y palabras llenas de intención, impregnadas y enraizadas en el insoportable machismo vuestro de cada día.

Fui la última y la tercera de tres hermanas. Un día mi madre me contó cómo todo el mundo preguntaba durante el embarazo si yo era un varón. Ella confesaba que cruzaba los dedos para que así fuese. No porque lo prefiriese, sino porque aseguraba que como hombre lo tendría más fácil en la vida. Yo, por entonces, no entendía a qué se refería. Hasta que empecé a vivir, en la propia piel, que la sociedad patriarcal estaba en todo y que hay que estar en alerta constante para percibirlo.

Para empezar, en mis apellidos y en los de todas. No nos engañemos… el apellido de nuestra madre es, en realidad, el apellido de nuestro abuelo. Después, cuando no cumples lo que se espera de una niña. A mis hermanas y a mí nos miraban como extrañas si no íbamos vestidas de princesa en los carnavales. O cuando no cuidábamos a Nenuco, sino que preferíamos jugar a ser cajeras, azafatas o conductoras, a pesar de que crecimos escuchando frases como: “¡Mujer al volante, peligro constante!” U otras que cuestionaban su eficacia en el trabajo frente al hombre.