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Yo no hablo castellano

27 de marzo de 2023 20:19 h

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Amo la prosa escueta y lúcida de Miguel Delibes, el acento vallisoletano de Concha Velasco, los bosques de Llamazares, el nuevo casticismo de Paco Umbral y Almudena Grandes, la música ancestral de Joaquín Díaz. Paco de Lucía llamaba a Félix Grande para rogarle: “Háblame un rato, de lo que quieras, pero háblame, que estoy estresado”. Adoro la Castilla comunera de Alfonso Domingo y el baile de las Águedas de Claudio Rodríguez, ole Castilla, La Mancha y León; hasta el Bierzo de Amancio Prada, pero yo no hablo castellano.

Yo hablo andaluz, esa jerga sintética que poda los participios y necesita subtítulos, al oído de los hispano-oyentes jacobinos. Hablamos una rara modalidad de español moderno, como el de Canarias, el de Argentina, el de México o el de Colombia, que es el mejor del mundo.

Soy del lenguaje tópico de las chachas de televisión, del que pregona burgaíllos y camarones en las calles de Cádiz o tagarninas y espárragos en la campiña sevillana, soy merdellón de Málaga, colorao de Almería y malafollá de Granada. Hablo como un fandango de Huelva, vareo los olivos de las palabras en Jaén y arrastro las és y las cantiñas como si fuera cordobés.

Hablo el idioma de los invisibles, de los estereotipados, de los nadie de Eduardo Galeano, de los espaldas mojadas, que inventó el I+D+I de las coplas, pero vamos con el paso cambiado en el Silicon Valley

Mi andaluz, como el Guadalquivir, desemboca en el Caribe o en el río de La Plata, toma el vapor desde Cádiz para Manila o Mayagüez, se embarca en Algeciras o en Tarifa con Juanita Narboni hacia Tánger, o viaja desde Marruecos a Jimera de Libar con Jean Reno, que se llama Juan Moreno y sus padres, que nacieron en Sanlúcar.

Soy el guachisnais y la chingua, el aliquindoi y el chumino, el liquirbar, el llámame patrás de Gibraltar o de las bases de Rota y de Morón donde convivieron el rock and roll, el cante del Agujetas o el toque de Diego el del Gastor. Mi abuela hablaba como si fuera andalusí y usaba josifas, que eran aljofaifas, antes de que existieran las fregonas.

Escribo en barroco como Fernando Quiñones, a quien elogiaba Borges; como José Manuel Caballero Bonald, que se refugió en la Colombia de Macondo o del Maqrol de Álvaro Mutis. Alejo Carpentier les explicó una noche en La Habana que el barroco no era un capricho sino una necesidad, porque ayudaba a describir una realidad tan compleja y tan desconocida como la de América, desde Alaska a la Tierra de Fuego, porque la cultura es eurocentrista y a Georges Simenon y a Maigret le bastaban decir “llueve sobre París”, para imaginarnos a la Torre Eiffel empapada y al bateau mouche navegando por el Sena.

Hablo el idioma de los invisibles, de los estereotipados, de los nadie de Eduardo Galeano, de los espaldas mojadas, que inventó el I+D+I de las coplas, pero vamos con el paso cambiado en el Silicon Valley.

Se está celebrando, en Cádiz, el Congreso Internacional de la Lengua Española, no de la castellana. Muchas gracias. Yo no hablo castellano, hablo andaluz, que es una delicadísima forma del español, usted disculpe.

Amo la prosa escueta y lúcida de Miguel Delibes, el acento vallisoletano de Concha Velasco, los bosques de Llamazares, el nuevo casticismo de Paco Umbral y Almudena Grandes, la música ancestral de Joaquín Díaz. Paco de Lucía llamaba a Félix Grande para rogarle: “Háblame un rato, de lo que quieras, pero háblame, que estoy estresado”. Adoro la Castilla comunera de Alfonso Domingo y el baile de las Águedas de Claudio Rodríguez, ole Castilla, La Mancha y León; hasta el Bierzo de Amancio Prada, pero yo no hablo castellano.

Yo hablo andaluz, esa jerga sintética que poda los participios y necesita subtítulos, al oído de los hispano-oyentes jacobinos. Hablamos una rara modalidad de español moderno, como el de Canarias, el de Argentina, el de México o el de Colombia, que es el mejor del mundo.