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Por no llorar

16 de marzo de 2021 21:00 h

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Entre las noticias que más impresión me han causado en las últimas semanas (miren si tendría dónde elegir) hay una aparentemente chiquita que dice que uno de cada tres españoles ha llorado durante la pandemia. El estudio no lo patrocina Kleenex, se trata de un barómetro del CIS, que de pronto sirve de balanza y termómetro de la tristeza que se condensa en el ambiente. Hay algo hermoso, en tanto que humano, y a pesar de los pesares, en este cambio cualitativo: una institución, que suele medir cosas duras como el rostro de los líderes políticos, se ha ocupado del llanto, esa cosa de la que acaso se han encargado hasta ahora únicamente los poetas y algún filósofo. Así nos va.

Curioso que esta vez no hayan salido a ladrar los opinadores más cojonudos diciendo que estos resultados son cosa de la cocinilla de Tezanos. Quizá es que aún el llanto, desde la madre patriarcal de Boabdil en adelante, siga sin ser cosa de hombres. Las mujeres, de hecho, manifiestan haberse derrumbado más. O no nos da tanto reparo como todavía a muchos hombres reconocerlo; consecuencia de la desigualdad entre sexos es también esa ley castradora que sentencia eso de que “los hombres no lloran”. Solo el 16,9% de los hombres admiten haber llorado por la pandemia, frente al 52,8% de las mujeres. Además, según arroja la encuesta, continúa existiendo –y con esta crisis se ha agravado la brecha- una importante desigualdad emocional, la misma que siglos atrás ponía más o menos lágrimas a las dolorosas no sólo en función de sus esperanzas y dolores. “Los ricos también lloran”, pero padentro y por otros motivos al agobio que da el no saber si mañana sus viejos y sus niñas podrán seguir subsistiendo dignamente. Los pobres –dice la encuesta- tienen más miedo a sufrir un contagio. Y más razones -digo yo- para ese miedo. Apenas han podido ir a un psicólogo, pero se les han recetado más psicofármacos. Las hijas y los hijos de los más vulnerables “lloran más fácilmente” (un 60% frente al 15% de los más adinerados). Todavía habrá quien, a la luz de estos datos, confunda la fortaleza emocional con los privilegios.

Alguna vez he manifestado, entre bromas, la necesidad de instalar lloródromos en la vía pública, para esas ocasiones en las que a una no le da tiempo a llegar a casa y se acaba llorando encima

No fuimos educados para el llanto, para la manifestación acuosa y salina de lo que nos pasa, y por tanto tampoco para el consuelo. Lloramos con vergüenza. Alguna vez he manifestado, entre bromas, la necesidad de instalar lloródromos en la vía pública, para esas ocasiones en las que a una no le da tiempo a llegar a casa y se acaba llorando encima: lloródromos a la puerta de los hospitales, de los parques empresariales, en los centros comerciales. Hay en las lágrimas un compadecerse de nosotros mismos, de contemplarnos o rememorar y que nos dé pena; hay un rendirnos –el llanto no acude hasta que deshacemos la posición de dureza-; hay también un alivio, hay compasión. En el llanto hay fisura y, por tanto, posibilidad. En apariencia no empodera sino todo lo contrario. Contra esa idea, tengo siempre presente el lote de llorar que se dan los héroes de la Ilíada y la Odisea. Cuando no estaban a mandobles estaban sumidos en lágrimas; allá Aquiles abrazado a Príamo, o sobre el cuerpo de Patroclo, y más allá Odiseo desconsolado entre los muertos, el pecho del amor muy lastimado. Las lágrimas de agobio de la periodista María Casado –quizás las recuerden- aquella lejana mañana en Los desayunos de TVE me hablan más y mejor de ella que los bustos parlantes impecables que parecen olvidar que pueden quebrarse (o peor y más corriente: los pueden quebrar) en cualquier momento. Lo llamativo de aquellos Desayunos era lo de siempre: el show no se detenía, mientras la presentadora sufría en público.

 Traigo este asunto por contraste. Frente a este “uno de cada tres españoles” que reconocen llorar como expresión honesta de su desconsuelo, ¿cuántos de cada tres líderes políticos de los que ahora están en liza en el convulso tablero político han llorado? Únicamente como estrategia. Quienes sabemos llorar de veras no nos pudimos tragar las lágrimas de rímel de Díaz Ayuso, ni sus posturas obscenas que pretendían imitar a una virgen de pasión. Uno de cada tres españoles parece sufrir, mientras que, en las alturas, los rostros de los políticos se endurecen, y algunos incluso se encanallan, dando muestra de insensibilidad suprema. Confunden la fuerza con la dureza, y la realidad social con un juguete. ¿Qué político ha llorado de verdad en estos tiempos ante la situación que atraviesa el pueblo? Se le notaría, las lágrimas limpian la mirada. Quienes ahora mismo, por no saber llorar, escogen la estrategia infernal frente al bien común sólo conseguirán traernos más aflicción y llanto.

 

 

Entre las noticias que más impresión me han causado en las últimas semanas (miren si tendría dónde elegir) hay una aparentemente chiquita que dice que uno de cada tres españoles ha llorado durante la pandemia. El estudio no lo patrocina Kleenex, se trata de un barómetro del CIS, que de pronto sirve de balanza y termómetro de la tristeza que se condensa en el ambiente. Hay algo hermoso, en tanto que humano, y a pesar de los pesares, en este cambio cualitativo: una institución, que suele medir cosas duras como el rostro de los líderes políticos, se ha ocupado del llanto, esa cosa de la que acaso se han encargado hasta ahora únicamente los poetas y algún filósofo. Así nos va.

Curioso que esta vez no hayan salido a ladrar los opinadores más cojonudos diciendo que estos resultados son cosa de la cocinilla de Tezanos. Quizá es que aún el llanto, desde la madre patriarcal de Boabdil en adelante, siga sin ser cosa de hombres. Las mujeres, de hecho, manifiestan haberse derrumbado más. O no nos da tanto reparo como todavía a muchos hombres reconocerlo; consecuencia de la desigualdad entre sexos es también esa ley castradora que sentencia eso de que “los hombres no lloran”. Solo el 16,9% de los hombres admiten haber llorado por la pandemia, frente al 52,8% de las mujeres. Además, según arroja la encuesta, continúa existiendo –y con esta crisis se ha agravado la brecha- una importante desigualdad emocional, la misma que siglos atrás ponía más o menos lágrimas a las dolorosas no sólo en función de sus esperanzas y dolores. “Los ricos también lloran”, pero padentro y por otros motivos al agobio que da el no saber si mañana sus viejos y sus niñas podrán seguir subsistiendo dignamente. Los pobres –dice la encuesta- tienen más miedo a sufrir un contagio. Y más razones -digo yo- para ese miedo. Apenas han podido ir a un psicólogo, pero se les han recetado más psicofármacos. Las hijas y los hijos de los más vulnerables “lloran más fácilmente” (un 60% frente al 15% de los más adinerados). Todavía habrá quien, a la luz de estos datos, confunda la fortaleza emocional con los privilegios.