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Nueva York y la Inseguridad de los Desposeídos

plataforma Housing Justice for All en la sede del gobierno de Nueva York

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Pasan los días y las semanas desde que finalizara mi estancia como profesora invitada de la Universidad de Nueva York y regresara a Sevilla y por ello me he encontrado con frecuencia resumiendo a amigos y compañeros cómo ha sido la experiencia y cómo me he encontrado allí. En los meses pasados he tenido la ocasión de compartir con mis lectoras algunos de los episodios de esta fascinante aventura, pero me doy cuenta de que al final lo que queda, lo que penetra, son esas sensaciones del ambiente, esas que acabaron haciéndose parte de la cotidianidad y que, como el aire que respiras, vas normalizando y solo cuando cambias de aire cobran su verdadera dimensión.

Si tuviera que destacar una de las sensaciones que se incluyen dentro de esta categoría, me quedaría, desafortunadamente, con la sensación de inseguridad. Por supuesto parte de esa sensación no se debe a las circunstancias específicas de la ciudad. La pandemia, los estragos del cambio climático y la volatilidad del sistema económico y político hacen que la inseguridad se haya tornado en una condición casi ontológica del ser en las democracias avanzadas. Pero a eso, desde luego, habría que añadirle el made in New York.

No exagero si digo que prácticamente todas las semanas ahí estaba el correo en la bandeja de entrada “NYU safety alert” y luego la descripción del incidente en el campus, en pleno barrio del Village, por lo general algún tipo de robo, magreo o empujón, y del individuo agresor: “male presenting, dark complexioned, 5'8”, 170 pounds, wearing a navy hoodie and dark washed jeans“ decía uno de los mensajes enviados a la comunidad universitaria en cifrado, eso sí, siempre políticamente correcto. Y así, hasta el siguiente correo anunciando un nuevo incidente que tardaría en llegar solo unos días, me sorprendía a mí misma buscando entre los viandantes con los que me cruzaba a alguno que encajara en el perfil descrito, y esquivando el lugar preciso de los hechos.

¿Prejuicios raciales? ¿Aporofobia? ¿Yo que he hecho de mi profesión el ayudar a combatirlos? ¿Pero cómo ignorar los correos electrónicos y las noticias de la prensa?

Esquivar de forma permanente es también lo que hacía en mis largos paseos por Manhattan, esos paseos acompañados de ese otro elemento que también se hizo parte del aire que respiraba: el omnipresente olor a marihuana cuyo consumo fue legalizado el año pasado. Esquivar una y otra vez a esas personas, tiradas por la calle, sin techo, a veces con sus pertenencias apiladas en alguna esquina; a esas personas reclinadas en los vagones del metro, adormiladas, o con la mirada perdida, ocupando varios asientos, o entregadas a impenetrables soliloquios a veces apenas un murmullo, a veces en tono estridente y mesiánico. A esas personas que con mucha frecuencia, aunque no siempre, eran “male presenting, dark complexioned”. Me mortificaba hacerlo, verme cambiando una y otra vez de acera o del lado del vagón. ¿Prejuicios raciales? ¿Aporofobia? ¿Yo que he hecho de mi profesión el ayudar a combatirlos? ¿Pero cómo ignorar los correos electrónicos y las noticias de la prensa? ¿Cómo ignorar la posibilidad de que precisamente fueran personas justamente así las que de buenas a primera se decidieran a arrojar a alguien sobre las vías, como, durante mi estancia allí, sucedió en más de una ocasión, o sacaran una pistola y se pusieran a disparar a bocajarro, como también ocurrió?

Durante todos estos meses he seguido con atención el problema de las personas sin techo en la ciudad y los problemas de escasez de vivienda pública, desempleo, enfermedad mental e inseguridad de los refugios para las personas sin techo que los hacen poco deseables, problemas que se encuentran en la raíz del problema. Estos no han hecho sino agravarse con una pandemia que ha mermado de sobremanera el número de camas disponibles en hospitales públicos que durante meses han visto entrar por una puerta y salir por otra y a distancia de pocos días a las mismas personas con los mismos problemas crónicos de salud mental tras una intervención de emergencia, un mero apaño para estabilizarlos.

Pienso que con demasiada frecuencia las políticas de limpiado de zonas mediante la creación de lugares en los que se concentran geográficamente las realidades que no queremos ver sirven para eximirnos de la invitación a la toma de conciencia social

Durante estos meses he contemplado también la creciente frustración del alcalde de la ciudad, Eric Adams, ante el incesante aumento de la violencia criminal. El que antes de ser elegido alcalde fuera durante dos décadas oficial de policía, y el que durante su campaña electoral prometiera abordar la crisis de seguridad de la ciudad, adoptando un concepto amplio y profundo de seguridad, es decir, invirtiendo en educación, en empleo y en salud. No parece haber faltado del todo a su promesa, y en su desempeño del cargo Adams está apostando por medidas para abordar la escasez de vivienda, de empleo y de servicios de salud mental. Y, sin embargo, también ha recurrido a aumentar el presupuesto y el control policial, lo que no ha quedado exento de críticas por sus reverberaciones con las polémicas políticas de seguridad a través de medidas de justicia penal adoptadas en los 90.  Políticas para “limpiar” la ciudad y el metro y así impedir lo que ya es una realidad palpable: el hecho de que cada vez sean menos las personas que acuden a ciertas zonas o usan el transporte público y cada vez más las que se refugian en el teletrabajo, mermando así la economía del pequeño comercio nutrida hasta hace bien poco de miles empleados y estudiantes.

Por lo que a mí respecta, no logro resolver los dilemas que las distintas opciones encierran. Por un lado, constato que no es agradable vivir en permanente sensación de alarma, cuando la realidad de la pobreza y la marginalidad visibles se asocian a la posibilidad de riesgo y me cuesta por ello condenar sin más a quienes vi manifestándose en su barrio de Chinatown para evitar que en él se construyera uno de los tres nuevos centros de refugio proyectados para la ciudad por miedo a que aumentara la criminalidad o a que se espantara el flujo de personas y turistas.

Por otro lado, pienso que con demasiada frecuencia las políticas de limpiado de zonas mediante la creación de lugares a los que se traslada y en los que se concentran geográficamente las realidades que no queremos ver sirven para eximirnos de esa llamada de atención e invitación a la toma de conciencia social que de otra forma supone el convivir visiblemente y en interacción diaria con la pobreza, la exclusión social y la marginalidad que genera el sistema de forma estructural. Pero lo que más miedo me da es la posibilidad, ligada al propio instinto de supervivencia, de que nos acabemos acostumbrando y normalizando esa realidad, como si de una parte inevitable del escenario se tratara, y de que por ello, al final, esa realidad sea incapaz de despertar nuestra conciencia moral.

Pasear con los bolsillos llenos de billetes de un dólar y obligarme al contacto visual fue mi táctica de supervivencia moral, mi forma de obligarme a ver, en vez de apartar la mirada, y de atender a quienes buscaban interacción a través de la mendicidad, pero ni aun así logré superar el instinto de esquivar a quienes ya ni eso buscaban y yacían inermes, evadidos, silenciados o enredados en indescifrables monólogos por las esquinas de los bloques de apartamentos y los vagones del metro.

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