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Dos papeletas
Es sabido que en las campañas electorales, mientras reinan las alegrías facilonas de las caravanas repletas de pancartas y gallardetes (y ahora también los zascas y memes del novísimo 2.0), los asuntos de enjundia pasan a una vía muerta. Este tipo de ritual opera como un cambio de aguja para dar paso al tren de las soflamas de vuelo corto. No ha lugar a discursos pedagógicos que se asfixian sin remedio en la estrechez de los 140 caracteres. Mal momento para convencer. Ni siquiera hay sitio para la verdad. Estamos ante un periodo inhábil para cualquier cosa distinta que ir allí donde nos lleven, y contemplar a los hinchas que van animando a sus equipos envueltos en banderas, tratando de componer el mejor decorado para televisiones y redes a golpe de color y decibelios.
Sin embargo, en medio del estrépito, de tanto sonido inarticulado y confuso, para el elector sí es posible percibir con claridad que, al margen de las siglas que concurren en la competición, el partido se va a dirimir entre dos opciones, dos sencillos actos que sentenciarán el resultado final: votar o no votar. Estas son las papeletas. Especialmente para el caso de la izquierda, propensa a enredarse en matices, y refractaria a acudir a las urnas si no se halla espiritosa y de buen ánimo. Según se ha analizado y escrito un centenar de veces, la abstención de 400.000 votantes socialistas en 2018 (los últimos comicios), y otros 300.000 de Podemos e IU propició la carambola de la suma de tres partidos para llevar a Juan Manuel Moreno Bonilla a San Telmo, donde, apuntan los sondeos, se ha hecho fuerte apoyado en un relato eficaz.
El manejo del arquetipo del malvado y el libertador, una narrativa clásica, ha sido la base de la exitosa estrategia. Sobra añadir si se ajusta o no a la realidad, porque lo que importa no es la veracidad sino el gancho
Sostienen los entendidos que la clave de la política actual es precisamente ese, el relato; es decir, disponer de una historia que consiga conectar con el ciudadano y persuadirlo. Las historias mueven las emociones y éstas a las personas, desde el cuento alrededor del fuego en el principio de los tiempos, hasta las más depuradas estrategias de comunicación moderna. Pues bien, el equipo de Moreno ha brillado en esta tarea. Es un hecho: el popular (que obtuvo la peor marca de su partido, a casi 8 puntos del PSOE) ha ganado la batalla del relato, y con esa victoria, reflejada en las encuestas, ha comenzado la campaña. El manejo del arquetipo del malvado y el libertador, una narrativa clásica, ha sido la base de la exitosa estrategia. Sobra añadir si se ajusta o no a la realidad, porque lo que importa no es la veracidad sino el gancho.
La mejor creación dentro de este atinado relato ha sido el personaje Juanma, así, a secas, que ha sabido lucir el sello de moderado pese a ser pionero en gobernar con el apoyo de Vox, pactar presupuestos y agendas con Vox y defender a los ultras a capa y espada. Juanma como eslogan, sin partido y casi sin historia, aunque la tiene: un político profesional que vive de lo público ininterrumpidamente desde la veintena, actor secundario durante décadas, diputado hasta por Cantabria, y atravesado por el extraño caso del currículo menguante en las biografías oficiales del Congreso (pasó de ser licenciado en ADE, en 2000, a tener estudios de ADE en 2004 y a no tener siquiera estudios superiores en 2008). Una anécdota irrelevante, estoy de acuerdo, pero que en otros adversarios ha sido puro escarnio –hace unos días escuché calificar a Juan Espadas de juntero por su desempeño profesional en la Junta–.
La incógnita es qué hará la horquilla de indecisos –por encima del 30%–. Si les dará tiempo a rumiar su opción entre las dos papeletas: votar o no votar
Juanma parte con la aureola de ganador, en estado de gracia, levitando en su pedestal. Habla de sí mismo en tercera persona, se le adjudican consolidaciones que aún no se han producido, y las descripciones de su perfil llegan a ser tan hagiográficas (es educado, dicen, como si sus rivales y antecesores hablaran a golpe de eructos) que le atribuyen milagros de gestión que no encajan en ninguna cifra. Si fuera por él, las elecciones serían mañana mismo. La campaña es una peligrosa travesía de arenas movedizas que pueden engullir el más esmerado guión –vivimos en la era de los imponderables– y suelen tragarse de una tacada toda la secuencia de sondeos, más por factores externos que porque calen los mensajes. No sería la primera vez. La incógnita es qué hará la horquilla de indecisos –por encima del 30%–. Si les dará tiempo a rumiar su opción entre las dos papeletas: votar o no votar.
Es sabido que en las campañas electorales, mientras reinan las alegrías facilonas de las caravanas repletas de pancartas y gallardetes (y ahora también los zascas y memes del novísimo 2.0), los asuntos de enjundia pasan a una vía muerta. Este tipo de ritual opera como un cambio de aguja para dar paso al tren de las soflamas de vuelo corto. No ha lugar a discursos pedagógicos que se asfixian sin remedio en la estrechez de los 140 caracteres. Mal momento para convencer. Ni siquiera hay sitio para la verdad. Estamos ante un periodo inhábil para cualquier cosa distinta que ir allí donde nos lleven, y contemplar a los hinchas que van animando a sus equipos envueltos en banderas, tratando de componer el mejor decorado para televisiones y redes a golpe de color y decibelios.
Sin embargo, en medio del estrépito, de tanto sonido inarticulado y confuso, para el elector sí es posible percibir con claridad que, al margen de las siglas que concurren en la competición, el partido se va a dirimir entre dos opciones, dos sencillos actos que sentenciarán el resultado final: votar o no votar. Estas son las papeletas. Especialmente para el caso de la izquierda, propensa a enredarse en matices, y refractaria a acudir a las urnas si no se halla espiritosa y de buen ánimo. Según se ha analizado y escrito un centenar de veces, la abstención de 400.000 votantes socialistas en 2018 (los últimos comicios), y otros 300.000 de Podemos e IU propició la carambola de la suma de tres partidos para llevar a Juan Manuel Moreno Bonilla a San Telmo, donde, apuntan los sondeos, se ha hecho fuerte apoyado en un relato eficaz.