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OPINIÓN | 'Este año tampoco', por Antón Losada

Peces muertos

20 de marzo de 2024 20:38 h

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Mi amiga me hace una confidencia frente a un café sólo. Suelto la taza para estar más atenta y para que no me tiemble el pulso mientras ella comienza su crónica. Ha conocido a alguien. Está viendo a alguien. Pero hace unos días, en la única mesita de noche de la habitación del hotel que a veces frecuentan, el móvil de él vibró e iluminó parte del dormitorio.

Él alarga el brazo, lo coge, lee, vuelve a soltarlo. Un Cómo sería vivir junto a él se desliza por la grieta que hay entre el quicio y la puerta arañada. Un Cómo sería vivir junto a él que se fija en la piel de mi amiga. Las cuatro paredes son una isla, un bálsamo contra el hastío. El hastío de él se llama veinte años de matrimonio. El de ella diecisiete. Ella sabe que hay algo que ha cambiado en las sombras de aquel dormitorio que nunca fue sombrío. Un Cómo sería vivir junto a ella riza el mar y provoca un oleaje de mar de fondo. La presencia de la posibilidad acechando el remanso que construyen. La respiración de él también parece haber mutado, quizás. Agitada pero ajena al deseo, su cuerpo tenso quizás, la mansedumbre a la vida resuelta en la que ambos se gastan alzándose entre ellos como un espigón.

Quizás. 

Él la mira:

—Dime: ¿En qué momento un pez se transforma en pescado?

—¿Qué clase de pregunta es esa?

—Una. Una pregunta. Venga, dime. 

Ella lo mira a través de la noche, incapaz de interpretar sus facciones. La trenza se le ha deshecho, no sabe si por la fuerte marejada. Ella puede con todo excepto con el desprecio intelectual. Él lo sabe. Ahí se encoge y se hace pequeñita, él lo sabe; ahí la trenza pierde su consistencia, él lo sabe, justo antes de que la estupidez la sodomice. Ella siente que el miedo es libre y, sobre todo, que su miedo, cualquier miedo, siempre es verdad para el que lo alberga: 

—Cuando muerde el anzuelo. 

Se ha tumbado junto a él. Quizás sea ella el señuelo de pesca –se dice–, un suave señuelo de mar hundiéndose en el agua que hará del pez un pescado

Casi es tu deber, piensa ella para sí misma sin soltar una palabra, ser pez. Libre. Permanecer en ese estado, aunque por otro lado, hay un placer inexplicable en dejarse cazar, en coquetear con el instante crucial en el que dejamos de ser lo que somos para mutar en otra cosa. Sobre todo después de diecisiete años. 

—Un pez no deja de ser pez cuando se convierte en pescado. Somos nosotros los que usamos otra palabra para nombrarlo. El pez sigue sintiéndose pez. Moribundo, pero pez al fin y al cabo. O si no, ¿qué ocurre cuando una vez pescado, lo lanzamos de nuevo al mar? 

Me viene a la mente –por mencionar un ejemplo cercano en el tiempo– el episodio del pasado año en Japón, cuando la costa se llenó de peces muertos, sin saber determinar con certeza la causa: la reducción de oxígeno en el agua, la sequía, la floración de algas, la sobrepoblación, el aumento sostenido de la temperatura del agua, las enfermedades infecciosas, los parásitos. El hastío. La infidelidad. 

También hay peces que anticipan la tragedia, como el pez remo, cuyo avistamiento parece asociarse con la audición de terremotos y desastres naturales. 

Se ha tumbado junto a él. Quizás sea ella el señuelo de pesca –se dice–, un suave señuelo de mar hundiéndose en el agua que hará del pez un pescado. Es tu deber ser pez, no es el mío, le dice. El calor es insoportable, a pesar de ser apenas primavera: 

—Era tu mujer, ¿no? 

Eso le dirá él algunos meses después meciéndose en un ir y venir exquisito sobre las ramas de una acacia blanca, con las manos salpicadas de matrimonio y de hipoteca y de acomodo

El cuerpo de él es ahora un pez remo, una criatura de las profundidades de 15 metros de longitud. De movimientos telúricos. Puede haber más infidelidad en ese rumiar Cómo sería mi vida con ella, Cómo sería mi vida con él, que en una hora de un love hotel. Más infidelidad en la nostalgia de lo no perpetrado que en el acto de lanzar una red en forma de cruz sobre el agua. Eso es algo que –creo– ya han entendido los dos. 

Nos acabamos el café, frío. 

Esta noche dormirá tranquila. Siente que la distancia entre ellos es mínima porque no ha sabido leer las señales y en ese placer se abandona, a ese futuro que ella imagina pero que no ocurrirá, lo arrancará de cuajo unas palabras aún no pensadas por él, una lengua doliente, afilada y certera, quién lo iba a decir, ella que siempre temió el silencio más que la palabra y sin embargo. 

Hemos llegado tarde el uno al otro. 

Tarde. El uno al otro. Eso le dirá él algunos meses después meciéndose en un ir y venir exquisito sobre las ramas de una acacia blanca, con las manos salpicadas de matrimonio y de hipoteca y de acomodo. Eso piensa ella. Con la boca llena de peces muertos. Eso piensa él.

Mi amiga me hace una confidencia frente a un café sólo. Suelto la taza para estar más atenta y para que no me tiemble el pulso mientras ella comienza su crónica. Ha conocido a alguien. Está viendo a alguien. Pero hace unos días, en la única mesita de noche de la habitación del hotel que a veces frecuentan, el móvil de él vibró e iluminó parte del dormitorio.

Él alarga el brazo, lo coge, lee, vuelve a soltarlo. Un Cómo sería vivir junto a él se desliza por la grieta que hay entre el quicio y la puerta arañada. Un Cómo sería vivir junto a él que se fija en la piel de mi amiga. Las cuatro paredes son una isla, un bálsamo contra el hastío. El hastío de él se llama veinte años de matrimonio. El de ella diecisiete. Ella sabe que hay algo que ha cambiado en las sombras de aquel dormitorio que nunca fue sombrío. Un Cómo sería vivir junto a ella riza el mar y provoca un oleaje de mar de fondo. La presencia de la posibilidad acechando el remanso que construyen. La respiración de él también parece haber mutado, quizás. Agitada pero ajena al deseo, su cuerpo tenso quizás, la mansedumbre a la vida resuelta en la que ambos se gastan alzándose entre ellos como un espigón.