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Un pueblo pequeño

“Un pueblo pequeño”, ese ha sido una de las expresiones que más se han utilizado a la hora de referirse al lugar donde se ha producido el asesinato de Laura Luelmo, para luego vincularla a la idea de “pueblo tranquilo”, porque El Campillo, efectivamente, es un pueblo pequeño en la provincia de Huelva donde viven tranquilamente sus, aproximadamente, 2000 habitantes.

Esos comentarios trasladan la idea de que ese tipo de hechos no forman parte de la “normalidad” de un pueblo “pequeño y tranquilo”, y que lo ocurrido, por tanto, es algo excepcional y extraño, incluso hay quien se ha referido al asesinato como producto de la “mala suerte” como si hubiera caído un rayo o se hubiera producido un encuentro fortuito entre víctima y asesino, cuando en realidad ha sido un crimen premeditado atendiendo a las circunstancias en que vivía Laura.

Todo ello no es casual, sino que forma parte del argumentario de una cultura que trata de destacar los contextos en los que se produce la violencia contra las mujeres, para así ocultar la presencia estructural del machismo que la caracteriza. Ahora ha sido el “pueblo pequeño, pero cuando no es el tamaño del pueblo se habla del alcohol, de las drogas, de la enfermedad mental o el trastorno psíquico del agresor; o de la situación que envuelve los hechos, desde la recurrida ”fuerte discusión“ al ”arrebato“ o la pérdida de control porque ”se le fue la cabeza o la mano“.

Según el “ X Informe del Observatorio Estatal de Violencia sobre la Mujer”, desde el año 2003 a 2016, el 3’8% de todos los homicidios de mujeres por violencia de género se han llevado a cabo en pueblos de menos de 2000 habitantes. Son pueblos como Campillo, pequeños y tranquilos de puertas para fuera, pero con violencia de género de puertas para adentro, como la hay en Madrid, en Barcelona o en Nueva York. De hecho, según la Asociación de Mujeres y Familias del Ámbito Rural (AMFAR), el 60% de la violencia de género se produce en el ámbito rural, cuando sólo representa el 20% de la población. 

Todo ello indica que esa “tranquilidad demográfica” con frecuencia se vuelve en contra de las mujeres que sufren esta violencia, puesto que el control social y el miedo a las consecuencias de dar a conocer su situación actúan como obstáculos, circunstancia que se une a la ausencia de servicios especializados donde poder ser atendidas, hasta el punto de hacer muy difícil la denuncia o la ruptura de la relación. 

El machismo juega a fragmentar la realidad para presentar sus consecuencias como parte de los contextos inmediatos y de las circunstancias individuales, ocultando el elemento común machista presente en todos los casos. El objetivo es claro, si se crea una imagen estereotipada de la violencia de género y se dice que los agresores son “alcohólicos, drogadictos, o locos”, la conclusión es sencilla, “aquellos hombres que no sean alcohólicos, drogadictos o locos no son maltratadores”. Y si se hace pensar que en los “pueblos pequeños y tranquilos estas cosas no ocurren”, ante una situación intimidatoria, como la que describía Laura respecto a su asesino, se le resta importancia y se minimiza cualquier situación de riesgo. 

Ese es el verdadero poder del machismo, no sólo determinar la realidad para que suceda como tiene previsto, sino darle significado para mantener la normalidad como cómplice de su estructura de poder, y desde ella ocultar la violencia para hacer de esa invisibilidad impunidad, hasta el punto de que, por ejemplo, el 44% de las mujeres que no denuncian dicen no hacerlo porque la violencia que sufren “no es lo suficientemente grave” (Macroencuesta, 2015). La consecuencia es directa, las mujeres viven bajo una situación de violencia y amenaza, tanto en las relaciones de pareja  como en la vida en sociedad, sin que haya conciencia social de esta realidad, circunstancia que genera una vulnerabilidad añadida por la dificultad de responder ante los elementos que aparecen asociados al riesgo.

Romper con esta situación exige erradicar el machismo y su normalidad, pero mientras se logra este objetivo hay que dar instrumentos para evitar que esa normalidad sea el principal cómplice de los asesinos de género. Y si no se pueden eliminar o controlar todos los factores de riesgo objetivo de una violencia con tasas de reincidencia elevadas, como sucede en violencia de género, habrá que identificar a quién genera el riesgo para contribuir a disminuirlo y a mejorar la seguridad de las mujeres.

Como dice el dicho popular, “pueblo chico, infierno grande”… Pero la vida de las mujeres en sociedad no puede ser el infierno que prende cada día el machismo.

“Un pueblo pequeño”, ese ha sido una de las expresiones que más se han utilizado a la hora de referirse al lugar donde se ha producido el asesinato de Laura Luelmo, para luego vincularla a la idea de “pueblo tranquilo”, porque El Campillo, efectivamente, es un pueblo pequeño en la provincia de Huelva donde viven tranquilamente sus, aproximadamente, 2000 habitantes.

Esos comentarios trasladan la idea de que ese tipo de hechos no forman parte de la “normalidad” de un pueblo “pequeño y tranquilo”, y que lo ocurrido, por tanto, es algo excepcional y extraño, incluso hay quien se ha referido al asesinato como producto de la “mala suerte” como si hubiera caído un rayo o se hubiera producido un encuentro fortuito entre víctima y asesino, cuando en realidad ha sido un crimen premeditado atendiendo a las circunstancias en que vivía Laura.