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Sufrir en público
En Network, un mundo implacable, película de hace la friolera de 45 años dirigida por Sidney Lumet, ya está todo contado: un presentador televisivo en horas bajas, a punto de ser despedido por sus malos datos de audiencia y hasta las narices de todo, anuncia que en el próximo programa se va a suicidar en directo, que no puede más. Al día siguiente es el líder indiscutible de la tele. De la noche a la mañana, por el mero hecho de mostrar públicamente su verdad, las masas lo aclaman y entronizan hasta convertir esa misma verdad en la mentira de siempre, mansa, rentable y manipuladora. El capítulo “15 millones de méritos” de Black Mirror (2011), insiste en la misma idea y le añade el eco de las redes sociales. Al individuo que, por desesperación o amor, se rebela contra el Sistema, no lo acallan, le ponen un canal para él solito (observen que las rebeliones que nos cuentan nunca son colectivas, sino de individuos aislados). Moraleja: el sistema mediático es capaz de absorber la verdad, guionizarla y convertirla en un show, hasta dejarla reducida a una falsía la mar de lucrativa. Así se desactiva, como efecto colateral, cualquier atisbo de disidencia real. Esto ya estaba inventado.
Lo que resulta novedoso o, mejor dicho, lo que en la actualidad podemos observar muy de cerca, son los efectos de la tele, la convergencia tecnológica y las redes sociales (todo ello junto) en las personas y en los grupos. Aquí es donde confieso que vivo boquiplática. No porque una se sienta por encima ni al margen de estas cosas –quién no es víctima de la invasión de los ultracuerpos, del bocadito del vampiro- sino porque esto de no salir una de su asombro resulta una potente arma defensiva contra la normalización de lo que no es ni medio normal.
Nadie en su sano juicio hace en la intimidad lo que hacemos en esa misma intimidad si tenemos delante la cámara del móvil. Al menos eso espero
Desde lo más intrascendente a lo importante, nuestra forma de actuar y discurrir ha quedado tocada del ala con la consolidación de las redes sociales. Ya es complicado decidir estar en un lugar de incógnito sin que se nos pueda rastrear (cuando no somos nosotras mismas quienes no podemos resistir chivarnos de dónde y con quién estamos). Ni permanecer un rato con alguien sin salir en un selfi grupal. Ni mucho menos aparecer en ese selfi sin emular gestos sensuales, graciosos o de empoderamiento. Todo esto parece inocuo, como también lo parece grabarse a una misma moviendo los labios mientras suena la voz de Rosalía de fondo, o dar lecciones morales a cámara sentada en el interior de un coche. Pero no lo es. Lo realmente tóxico de la extimidad no es ya la exposición de la intimidad en las redes, sino la sublimación y la falsificación de la misma. Nadie en su sano juicio hace en la intimidad lo que hacemos en esa misma intimidad si tenemos delante la cámara del móvil. Al menos eso espero.
Hasta hace poco, la falsificación de la vida personal para subirla a las redes había corrido casi de forma exclusiva del lado de una felicidad de pegolete: fotos y mensajes para mostrar y demostrar lo guapos, profundas y realizados que nos sentimos. Mediante semejante ficción, dejamos buena parte de la construcción de la propia identidad a merced de la aprobación de nuestra audiencia particular. Así, de paso, es cómo Instagram se convierte en la perfecta máquina de frustrar. Lo (relativamente) novedoso está siendo ahora la exhibición, en algunas ocasiones falsificada o estilizada, de la tristeza y hasta de la depresión.
El caso de la salud mental de Simone Biles, hace unos meses, generó en las redes sociales una especie de #metoo de la ansiedad y la depresión. El suicidio de Verónica Forqué ha vuelto a generar otra ola de confesiones repentinas en torno a crisis personales e intentos autolíticos. Poco o nada tengo que reprochar al respecto, al menos en principio; todo parecen buenas noticias. Yo también creo que hacer visible que somos humanos, complejos, con luces y sombras, llenos de contradicciones, falibles, es algo bueno. El problema viene cuando eso mismo, tan catártico, se convierte en algo egoico, o rentable para una productora, en audiencia, o en más número de seguidores, en identidad forjada desde fuera, vamos: en mentira. Y es aquí donde invito a volver a releer el primer párrafo.
Yo me pregunto, atónita, si alguien que está llorando de veras, sobrecogida por la desazón y la pena, tiene la capacidad de hacerse selfis mientras tanto. La respuesta es un no del tamaño de Chicago
Hace pocos días, una cantante estupenda -su talento no precisa de estas pantomimas- publicaba en sus redes un selfi en primerísimo plano de sí misma a lágrima viva. Monísima. Contaba que había tenido un mal día, que la tristeza, que demasiadas emociones… y pedía a sus fans que no se preocuparan, que no era nada grave. Ya van unos 11.000 comentarios, en su mayoría de apoyo e identificación, y unos 100.000 “me gusta” a dicho post. Quizá haya quienes no vean nada raro en ello. En cambio, yo me pregunto, atónita, si alguien que está llorando de veras, sobrecogida por la desazón y la pena, tiene la capacidad de hacerse selfis mientras tanto. La respuesta es un no del tamaño de Chicago. La hermosura de quien llora tiene la virtud de ser difícilmente retratable, y mucho menos autorretratable. Dicha foto tiene algo de obsceno, no ya por exhibir la verdad, sino por falsificarla.
Durante los días que han seguido al suicidio de la gran Verónica Forqué hemos visto en las redes a personas que manifiestan que el sistema sanitario debe hacer frente de una vez por todas a los problemas de salud mental; a personas que confiesan haber pasado una depresión o haber intentado quitarse la vida; a personas que señalan a Máster Chef y el escarnio en las redes, y a personas que critican que se critique a Máster Chef y al escarnio en las redes. También a personas que pontifican sobre la depresión y a continuación, en una especie de reacción espasmódica contra sí mismas, critican a quienes pontifican sobre la depresión. A personas que en su muro son pura empatía y, en los comentarios a los demás, puro veneno. Y, por último, a personas que han descubierto que las lágrimas son un perfecto complemento a su outfit del día. Ancha es Castilla. Los niveles de compromiso y narcisismo, más que oscilar, brincan. De visibilizar el problema de la salud mental y exigir cambios relevantes en el sistema sanitario y de romper por fin con la ley del silencio en torno al suicidio, a hacer como que lloramos ante el espejo negro no hay una delgada línea, sino un profundo abismo.
En Network, un mundo implacable, película de hace la friolera de 45 años dirigida por Sidney Lumet, ya está todo contado: un presentador televisivo en horas bajas, a punto de ser despedido por sus malos datos de audiencia y hasta las narices de todo, anuncia que en el próximo programa se va a suicidar en directo, que no puede más. Al día siguiente es el líder indiscutible de la tele. De la noche a la mañana, por el mero hecho de mostrar públicamente su verdad, las masas lo aclaman y entronizan hasta convertir esa misma verdad en la mentira de siempre, mansa, rentable y manipuladora. El capítulo “15 millones de méritos” de Black Mirror (2011), insiste en la misma idea y le añade el eco de las redes sociales. Al individuo que, por desesperación o amor, se rebela contra el Sistema, no lo acallan, le ponen un canal para él solito (observen que las rebeliones que nos cuentan nunca son colectivas, sino de individuos aislados). Moraleja: el sistema mediático es capaz de absorber la verdad, guionizarla y convertirla en un show, hasta dejarla reducida a una falsía la mar de lucrativa. Así se desactiva, como efecto colateral, cualquier atisbo de disidencia real. Esto ya estaba inventado.
Lo que resulta novedoso o, mejor dicho, lo que en la actualidad podemos observar muy de cerca, son los efectos de la tele, la convergencia tecnológica y las redes sociales (todo ello junto) en las personas y en los grupos. Aquí es donde confieso que vivo boquiplática. No porque una se sienta por encima ni al margen de estas cosas –quién no es víctima de la invasión de los ultracuerpos, del bocadito del vampiro- sino porque esto de no salir una de su asombro resulta una potente arma defensiva contra la normalización de lo que no es ni medio normal.