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El tiempo de descanso
Escribo desde la playa, en la que paso unos días de vacaciones con mi familia. Desde este lugar y este tiempo detenido, la vida se me comienza a hacer más ligera, menos pesada. Mi cuerpo, que estaba empezando a tomar la forma de mi silla de trabajo, se estira, mi inflamación crónica baja, siento como si mis engranajes volvieran poco a poco a funcionar con normalidad. Camino, me tiro a la bartola, leo, leo, leo. Leo todas las novelas que acumulo durante el año en mi mesita de noche a la espera de un tiempo que nunca llega. Leo por puro placer y no por documentarme para nada. Veo a mi familia, como con gusto los platos que preparan mis padres, y pienso, con terror, que esta sensación, este no dolor, tiene fecha de caducidad, una fecha demasiado cercana.
“¿En qué momento mi vida comenzó a ser accesible solo en vacaciones?”, se pregunta Azahara Alonso en su hermoso libro Gozo, que me ha acompañado en los primeros días de las mías. Y entonces, pienso en que es urgente que esta sociedad se plantee la viabilidad de un modelo económico y social basado en la hiperproductividad que está creando ciudadanos enfermos, ansiosos, deprimidos, sobremedicados, adictos a las benzodiacepinas (España es el país con mayor consumo de benzodiacepinas del mundo) y agotados.
Lo explicó muy bien el filósofo Byung Chul Han en su ensayo La sociedad del cansancio, en el que habla de cómo el cambio de paradigma en el sistema laboral ha convertido al cansancio en una característica dominante de la vida moderna y, sinceramente, creo que el progreso y el crecimiento no pueden pasar por la renuncia a una vida plena, sana y feliz.
Mi adorado William Morris defendió siempre el "derecho a la belleza". Detestaba la realidad industrial de su país y creía que la sociedad futura debía proporcionar una forma de habitar el mundo no alienada, vinculada al gozo y la felicidad
Maldigo mi móvil cada vez que suena, ese sonido infernal que antes, hace muchos años, solía traer saludos y noticias de los amigos y seres queridos, y ahora solo indica problemas o gestiones de trabajo: que llames urgentemente a nosequién, que tienes que mandar tal cosa, que fulanito necesita hablar contigo, que hay que hacer un zoom para hablar del proyecto... y recuerdo los tiempos en los que existían los horarios de trabajo y las vacaciones eran vacaciones de verdad porque no había móviles o porque no nos habíamos acostumbrado a estar hiperconectados e hiperdisponibles y una no tenía que estar constantemente respondiendo emails y whatsapps en los únicos días del año en que puede ver el mar.
Me sumerjo en el agua y me siento ligera, tengo 30 años menos, vuelvo a ser una niña saltando las olas. Me he comprado una hermosa buganvilla en el vivero, cuando había decidido que cuidar mis plantas era una responsabilidad que no podía añadir a toda la carga que llevo durante el año, cuando mi balcón de la ciudad se había convertido en un cementerio de flores muertas. La miro, hermosa, llena de color, y la imagino llevándome un poco de esta sensación de calma y optimismo a mi casa.
“La vida no puede ser trabajar toda la semana e ir el sábado al supermercado. Eso no puede ser. Esa vida no es humana.”, comentó el paleoantropólogo Juan Luis Arsuaga en una entrevista hace unos años. Y también dijo: “Busque lo que es bello en la vida. Hay mucha belleza”. Mi adorado William Morris, considerado por sus compañeros un “socialista sentimental”, defendió siempre el “derecho a la belleza”. Detestaba la realidad industrial de su país y creía que la sociedad futura debía proporcionar una forma de habitar el mundo no alienada, vinculada al gozo y la felicidad.
Paseo a la hora de la puesta de sol, miro la vegetación característica de las dunas, las chumberas repletas de higos, y bandadas de patos volando en forma de uve pasan sobre mi cabeza. Aprovecho para volver a casa caminando descalza por la arena. “Hay que poner a salvo nuestra mente, en cuyo terreno hace la prisa sus verdaderos y más lamentables perjuicios, ya que puede llegar a sustituir al pensamiento”, escribió Carmen Martín Gaite en Recetas contra la prisa.“El descanso, pues, sólo sirve ya como una escapatoria para contrapesar el vértigo”, añadió en este texto. En unos días volveré al vértigo, al de la lista de tareas que nunca llego a completar, al de los domingos por la tarde, al de la agenda repleta y los ojos cansados frente a la pantalla. En unos días mis pies ya no caminarán descalzos. Pero eso será en unos días y no quiero pensar en eso, lo que quiero es cerrar los ojos y escuchar las olas, y abrazar a mis padres sin prisas, y vivir.
Escribo desde la playa, en la que paso unos días de vacaciones con mi familia. Desde este lugar y este tiempo detenido, la vida se me comienza a hacer más ligera, menos pesada. Mi cuerpo, que estaba empezando a tomar la forma de mi silla de trabajo, se estira, mi inflamación crónica baja, siento como si mis engranajes volvieran poco a poco a funcionar con normalidad. Camino, me tiro a la bartola, leo, leo, leo. Leo todas las novelas que acumulo durante el año en mi mesita de noche a la espera de un tiempo que nunca llega. Leo por puro placer y no por documentarme para nada. Veo a mi familia, como con gusto los platos que preparan mis padres, y pienso, con terror, que esta sensación, este no dolor, tiene fecha de caducidad, una fecha demasiado cercana.
“¿En qué momento mi vida comenzó a ser accesible solo en vacaciones?”, se pregunta Azahara Alonso en su hermoso libro Gozo, que me ha acompañado en los primeros días de las mías. Y entonces, pienso en que es urgente que esta sociedad se plantee la viabilidad de un modelo económico y social basado en la hiperproductividad que está creando ciudadanos enfermos, ansiosos, deprimidos, sobremedicados, adictos a las benzodiacepinas (España es el país con mayor consumo de benzodiacepinas del mundo) y agotados.