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La universidad mancillada

El jueves 4 de marzo a las 23.30 h, horas después de que Cristina Cifuentes compareciera en la Asamblea de Madrid y eludiera toda responsabilidad en relación al “mastergate”, yo me encontraba frente al ordenador y con mi correo electrónico abierto, intercambiando comentarios y trabajo con mis colegas.

Cualquier otro día no me habría llamado la atención el hecho de que el 90% de los destinatarios de esos correos, unos veinte colegas, estuvieran también delante del ordenador cerca de la medianoche. Esa es la vida académica, una constante relación incestuosa entre nuestro tiempo de trabajo y nuestro tiempo de vida. A fin de cuentas, nuestro trabajo es vocacional y somos unos privilegiados. Gozamos de una flexibilidad muy apreciada por quienes no la viven y hasta por nosotros mismos, si bien el actual sistema de medición constante de la productividad y la competitividad en un contexto neoliberal nos está abocando a la autoexplotación a quienes tenemos las plazas “en propiedad” y a la explotación a secas a quienes tratan de meter la cabeza en el mundo académico.

Pero el 4 de abril, el hecho de que mis colegas y yo estuviéramos trabajando a las 23.30 h sí me llamó la atención. Porque ese mismo día, la presidenta de la Comunidad de Madrid enseñó a la sociedad española un modelo de universidad hecho a su medida para justificar su mentira, donde según ella, en la universidad es normal matricularse a mitad de curso, no hacer los exámenes, cambiar actas sin garantías y con procedimientos de los que no queda huella administrativa. Pero no es así. En la universidad se imponen numerosos protocolos que garantizan la seguridad jurídica de la comunidad universitaria y otorgan credibilidad a los títulos que allí se expiden.

Y también me preocupó su comparecencia, porque mancillar la universidad de la forma que lo hizo Cristina Cifuentes no es sólo un episodio de cara dura, una anécdota más para salvarse de su propia mentira y de lo que cada vez más huele a puro fraude. Ensuciar la universidad pública, como hizo Cifuentes, sólo puede entenderse por la concurrencia de al menos tres circunstancias o fenómenos que están poniendo en peligro esta institución.

El primero de esos tres fenómenos es el de la politización de las universidades, que se manifiesta por lo menos a dos niveles. Un nivel más obvio y burdo, que es el de la dependencia financiera que tienen las universidades de los Gobiernos autonómicos y que puede permitir tratos de favor a cambio de un trato favorable, sobre todo si el Gobierno es de un partido como el PP tan propenso a patrimonializar las instituciones y los recursos públicos, como hemos visto en los ya muy numerosos casos de corrupción. Por eso, el caso de la señora Cifuentes no es un caso más de mala praxis y corrupción universitaria como han intentado hacernos ver. Ella es la presidenta de la institución de la que dependen la financiación y el funcionamiento de la URJC, ahí es nada.

El otro nivel de politización es más complejo y tiene que ver con el nuevo modelo de sociedad que se está gestando dentro del modelo neoliberal en el que todo se mercantiliza, también la universidad. El conocido como proceso de Bolonia institucionalizó las reglas de juego que diseñan el modelo de universidad que sirve como elemento legitimador del modelo neoliberal donde cada vez se arrincona más la generación de pensamiento crítico.

En este modelo, el prestigio de una universidad y su profesorado se mide al peso, a través de una productividad que se calcula más en función de dónde se publica que de qué se publica. Teniendo en cuenta que los espacios donde se valora más publicar deben estar indexados en bases de datos como JCR o Scopus, todas ellas en manos de empresas privadas que buscan retroalimentar la dependencia que las universidades tienen de ellas y hacer negocio, los trabajos pausados, críticos o incluso, me atrevería a decir, novedosos, quedan en muchos casos fuera de lo “apreciado” en el mundo universitario. Esto hace que, en muchos casos, sólo puedan desarrollar una carrera académica quienes se amoldan a las reglas de juego que sostienen el sistema. Así, la mayor parte de los académicos, en especial aquellos que se han incorporado en los últimos años, están acostumbrados a “obedecer”. Y esto entronca directamente con el segundo aspecto relevante en esta ecuación.

Me refiero a la total y vergonzosa precarización del trabajo universitario, que también puede analizarse en sus distintas capas y niveles. Entre los que tenemos un puesto permanente, y los que también nos da la medianoche trabajando, existe una cierta libertad a la hora de involucrarnos en este sistema que nos obliga a producir sin parar, sin optar necesariamente por los trabajos de mayor calidad. Digo cierta libertad, porque también ocurre que, si no publicamos en las revistas indexadas en las bases de datos que antes mencionaba, no obtenemos el reconocimiento necesario de nuestra productividad por parte de las agencias de calidad, que se han convertido en la medida de todas las cosas. Su reconocimiento es la base para la concesión de proyectos de investigación, el establecimiento del número de horas de clase que tenemos que dar, la calibración de nuestra capacidad para dirigir programas de máster y tesis doctorales o para participar en determinados tribunales o comisiones. Oportunidades que nos pueden permitir crear espacios de resistencia, escuelas críticas en el seno de la universidad donde tengan cabida jóvenes investigadores que se posicionan dentro de corrientes críticas. Se trata sin duda de una buena trampa.

Porque, no nos engañemos, la precariedad disciplina. Y la situación de las personas más jóvenes que intentan hacerse un hueco dentro de la academia es ultraprecaria, tanto como para que una profesora sin plaza fija acceda a falsificar el acta de defensa de un trabajo fin de máster que, según todos los indicios, nunca existió. Podemos pensar que la precariedad que campa a sus anchas en la universidad es igual que la que afecta a la mayor parte de los sectores. Pero, como muy bien explica Remedios Zafra en su libro El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital, las y los investigadores comparten con los creadores culturales el motor y, a la vez, la trampa del entusiasmo. Ese carácter vocacional que no sólo les lleva a aceptar trabajos mal pagados y hasta gratuitos, sino a pelearse por ellos con sus pares, garantizando así el autodisciplinamiento de la competitividad, y a considerarlos un peaje necesario para lo que algún día llegará. Esa mano de obra muy bien formada, mal retribuida o gratuita, tan competitiva como entusiasta, es el sustrato legitimador ideal de un sistema mercantilista y, al mismo tiempo, mera carne de cañón para ser utilizada en episodios tan siniestros como el del máster presuntamente espurio de Cifuentes.

Por último, deberíamos tomar en consideración el desprestigio generalizado de la universidad. No se trata de un fenómeno casual, sino de una pieza más de la transformación que está sufriendo el mundo en esta etapa neoliberal en la que todo se privatiza y mercantiliza. La degradación buscada de la universidad lo es de uno de los pocos ámbitos que aún queda parcialmente fuera de control del capital. Desde EE.UU empieza a llegarnos el eco de un movimiento muy potente que desprestigia el saber y el hacer de las universidades. ¿Para qué ir a la universidad si hay cursos online gratuitos, o no tanto, y tutoriales de youtube que nos enseñan más de lo que puede hacerlo el ensimismado profesorado universitario? ¿Para qué ir a la universidad si lo que importa en este mundo, es decir, obtener dinero y fama, nos lo transmiten cada día los programas televisivos de éxito, y para ello no hace falta pasar por las aulas? Si acaso, se compra un título, pero el conocimiento que allí se transmite, no aporta nada.

¿Para qué quiero yo ese máster, decía Cristina Cifuentes, si yo no lo necesito? No necesita esos conocimientos, se entiende, porque dispone del apoyo de su partido como ha quedado claro en la Convención del PP en Sevilla, y del de los votantes. Le faltó decir que también cuenta con el aval de un partido, Ciudadanos, cuyo objetivo inicial era, teóricamente, regenerar la política española y que, sin embargo, prefiere la corrupción y la mentira a la posibilidad de que Podemos acceda al más mínimo resorte de poder. Y que propone una comisión de investigación –que, por supuesto, el PP ha aceptado– y encarga la elaboración de unas cuantas encuestas para decidir su postura, en vez de sumarse a la moción de censura de “la dignidad” impulsada por el PSOE.

Pues para no querer el máster, señora presidenta, ha llegado usted muy lejos. Dimita y asuma su responsabilidad en este fraude y en su mentira. Ni usted, ni su partido, ni el partido que la sostiene pueden convertir la universidad en el cortijo de los poderosos, como si todo fuera negocio y quien manda, hace y deshace. La universidad es una institución y la autonomía universitaria un principio que deben ser preservados. Es cierto que la universidad ha sido y es todavía una institución legitimadora del poder, pero también ha servido y sobre todo debe seguir sirviendo como espacio de contrapoder y generador de pensamiento crítico. No dejemos que mancillen una de las pocas instituciones que todavía se escapa, aunque solo parcialmente, a la mercantilización extrema de nuestra sociedad. Señora presidenta, dimita, los títulos de la universidad pública no se compran…aún.

El jueves 4 de marzo a las 23.30 h, horas después de que Cristina Cifuentes compareciera en la Asamblea de Madrid y eludiera toda responsabilidad en relación al “mastergate”, yo me encontraba frente al ordenador y con mi correo electrónico abierto, intercambiando comentarios y trabajo con mis colegas.

Cualquier otro día no me habría llamado la atención el hecho de que el 90% de los destinatarios de esos correos, unos veinte colegas, estuvieran también delante del ordenador cerca de la medianoche. Esa es la vida académica, una constante relación incestuosa entre nuestro tiempo de trabajo y nuestro tiempo de vida. A fin de cuentas, nuestro trabajo es vocacional y somos unos privilegiados. Gozamos de una flexibilidad muy apreciada por quienes no la viven y hasta por nosotros mismos, si bien el actual sistema de medición constante de la productividad y la competitividad en un contexto neoliberal nos está abocando a la autoexplotación a quienes tenemos las plazas “en propiedad” y a la explotación a secas a quienes tratan de meter la cabeza en el mundo académico.