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Que la vida iba en serio
Que la vida iba en serio -ay, Jaime Gil de Biedma- una lo empieza a comprender más tarde. Incluso hay quienes que, cuando se enteraron de qué va esto, sintieron que ya no les queda demasiado tiempo. El trascurso de la existencia de vez en cuando nos aviva el seso y despierta con grandes alegrías y mayores contrariedades, que hacen que nos reconciliemos (cito ahora un verso de González Tuñón) con la vida pequeña y su muerte, también pequeña. Alegrías y penas que nos organizan, de una sola caricia o de un manotazo duro, las prioridades. Que nos ayudan a crecer incluso a contrapelo o, al menos, a no estancarnos. También están quienes no se quieren enterar, así los aspen, de que la vida va de veras: curiosamente, éstos suelen parecer a simple vista los listos, los equilibrados, los vivaces, los perfectos, los más ejemplares, los triunfadores de la feria.
Ha dicho la primera ministra de Nueva Zelanda, Jacinda Ardern, que ahí os quedáis. Que está reventada y que así no está dispuesta a seguir, ni por el país ni, por supuesto, por ella misma y su familia. Lo ha dicho con gratitud, honestidad, un tono de voz emocionado y una sonrisa limpia. Destaca lo que se lleva (amor, empatía y amabilidad) y lo que ha aprendido a dar por el camino (mayor amor y afecto). La falta de energía y el desfondamiento lo deja colgado junto al traje. Y tiene claro que “haga lo que haga, intentaré encontrar la manera de seguir trabajando para Nueva Zelanda”. Porque se puede seguir siendo útil para el mundo cogiendo tagarninas en el campo, abriendo una regola, limpiando pescado o escribiendo versos, o lo que sea que no sea sentir que una lo está haciendo mal consigo misma. Si algo va en nuestro perjuicio, no puede ser bueno para nadie.
Por dimitir, la primera ministra de Nueva Zelanda no es menos válida ni menos valiente. Todo lo contrario. La visibilidad de su ejemplo es oro molido
Con esto no quiero marcar un camino correcto (el de pirarse de los proyectos en los que se cree), sino discutir el único que a menudo nos venden por válido, que es el de luchar, competir, aguantar, apretar, poder con todo, asumir más y más, descuidar el resto de ámbitos personales, seguir en pie, sobreponernos y triunfar, trepando o perdiendo los escrúpulos en ello si hace falta. ¡Y no me llores! Hay una narrativa dominante e implacable de lo que significa triunfar en la vida. Y, sobre todo, hay una cultura del “no te rindas” la mar de darwinista, que parte en mil astillas los ámbitos emocional y mental de no pocas personas. La idea del éxito resulta poco versátil y muy sesgada para lo variada que es la épica cotidiana.
Tampoco digo con esto que cualquiera que sea honesto deba seguir su ejemplo de irse, sino su ejemplo de sentir qué hacer, y actuar en consecuencia. Por lo que nos cuentan los medios, Ardern parece haber aprovechado su posición política para hacer mejor la vida de sus compatriotas, que es para eso –y no para otras vainas- para lo que se supone que la ciudadanía vota dentro (o bota fuera) a sus representantes. Si todas las políticas y políticos ostentaran su cargo sin olvidar ni un momento la razón por la que están ahí, otro gallo nos cantara. De las palabras de Ardern se infiere que ella era consciente de por qué y para qué estaba donde estaba. Lo mismo que es consciente de por qué y para qué se va. Saber irse importa tanto como saber llegar. Por dimitir, la primera ministra de Nueva Zelanda no es menos válida ni menos valiente. Todo lo contrario. La visibilidad de su ejemplo es oro molido. Quien interpreta su salida como una derrota es que va tarde en empezar a comprender que la vida va en serio.
Si quienes tienen el poder carecen de sosiego, de horas de sueño y de trabajo de mesa, de templanza; si se encuentran movidos desde fuera por el miedo a perder popularidad, ¿cómo pueden hacer el bien o, al menos, no fastidiarnos demasiado?
Da que pensar que las maneras, la presión y la agenda de la actividad política acabe reventando –cuando no envileciendo o cegando, en los peores casos- a quienes la ejercen al más alto nivel. Es frecuente encontrar artículos e informes que relacionan de forma directa a las cúpulas políticas con la psicopatía, y a fe mía que algunas políticas y políticos lo son, psicópatas desorejadas capaces de inmolar a su abuela (o peor aún, a la mía) en su escalada. Pero también conocemos políticas y políticos honestos de los que pensamos “No sé cómo aguantan esa vida”. Si quienes tienen el poder carecen de sosiego, de horas de sueño y de trabajo de mesa, de templanza; si se encuentran movidos desde fuera de sí mismos por el tracking, el titular del día siguiente, el lobby feroz o el miedo a perder popularidad, ¿cómo pueden hacer el bien o, al menos, no fastidiarnos demasiado? Que no hubiera nadie al volante resultaría mejor que cualquiera que tener en el poder a alguien sea movido desde fuera de sí mismo, por los intereses de los aún más poderosos, como un pelele. Vista desde aquí, Ardern parecía consciente y harta de luchar contra las dinámicas que invitan a perder la referencia y la medida de las cosas.
No puedo dejar de lanzar una mirada feminista a esta mujer que se va. Se larga de una política que está muy lejos de encontrarse feminizada. Feminizar la política es mucho más que lograr que salga más de una mujer en la foto; feminizar la política apela a otra manera de organizar las prioridades y de hacer las cosas. Feminizar una sociedad, pongo por caso, es dar soporte a los trabajos reproductivos tanto o más que a los productivos. Feminizar el mundo lo compensaría de tanto ardor guerrero, vigor competitivo, ritmo frenético. Y permitiría seguir desarrollando con gusto y sentido su talento político a quienes, como Jacinda Ardern, sospechan que la vida va en serio.
A esto hay que añadir que la edad de las mujeres, sea cual sea, es el eufemismo con el que la mentalidad machista nos desacredita. Para el patriarcado, las mujeres nunca tenemos la edad correcta. Siempre seremos demasiado jóvenes para gobernar, dirigir, escribir o, si no, demasiado viejas como para ser mujeres. Ardern ha vivido esa forma de machismo tangado al que nunca le gusta nuestra edad.
“I have no plans”, ha declarado Ardern, y la frase me ha sabido a la voz de pana de Nina Simone. Beatus ille.
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