Si entendemos la salud como un fenómeno amplio, no es difícil encontrar la contradicción intrínseca al título de este artículo. ¿Es posible tener salud cuando estás en un régimen privativo de libertad, lejos de tus seres queridos y en un ambiente de supervivencia?
Desde el esquema de los determinantes sociales de la salud, la cárcel actuaría como un determinante estructural más que se relaciona con los diferentes ejes de desigualdad (clase social, género, raza…) y da lugar a unos recursos materiales particulares que, a su vez, interaccionan con las personas y los servicios de sanidad penitenciaria dando lugar a las denominadas desigualdades en salud. El objetivo de este artículo es entender cómo opera la cárcel en la salud de las personas desde esta perspectiva.
La estructura
Mucho se ha escrito sobre el tránsito que estamos realizando como sociedad hacia escenarios cada vez más punitivos y securitarios: desde la reforma del Código Penal de 2015, pasando por la Ley Mordaza, la Prisión Permanente Revisable o la reciente sentencia del procés. El resultado: España, a pesar del descenso en los últimos años de su tasa de encarcelamiento, sigue manteniendo una de las más altas de toda la Unión Europea (126 personas presas/100.000 habitantes) al mismo tiempo que tiene la tercera tasa de criminalidad más baja de todos los Estados miembros de la Unión (45,6 delitos/1.000 habitantes). Sin embargo, la cárcel no afecta igual a toda la población; la cifra de mujeres gitanas presas es casi veinte veces mayor que su presencia en la sociedad y algo similar ocurre con la población migrante, con una tasa de encarcelamiento de 395/100.000 en 2010. Además, cabe destacar las nuevas formas de criminalización a través de Centros de Internamiento de Extranjeros (CIE), Centros de Atención Temporal de Extranjeros (CATE), centros de menores y deportaciones en caliente que, en muchas ocasiones, no son concebidos como espacios penales aunque cumplen una función punitiva cada vez más importante.
Lo intermedio
Sobre las condiciones de vida dentro de prisión son numerosas las vulneraciones de derechos que han sido denunciadas por las personas presas y sus familiares. Sólo por poner algunos ejemplos, en plena ola de frío de 2018 la APDHA denunció la ausencia de calefacción en las dependencias de las personas presas de la prisión de Córdoba. En cuanto al empleo, el trabajo en prisión llevado a cabo por el 40% de la población penitenciaria no llega en muchos casos a 50 céntimos/hora, con horas extra no reflejadas en la nómina, ausencia de sindicatos que los defiendan, vacaciones inexistentes y sustitución del subsidio de excarcelación por la prestación de desempleo con una cuantía cuatro veces menor.
Además, el trabajo doméstico llevado a cabo dentro de prisión muchas veces se asigna a las mujeres como “parte de su proceso de reinserción”; han llegado quejas denunciando la obligación de limpiar de forma gratuita todos los departamentos (incluidos los masculinos) y el castigo de aislamiento ante la negativa de algunas mujeres a hacerlo. Respecto a la situación periférica y alejada de los núcleos urbanos que ocupan las prisiones, cabe destacar la inversión de tiempo y esfuerzo por parte de las familias para acceder a lugares mal comunicados en transporte público así como la facilidad de aislar las protestas y vulneraciones de derechos que ocurren entre sus muros. Sobre la situación económica, la entrada en prisión conlleva una disminución de los ingresos del hogar, además de afectar a la familia (incluida la descendencia que pierde la figura de un padre/madre) y la comunidad que queda fuera, ahondando en los círculos de exclusión, pobreza, consumo de drogas y mayor encarcelamiento.
Sobre los factores que afectan a la persona, la cárcel no está adaptada a la población penitenciaria sorda y sordociega: reciben castigos por no comprender instrucciones o no acudir al recuento, quedan excluidas a la hora de comunicar sus necesidades, formular peticiones, transmitir posibles abusos… Tampoco lo está para las personas con diagnóstico de Trastorno Mental Grave, cuestión denunciada por el Comité para la Prevención de la Tortura; estas deben ser alojadas en un centro de atención sanitaria especializado adecuado a sus necesidades.
Para terminar, sobre cómo el sistema sanitario se relaciona con los espacios privativos de libertad, cabe hacer una mención especial a la atención sanitaria en la frontera Sur, CIE y CATE, provista por ONG, personal voluntario o contratado directamente por el Ministerio de Interior, en lugar de los servicios públicos de salud. Son numerosas las denuncias por vulneraciones de derechos, ausencia de tramitación de partes de lesiones infligidas por el personal de seguridad y las defunciones (o asesinatos, que canta Nacho Vegas) producidas en su interior.
En la cárcel, la situación de la la sanidad en prisión es crítica: plazas de Atención Primaria Penitenciaria no cubiertas, competencias en sanidad dependientes del Ministerio de Interior (no transferidas a las comunidades autónomas, tal y como se estipuló hace más de 15 años en la Ley 16/2003), dificultades para acceder a los servicios médicos, registros de lesiones incompletos, pérdida de citas en el hospital, contenciones mecánicas prolongadas y sin supervisión o aislamientos prolongados autorizados por el personal médico son sólo algunos de los problemas más inmediatos.
Las desigualdades
El resultado en la salud de las personas presas muestra una clara desigualdad respecto a la población general: mayor prevalencia de enfermedades infecciosas como el VIH, la hepatitis C y la tuberculosis, dificultades en el acceso al tratamiento, peor control de enfermedades crónicas, falta de atención apropiada a los problemas de salud mental que el propio encierro y las condiciones de vida dentro de prisión facilitan, personas presas con enfermedades terminales sin atención médica apropiada y privadas de libertad, consumo de drogas y muertes por sobredosis, aumento de los suicidios…
En este sentido podemos afirmar que la cárcel mata y enferma, con una relación directa entre el tiempo de duración de la condena y la probabilidad de enfermar y morir una vez cumplida esta, hasta tal punto que en Estados Unidos ha sido declarada problema de Salud Pública por su relación con las muertes por sobredosis y la disminución en la esperanza de vida que conlleva: dos años menos por cada año pasado en prisión.
Se trata pues de una doble condena; tiempo privado de libertad y tiempo restado de vida.
Maribel Valiente González, área de cárceles de APDHA