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Adiós, Franco

Óscar Rodríguez Barreira

Profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Almería —
20 de noviembre de 2024 09:21 h

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Tal día como un 4 de noviembre de 1975 una viuda octogenaria -llamémosle, por imperativo legal, doña G- deshacía el nudo de la preocupación que la embargaba y se decidía a escribir a su “bienhechor”, al mismísimo Generalísimo Franco. Las noticias sobre la mala salud del Caudillo corrían como la pólvora y esta humilde viuda, imposibilitada desde hacía diecisiete años, no podía pasar sin escribir unas letras de agradecimiento por “todo el bien que ha hecho a España: que Dios y la Santísima Virgen se lo paguen”. G era una andaluza de Jaén, aunque gallega de adopción, y enviaba sus letras con intención de acompañar y consolar. Explicaba que estaba rezando todo lo que podía “para que el Señor le alargue la vida y la Santísima Virgen lo consuele”. Finalmente, nuestra anciana pía quería hacer llegar al Caudillo su gratitud por la limosna que le envió “para arreglar la casa”, un reconocimiento que G prometía infinito: “Quedo eternamente grata aún más allá de la eternidad”. El tiempo nos permite saber que los rezos de doña G no obtuvieron resultados, al menos terrenales. Sin embargo, a falta de un año para el 50 aniversario de la muerte del dictador, algunos se preguntan: ¿Hasta qué punto la sombra del Generalísimo está entre nosotros? ¿Hemos roto los lazos con el Caudillo? O, al igual que doña G, ¿España quedó unida a Franco in perpetuum?

Esas fueron, entre muchas otras, algunas de las preguntas que, recientemente, una periodista me hizo con la excusa del cincuentenario del óbito del dictador. El auge de la ultraderecha en América y Europa y la propia aceptación, en la esfera pública española, de discursos complacientes con -o exaltadores de- la dictadura alarma a muchos y provoca que se establezca una relación causa-efecto. Y esa puede ser la tentación de unas autoridades políticas que, me consta, están ya preparando alguna que otra comisión, también algún que otro proyecto y, probablemente, algún que otro congreso o seminario.

A riesgo de meterme donde no me llaman, he de decir que sería una pena, una verdadera lástima, que el cincuentenario no se dedicara a debatir y divulgar sobre la figura de Franco y su régimen. Muchos tenemos el temor de que mediáticamente el aniversario se aproveche para una nueva exaltación de la Transición y del rey emérito. Ahora bien, un foro público y de divulgación sobre la dictadura ha de huir, como de la peste, de la confrontación pública y de la tentación partidista. Si algo nos ha enseñado la querella pública sobre la Memoria Histórica y Democrática es que ni el conocimiento científico ni el descubrimiento de auténticas atrocidades son capaces de deshacer los discursos y prejuicios asentados en los relatos familiares, en los de algunos medios de comunicación y en los de algunos trolls de la historia. También tiene dificultades para seducir al desconocimiento, a la simple y pura ignorancia. Convendría que los profesionales huyamos del barro y, sencillamente, apostáramos por explicar los debates historiográficos que nos han entretenido en los últimos 40 años. Mal que bien, la historiografía del franquismo cuenta ya con cuatro generaciones de historiadores e historiadoras y cada una de éstas está atravesada por redes de conocimiento y escisiones teóricas y metodológicas. Todas ellas han hecho su aportación.

¿Hasta qué punto la sombra del Generalísimo está entre nosotros? ¿Hemos roto los lazos con el Caudillo? O, al igual que doña G, ¿España quedó unida a Franco in perpetuum?

Que exista debate científico sobre diferentes aspectos, políticas o fenómenos sociales no implica que la consideración sobre la dictadura esté bajo cuestión. A los y las especialistas nos suele llamar la atención lo enconado y cerril del debate público y mediático frente a la consideración casi unánime de la dictadura entre nosotros. Una cosa es que existan diferentes interpretaciones sobre la ‘naturaleza’ del franquismo, o que haya un debate sobre el rol del caciquismo a nivel local, o que paulatinamente ganen terreno las aproximaciones de sexo-género, o la perspectiva transnacional-global en nuestros relatos; pero todo ello no es óbice para saber ubicar claramente el papel de la dictadura en la edad contemporánea española y en el siglo XX europeo u occidental. Nos toca, pues, hacer pedagogía.

Por las mismas fechas en que doña G tomaba su pluma, un niño de diez años, minisoldado y con carnet de infantería, hacía lo propio y pedía una foto a Franco con su autógrafo. Además, quería decirle que “todos los días rezo para que se mejore” y que le quería mucho. Muy probablemente, ese niño cumpla el año que viene 60 años. Si sigue vivo habrá desarrollado más de tres cuartos de su vida en democracia. Puede que la experiencia le haya convertido en demócrata o puede que siga convencido de las virtudes del dictador o, incluso, puede que no crea incompatible creer en ambas cosas a la vez. Les propongo que el reto de este cincuentenario sea persuadir a ese hombre a aprender sobre el político al que admiró y sobre el régimen en que nació. ¿Seremos capaces?

Tal día como un 4 de noviembre de 1975 una viuda octogenaria -llamémosle, por imperativo legal, doña G- deshacía el nudo de la preocupación que la embargaba y se decidía a escribir a su “bienhechor”, al mismísimo Generalísimo Franco. Las noticias sobre la mala salud del Caudillo corrían como la pólvora y esta humilde viuda, imposibilitada desde hacía diecisiete años, no podía pasar sin escribir unas letras de agradecimiento por “todo el bien que ha hecho a España: que Dios y la Santísima Virgen se lo paguen”. G era una andaluza de Jaén, aunque gallega de adopción, y enviaba sus letras con intención de acompañar y consolar. Explicaba que estaba rezando todo lo que podía “para que el Señor le alargue la vida y la Santísima Virgen lo consuele”. Finalmente, nuestra anciana pía quería hacer llegar al Caudillo su gratitud por la limosna que le envió “para arreglar la casa”, un reconocimiento que G prometía infinito: “Quedo eternamente grata aún más allá de la eternidad”. El tiempo nos permite saber que los rezos de doña G no obtuvieron resultados, al menos terrenales. Sin embargo, a falta de un año para el 50 aniversario de la muerte del dictador, algunos se preguntan: ¿Hasta qué punto la sombra del Generalísimo está entre nosotros? ¿Hemos roto los lazos con el Caudillo? O, al igual que doña G, ¿España quedó unida a Franco in perpetuum?

Esas fueron, entre muchas otras, algunas de las preguntas que, recientemente, una periodista me hizo con la excusa del cincuentenario del óbito del dictador. El auge de la ultraderecha en América y Europa y la propia aceptación, en la esfera pública española, de discursos complacientes con -o exaltadores de- la dictadura alarma a muchos y provoca que se establezca una relación causa-efecto. Y esa puede ser la tentación de unas autoridades políticas que, me consta, están ya preparando alguna que otra comisión, también algún que otro proyecto y, probablemente, algún que otro congreso o seminario.