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Una sentencia dura pero necesaria
La justicia es lenta a veces, pero al final te pilla siempre. Diez años hemos tardado en tener una sentencia en el caso de los ERE, pero por fin la tenemos. A primera vista se trata de una decisión judicial bien razonada en la que los magistrados de la Audiencia Provincial de Sevilla han demostrado sobradamente su profesionalidad. Al contrario de lo sucedido con casos recientes en el Tribunal Supremo, los jueces sevillanos han conseguido que los acusados sean los primeros en conocer su decisión, evitando hasta el último minuto cualquier filtración sobre la misma. También aplazaron el fallo hasta el momento posterior a las elecciones generales, evitando así cualquier sospecha de querer influir directamente en política con ella.
La sentencia viene a acoger las tesis de la fiscalía y las de la instrucción de la jueza Alaya. Ésta sale reforzada después de una instrucción polémica: si es cierto que el uso de los tiempos por parte de la instructora pareció tener a menudo motivaciones políticas, también lo es que el grueso de su teoría y las pruebas e indicios recogidos han sido validados por la Audiencia.
El tema de fondo de esta pieza es la existencia de un mecanismo de transferencias financieras que permitía repartir fondos públicos de la administración andaluza esquivando los sistemas habituales de fiscalización. Es decir, que el Gobierno de la Junta creó y mantuvo diversos instrumentos y prácticas que permitían distribuir sin control grandes cantidades de dinero destinadas originalmente a ayudas al empleo. El sistema se mantuvo durante años a pesar de las sucesivas advertencias de los órganos internos de fiscalización.
Un primer grupo de políticos como el presidente de la Junta de Andalucía Manuel Chaves o los consejeros Gaspar Zarrías y Magdalena Álvarez han sido condenados exclusivamente a una pena de inhabilitación por prevaricación; esto es, por aprobar las normas y decisiones que permitían a este sistema funcionar a sabiendas de que no eran legales.
Otro grupo, como es notablemente el caso de José Antonio Griñán, son condenados a penas de prisión por malversación, que consiste en el uso indebido de fondos públicos causando un daño al patrimonio común. No se trata de que se hayan enriquecido personalmente, sino de que han actuado positivamente y a sabiendas para instaurar un sistema que permitía la distribución arbitraria de grandes cantidades de dinero público. En su caso se considera demostrado que eran plenamente conscientes de que algunos de los fondos de empleo iban a ser destinados a fines ilícitos.
Las penas son especialmente duras para quienes, aunque no se enriquecieron personalmente, actuaron positivamente para esquivar cualquier control sobre el uso del dinero. Griñán ha sido condenado a seis años de cárcel, no por quedarse con dinero sino por dejar que otros lo hicieran. Se impidió que la intervención general pudiera controlar a quién se iba a dar ayudas y, en muchos de los casos, los abonos no tenían reflejo alguno en la contabilidad de la Junta de Andalucía. Así, deliberadamente, se instauró un sistema por el que el director general de empleo podía distribuir los fondos a su antojo. Tenía que ser para prejubilar a trabajadores reconvertidos, pero se usó también para fomentar relaciones y devolver favores.
La mayor pega de la sentencia
Técnicamente, la mayor pega de la sentencia está en atribuir una conducta delictiva a quien confeccionaba el proyecto de ley de presupuestos e introducía en el mismo partidas que sabía que podían ser desviadas de su finalidad legítima o que, al menos, no podían ser controladas. Aunque es cierto que el Gobierno que elabora el proyecto de presupuestos tiene más información del detalle que el Parlamento, la responsabilidad final de su aprobación es de cada uno de los diputados que vota favorablemente tras haber tenido la posibilidad de examinar las distintas partidas. El Supremo, tras un recurso de casación anunciado, tendrá que decir si es o no un criterio razonable. De un modo u otro, lo que resulta innegable es que quienes elaboraron esos presupuestos lo hicieron con la intención de que el uso de las partidas presupuestarias en cuestión no pudiera ser controlado por nadie.
Esto solo fue posible en el contexto de tres décadas de poder continuado del partido socialista en la Junta de Andalucía. La decisión judicial no hace sino ratificar algo que era una percepción pública muy extendida en aquellos años: que llegó un momento en el que los gobernantes socialistas confundían lo público y lo privado. Se sentían lo bastante impunes como para utilizar discrecionalmente millones de euros públicos compensando a amigos y partidarios más allá de cualquier base o control legal. Como si el dinero fuera suyo.
Seguramente, lo más grave de la sentencia no son las cantidades de dinero que se demostrará finalmente que se usaron de manera ilegítima, sino esta sensación de impunidad que denota incluso en los más altos responsables políticos de la Comunidad Autónoma. No es que Chaves o Griñán se hayan quedado con dinero público, sino que -aun siendo conscientes de que altos cargos iban a distribuir fondos a quien no debía recibirlos- miraron para otro lado o incluso colaboraron en diseñar un sistema para que no los pillaran.
No ha habido, como en otros casos de corrupción, desvío de dinero para financiar directamente campañas electorales o gastos del partido. Mucho menos, apropiación personal de fondos. Pero sí una confusión inaceptable entre lo público y lo partidista que hemos pagado entre todos. El Gobierno socialista andaluz, en un entorno en el que había creado inmensas redes clientelares, se atribuyó la facultad de repartir graciosamente enormes cantidades a conocidos y a gente del partido. Y lo hizo seguro de que nadie los iba a perseguir.
Afortunadamente parece que en eso se equivocaron. La sentencia recuerda que el Estado de Derecho no es propiedad de ningún partido y traza un retrato duro de los días en que bastaba ser del PSOE para disponer alegremente de dinero público. No se equivoca, pues, quien califica esos años de “régimen” socialista. El daño que estas conductas causaron al autogobierno andaluz no ha sido medido. La sentencia, además de mandar a la cárcel o inhabilitar a los que consintieron y organizaron ese sistema, causará sin duda un daño merecido a la reputación del partido socialista de Andalucía.
En ese sentido dificulta enormemente una nueva candidatura de Susana Díaz, producto y copartícipe de esa manera patrimonial de entender Andalucía. Esperemos que sirva también de aviso para que ningún gobernante andaluz, de ningún partido, vuelva a sentir que esta tierra le pertenece.
La justicia es lenta a veces, pero al final te pilla siempre. Diez años hemos tardado en tener una sentencia en el caso de los ERE, pero por fin la tenemos. A primera vista se trata de una decisión judicial bien razonada en la que los magistrados de la Audiencia Provincial de Sevilla han demostrado sobradamente su profesionalidad. Al contrario de lo sucedido con casos recientes en el Tribunal Supremo, los jueces sevillanos han conseguido que los acusados sean los primeros en conocer su decisión, evitando hasta el último minuto cualquier filtración sobre la misma. También aplazaron el fallo hasta el momento posterior a las elecciones generales, evitando así cualquier sospecha de querer influir directamente en política con ella.
La sentencia viene a acoger las tesis de la fiscalía y las de la instrucción de la jueza Alaya. Ésta sale reforzada después de una instrucción polémica: si es cierto que el uso de los tiempos por parte de la instructora pareció tener a menudo motivaciones políticas, también lo es que el grueso de su teoría y las pruebas e indicios recogidos han sido validados por la Audiencia.