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La Desbandá y la mentira

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A la madre de mi amigo la llevaban en brazos porque tenía poco más de un año, pero sus hermanos Antonio y Manuel, de tres y seis años, no conservaban malos recuerdos de ese día. Era como una romería, con mucha gente por caminos de la sierra y por la carretera; cuando oían aviones se escondían en los cañaverales. El mar se veía a la derecha, al fondo del precipicio, y en él había unos barcos negros muy grandes de los que salían unos destellos de luz mientras sonaba un ruido como de petardos, pero mucho más fuerte. Al principio, entre tanta gente, aviones y barcos, los tíos de mi amigo no se lo pasaron mal, pero luego se cansaron y no se podían parar a descansar; además, casi no había comida ni agua. Los niños lloraban, mucha gente llevaba trapos manchados de sangre, sobre todo en los pies, y algunos se quedaban en las cunetas como si estuvieran dormidos. Después de un tiempo, que a los tíos de mi amigo se les hizo eterno, llegaron al pueblo donde estaba la casa de su tío.

La familia de la madre de mi amigo tuvo suerte, “solo” recorrieron los 100 kilómetros que separan La Herradura, el pueblo donde vivían ellos, de Adra, donde en la casa de su tío pudieron descansar y comer. No obstante, la mayor parte de los que huyeron de Málaga el 8 de febrero de 1937 tuvieron que llegar hasta Almería. Fue la huida a la desesperada de una población aterrorizada ante la inminencia de la entrada de las tropas golpistas, cuyo comportamiento había descrito el general Queipo de Llano,  en los discursos que retransmitía desde Sevilla[1]. Huyendo de una situación que intuían catastrófica, muchas familias malagueñas con ancianos y niños, recorrieron a pie, en pleno invierno, más de 200 kilómetros mientras eran bombardeados desde el aire por la aviación golpista y desde el mar por los buques Canarias, Baleares y Almirante Cervera de los sublevados.

Cuando acabó la guerra, la familia de la madre de mi amigo no pudo volver a su casa en La Herradura porque la había ocupado otra familia. Los padres tampoco recuperaron su trabajo como maestros, porque habían sido depurados. Un día, el padre desapareció y la madre se echaba a llorar si le preguntaban por él. Luego se fueron a otro pueblo donde su madre pudo volver a dar clases y allí, llegó un hombre muy flaco y muy triste al cabo de unos años que le dijo a la madre de mi amigo que era su padre. Al poco se puso malo y se murió cuando la madre de mi amigo era una chiquilla de doce años.[2]

Según Norman Bethune, médico canadiense de las brigadas internacionales que usó su ambulancia para transportar a tantas familias como pudo en esos cinco fatídicos días, huyeron de Málaga unas 40.000 personas y murieron en el trayecto más de 3.000. Otros autores elevan la cifra por encima de los 150.000 y los 8.000, respectivamente. Fue un suceso tan inhumano, que llegó a abochornar hasta al bando “nacional” que intentó, y en parte consiguió, ocultarlo. De hecho, es muchísimo menos conocido que otras matanzas que hicieron los sublevados, como la de la plaza de toros de Badajoz o la de Guernica, en las que el número de muertos fue sensiblemente inferior.

La Guerra Civil no la pudieron ocultar, pero los que dieron el golpe de estado y la desencadenaron, en un alarde de cinismo, acusaron a su víctima, el Gobierno de la República, de ser el causante de la misma.

En pleno siglo XXI, el día 14 de abril de 2021, noventa aniversario de la proclamación de la II República, el portavoz de un partido asumió la tesis del Gobierno franquista en la sesión parlamentaria de ese día, definiendo la II República, proclamada sin derramamiento de sangre, como “un régimen criminal secuestrado por socialistas y comunistas y que llevó a España a la Guerra Civil”. De esa forma justificaba las acciones criminales de los que bombardearon civiles indefensos como la familia materna de mi amigo.

España ha contemplado esta monstruosa mentira con indiferencia como si la cosa no fuera con nosotros. Pero va con todos nosotros y muy especialmente con nosotras. Porque, hasta la Segunda República, las mujeres españolas tuvieron la consideración de menores de edad, por lo que para hacer cosas como abrir una cuenta en el banco, contratar una línea telefónica, comprar o vender inmuebles, heredar o hacer testamento, viajar, votar o tener un  trabajo, tenían que tener el permiso de sus maridos. Todas esas prerrogativas fueron barridas cuando los criminales que bombardearon la carretera de Málaga el 8 de febrero de 1937 ganaron la guerra, por lo que las científicas, periodistas, artistas, escritoras o políticas, que habían florecido en España durante la Segunda República, tuvieron que quedarse en sus casas con las patas quebradas o huir de España.

Dijo Goebbels que una mentira repetida mil veces se convierte en verdad. Para que eso ocurra hace falta el silencio cómplice de los que escuchan.

En memoria de los millones de mujeres enterradas en vida tras el triunfo del franquismo, en memoria de las víctimas nunca reconocidas de la Desbandá, para que nuestras hijas y nietas no tengan que vivir nunca lo que vivieron nuestras abuelas y por respeto a la verdad, no más silencio cómplice ante mentiras monstruosas.

[1]Nuestros valientes Legionarios y Regulares han demostrado a los rojos cobardes lo que significa ser hombre de verdad. Y, a la vez, a sus mujeres. Esto es totalmente justificado porque estas comunistas y anarquistas predican el amor libre. Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricones”.

Queipo de Llano, Sevilla, Unión Radio Sevilla (Cadena SER), comienzos de 1937

[2] Antonina Rodrigo, MUJERES GRANADINAS REPRESALIADAS, Ed. Diputación de Granada, 2018. Incluye la biografía de Nicolasa Ortega Hita, la abuela de mi amigo.

 

A la madre de mi amigo la llevaban en brazos porque tenía poco más de un año, pero sus hermanos Antonio y Manuel, de tres y seis años, no conservaban malos recuerdos de ese día. Era como una romería, con mucha gente por caminos de la sierra y por la carretera; cuando oían aviones se escondían en los cañaverales. El mar se veía a la derecha, al fondo del precipicio, y en él había unos barcos negros muy grandes de los que salían unos destellos de luz mientras sonaba un ruido como de petardos, pero mucho más fuerte. Al principio, entre tanta gente, aviones y barcos, los tíos de mi amigo no se lo pasaron mal, pero luego se cansaron y no se podían parar a descansar; además, casi no había comida ni agua. Los niños lloraban, mucha gente llevaba trapos manchados de sangre, sobre todo en los pies, y algunos se quedaban en las cunetas como si estuvieran dormidos. Después de un tiempo, que a los tíos de mi amigo se les hizo eterno, llegaron al pueblo donde estaba la casa de su tío.

La familia de la madre de mi amigo tuvo suerte, “solo” recorrieron los 100 kilómetros que separan La Herradura, el pueblo donde vivían ellos, de Adra, donde en la casa de su tío pudieron descansar y comer. No obstante, la mayor parte de los que huyeron de Málaga el 8 de febrero de 1937 tuvieron que llegar hasta Almería. Fue la huida a la desesperada de una población aterrorizada ante la inminencia de la entrada de las tropas golpistas, cuyo comportamiento había descrito el general Queipo de Llano,  en los discursos que retransmitía desde Sevilla[1]. Huyendo de una situación que intuían catastrófica, muchas familias malagueñas con ancianos y niños, recorrieron a pie, en pleno invierno, más de 200 kilómetros mientras eran bombardeados desde el aire por la aviación golpista y desde el mar por los buques Canarias, Baleares y Almirante Cervera de los sublevados.