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Es la desigualdad, amigo
Parafraseando al personaje que ya todos conocemos -máximo exponente de una forma de ver la vida dónde prima la consecución y el mantenimiento de la riqueza más irrespetuosa y excesiva en manos de unos pocos- la desigualdad es uno de los principales problemas a los que nos enfrentamos las sociedades occidentales. Con cierto beneplácito, nos amodorramos al estado del Bienestar, con el pensamiento crítico tan anestesiado que nos hemos envainado su progresivo desmonte. Visión de la vida la del personaje de aquella famosa frase que, para convertirse en realidad, necesita a cambio el sacrificio en los altares de la desregulación y la precariedad de una parte importante de la población, junto a los designios marcados por las teorías económicas de pensadores cuya religión es la del crecimiento económico sin cortapisas, por encima de la filosofía que defiende el situar los derechos de las personas en primer lugar.
La desigualdad no es más que una consecuencia. La de un sistema que, definitivamente, con sus ajustes lógicos fruto del paso del tiempo y su capacidad de evolucionar y adaptarse a lo que manden unos pocos, se ha organizado así y que todos, sin excepción, nos hemos visto obligados a aceptar. O eso, o la exclusión absoluta del sistema, de esta forma de vida que nos obliga a ser parte activa de dichos patrones de comportamiento social, consumo e interacción.
Por tanto, parece unánimemente aceptado que el colapso vital en el que se encuentran algunas personas, sin empleo desde hace mucho tiempo, o con empleos que no sólo precarizan su vida, sino que atentan contra su dignidad más básica, sin acceso a viviendas dignas o a una educación de calidad, es un peaje que la sociedad tiene que pagar en aras de sostener este sistema que, si bien tiene algún área de mejora, nos intentan convencer de que es el mejor que hay y que nunca pudo haber.
Y lo es sobre todo para aquellos que, desde púlpitos económicos y políticos, preconizan la cultura del esfuerzo, la emprendiduría, el individualismo como fórmula de éxito y, de manera directa o indirecta, subrepticiamente, propagan la culpabilización del individuo que se mantiene inexorablemente al otro lado de la raya roja de la exclusión social. Es una gran excusa utilizada por personas que a veces hasta nos sorprenderían por su posición, política, ideológica y social.
Hasta ellas son capaces de justificar que un amplio grupo de personas en esta sociedad esté fuera del sistema y cada vez más lejos de poder acceder de nuevo a la deseada rueda del llegar desahogadamente a fin de mes, basando sus críticas en el acomodamiento de dichas personas a un modo de vida determinado, a su falta de esfuerzo, vidas disipadas y otras lindezas, sin cuestionarse en profundidad qué razones pueden haberlos llevado hasta ahí, sin ni siquiera ocuparse de hablar con ellas y escuchar lo que tienen que decir.
Y esto, además, unido al señalamiento público a la hora de diseñar políticas que apoyen de manera real a estas personas, a estas familias. Lo que llega normalmente son las migajas de una visión que, de nuevo, deja atrás a los más vulnerables. Precisamente, se deja atrás a aquellos que más debemos ayudar: a las familias con hijos e hijas que no han elegido esa situación y que cada mes deben privarse de infinidad de cosas. Se deja atrás a los que tienen que elegir si pagar la luz a fin de mes o comprar yogures para sus niños; a los que ni en sus mejores sueños podrían pasar unos días en la playa en verano o celebrar el cumpleaños con las amistades de su hijo o hija en cualquier cadena de hamburgueserías de dudoso valor nutricional, pero con el suficiente colorido y fuerza marquetiniana para hacer de esa comida un disfrute, al que todos tendrían que tener derecho a decidir si acceder o no.
La libertad de elegir. La tan manida y deseada libertad de elección, punto de partida de un pensamiento que intenta construir un sistema basado en la igualdad de oportunidades, la equidad, la justicia social y que prioriza los derechos fundamentales de las personas en todas las políticas. Pero, en realidad, se trata de una expresión casi utópica desde el momento en que es absolutamente imposible que una familia que no cuenta con los recursos adecuados, que es señalada por la situación de pobreza en la que vive y que ha sido abandonada por el Estado en cuanto a ayudas de cualquier tipo se refiere, por mucho que se esfuerce, no tendrá siquiera libertad de decidir y elegir qué quiere hacer, qué quiere consumir, dónde quiere vivir, o dónde quiere pasar sus vacaciones. Todo ello de entre un muestrario de posibilidades adaptadas a su franja de renta, claro está. Que así está organizado el sistema.
Los cuestionamientos de las prestaciones sociales no contributivas y las rentas mínimas son respetables, pero no pueden ser aceptados cuándo no se está ofreciendo a las familias que están en el furgón de cola oportunidades de elegir, ni siquiera en un elenco reducido de opciones, que les permita por sí mismas poder salir de la situación en la que se encuentran. Lo verdaderamente cuestionable es la eficacia de esos instrumentos, que deben ser analizados y cambiados para que tengan un efecto real en la reducción de la pobreza.
Una de las frases que con más ahínco nos solían repetir hace años las madres de los niños y niñas a los que Save the Children atiende en los Programas de Lucha contra Pobreza Infantil era “necesito un empleo, para poder salir de esta situación”. Ahora, aunque esa frase se sigue repitiendo, también nos suelen decir “con lo que gano, no llego, no me da”. Si esas son las opciones que dejamos a las familias con niños y niñas, en especial a aquellas encabezadas por madres solas -las más expuestas a la pobreza severa-, si además las culpabilizamos por su supuesta inacción o acomodamiento y si, además, cuestionamos que deban recibir una renta mínima de inserción, cuando no se la concedemos y convertimos la prestación en una trampa burocrática que tarda una eternidad en ser concedida, deberíamos preguntarnos si no estamos siendo cómplices en el sacrificio que señalaba al inicio de este artículo.
No dejar a nadie atrás. Esa es una de las ideas fuerza más contundentes que la Agenda 2030 de Naciones Unidas, vinculada a los Objetivos de Desarrollo Sostenible, lleva consigo y disemina por todo el planeta.
Una Agenda 2030 que, no nos equivoquemos, no está dirigida sólo a los países en vías de desarrollo, países del Sur o a aquellos más empobrecidos, sino que afecta de manera también muy decidida a los países industrializados, dónde además la brecha de desigualdad se amplía cada vez más y el reto de no dejar a nadie atrás cada vez es mayor. Una Agenda 2030 de la que el actual gobierno andaluz, a través de la Consejera de Igualdad, Políticas Sociales y Conciliación, ha hecho bandera públicamente en varias ocasiones y que exige medidas urgentes de profundo calado, un compromiso claro con los Objetivos de Desarrollo Sostenible a nivel global, desde fortalecer las Políticas andaluzas de Cooperación al Desarrollo hasta promover unas prestaciones sociales no contributivas para infancia y sus familias que permitan reducir las insoportables tasas de pobreza que vive Andalucía.
Y por ello, no podemos debatirnos en reflexiones deterministas que descansen únicamente en las limitaciones presupuestarias. Provoca hastío e infunde rabia escuchar a dirigentes de lo social con sus enfoques paternalistas, caritativos e infantilizadores de la pobreza y la desigualdad. Eso, unido a las excusas basadas en los presupuestos, causa desazón por la falta de empuje y liderazgo político que a veces observamos en aquellas personas responsables desde un gobierno de tomar decisiones valientes para acabar con las elevadas tasas de pobreza que, en el caso de la infancia, son las más altas de los tres grupos de edad que se suelen medir -0-17, 18-64, y mayores de 65-.
Quizás, lo más frustrante de todo esto es que, a pesar del sistema en el que nos encontramos -que no ayuda mucho a revertir de manera duradera la situación actual- hay soluciones dentro del mismo que podrían empezar a propiciar ciertos cambios que hagan realidad la idea de no dejar a nadie atrás.
De momento, podríamos cambiar el “es la desigualdad, amigo”, por “es la dignidad, amigo”.
De todos estos temas hablaremos en la próxima jornada `Invertir en infancia para eliminar desigualdades´ que organizamos, junto al Defensor del Pueblo en Andalucía, el próximo 10 de junio en Sevilla. En esta jornada insistiremos en la necesidad de romper la cadena de la pobreza infantil. #Rompelacadena
Javier Cuenca, director de Save the Children en Andalucía
Parafraseando al personaje que ya todos conocemos -máximo exponente de una forma de ver la vida dónde prima la consecución y el mantenimiento de la riqueza más irrespetuosa y excesiva en manos de unos pocos- la desigualdad es uno de los principales problemas a los que nos enfrentamos las sociedades occidentales. Con cierto beneplácito, nos amodorramos al estado del Bienestar, con el pensamiento crítico tan anestesiado que nos hemos envainado su progresivo desmonte. Visión de la vida la del personaje de aquella famosa frase que, para convertirse en realidad, necesita a cambio el sacrificio en los altares de la desregulación y la precariedad de una parte importante de la población, junto a los designios marcados por las teorías económicas de pensadores cuya religión es la del crecimiento económico sin cortapisas, por encima de la filosofía que defiende el situar los derechos de las personas en primer lugar.
La desigualdad no es más que una consecuencia. La de un sistema que, definitivamente, con sus ajustes lógicos fruto del paso del tiempo y su capacidad de evolucionar y adaptarse a lo que manden unos pocos, se ha organizado así y que todos, sin excepción, nos hemos visto obligados a aceptar. O eso, o la exclusión absoluta del sistema, de esta forma de vida que nos obliga a ser parte activa de dichos patrones de comportamiento social, consumo e interacción.