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La enseñanza de la historia como herramienta de adoctrinamiento patriótico

Alejandro García Sanjuán

Catedrático de Historia Medieval de la Universidad de Huelva —
16 de abril de 2022 22:28 h

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El pasado 6 de Abril se publicaba en el BOE el Real Decreto 243/2022, por el que se establecen la ordenación y las enseñanzas mínimas del Bachillerato. La aprobación de esta nueva legislación y, en particular, el diseño de la asignatura de Historia de España, ha generado un amplio conjunto de reacciones entre los sectores más conservadores, para quienes la reforma supone un auténtico atentado a los más sublimes valores de la nación. Ello se corresponde con la realidad actual en dicho ámbito ideológico, determinado por una deriva patriotera en la que cada día resulta más difícil distinguir a la derecha de la ultraderecha. Por decirlo de forma clara y sencilla, dichas reacciones vuelven a poner de manifiesto que, para los sectores conservadores, la Historia no tiene más utilidad que la de reforzar sentimientos nacionales, de tal modo que todo lo que no responda a ese objetivo representa una manipulación del pasado o, peor aún, una traición a la patria.

Ese concepto identitario del pasado no es nada novedoso, sino que hunde sus raíces en los propios orígenes de la Historia como disciplina académica. Al atribuirle el derecho de soberanía, las revoluciones liberales otorgaron a la nación un protagonismo sin precedentes que desplazaba a las dos instituciones que habían monopolizado el ejercicio del poder durante el Antiguo Régimen: la Monarquía y la Iglesia. El nuevo rol de sujeto político principal de la nación exigía una legitimación que solo el pasado podía otorgarle. Para evitar que pudiese ser considerada una recién llegada o, peor, una intrusa, la nación debía dotarse de unos orígenes remotos, cuanto más, mejor. Este fue el papel que la historiografía académica desempeñó a lo largo del siglo XIX y buena parte del XX: la indagación del pasado tenía como objetivo fundamental proveer a la nación de un pedigrí histórico suficientemente consistente como para legitimar su condición de titular del derecho de soberanía.

Aunque, a nivel académico, la narrativa franquista de la historia de España quedó arrinconada hace tiempo, el franquismo representa el marco ideológico que permite entender la reacción conservadora a la citada reforma del Bachillerato

La subordinación del conocimiento histórico al papel subsidiario de muleta intelectual del nacionalismo comenzó a ser cuestionada de forma incipiente en la historiografía académica desde comienzos del siglo XX y, con mucha mayor consistencia y amplitud, tras la Segunda Guerra Mundial. En nuestro país, en cambio, las cosas han sido muy distintas. A partir de 1936, los mejores intelectuales y académicos marcharon al exilio o fueron depurados y el franquismo utilizó el sistema educativo para perpetrar un lavado de cerebro masivo de la población española. La Formación del Espíritu Nacional y la Enciclopedia Álvarez son, probablemente, los dos iconos más reconocibles de esa obscena orgía nacionalcatólica de casi cuarenta años de duración que fue la dictadura.

Aunque, a nivel académico, la narrativa franquista de la historia de España quedó arrinconada hace tiempo, el franquismo representa el marco ideológico que permite entender la reacción conservadora a la citada reforma del Bachillerato, una reacción caracterizada por un furibundo y desaforado patrioterismo cuyo argumento de fondo no resulta demasiado original: los rojos y su permanente empeño en destruir España.

No muy lejos de ese discurso se sitúa la Real Academia de la Historia, al menos a juzgar por las declaraciones públicas de su directora, en las que afirmaba que “empezar en 1808 no es Historia, es manipulación”, y que la cultura occidental “está basada en Grecia, Roma y el cristianismo”, unas manifestaciones cuyo tono y contenido se sitúan en un plano muy distinto al del “respeto y la lealtad institucional” a la que su institución apela en su documento de alegaciones al borrador del Decreto.

Mucho más elocuente ha sido la reacción del líder de la ultraderecha, que se expresaba así en sus redes sociales: “Quieren separarnos de nuestras raíces. Quieren arrebatarnos nuestro pasado y borrar toda huella común para imponer más fácilmente su agenda de división, desarraigo e ingeniería social. La grandiosa historia nacional pertenece a todos los españoles. Es una herencia irrenunciable”. Se trataría de una auténtica “ruina de España”, por utilizar la expresión, tan querida en los medios conservadores y patrióticos, acuñada por el anónimo cronista que, hacia 754, narró la conquista de la Península por los musulmanes.

Como revelan estas manifestaciones, los niveles de patrioterismo alcanzan sus cotas de intensidad más alta en los escalafones intelectualmente más bajos, integrados por actores carentes de consistencia teórica y metodológica, y desprovistos de las más mínimas credenciales académicas, pero con gran capacidad de difusión mediática. Un buen ejemplo al respecto lo encontramos en el panfleto suscrito por un ‘nutrido grupo’ (de apenas cincuenta personas) y promovido por cierta asociación liderada por melancólicos ex comunistas y consumados publicistas que, desde hace tiempo, utilizan la novela histórica como coartada para divulgar su rancia narrativa españolista.

Aunque apenas se registran un par de firmantes que acrediten cierto conocimiento del pasado y una mínima experiencia docente, nuestros intrépidos literatos pronostican que la nueva reforma del Bachillerato producirá una hecatombe nacional sin precedentes desde 711: “supone enviar la Historia a la guillotina”. Mucho peor aún, no solo “supone borrar esa patria cultural común que nos acoge, que compartimos”, sino que incluso “se trata de una contribución a la causa de nacionalistas y separatistas, pues se priva a los jóvenes de conocer la rica y densa historia que ha forjado nuestra actual nación, nuestras raíces compartidas, todo aquello que da sentido y cohesión a España”.

La perfecta coincidencia entre los argumentos esgrimidos desde la ultraderecha y los del citado manifiesto apenas puede causar sorpresa, teniendo en cuenta el perfil de quienes integran dicha asociación. Pese a la insignificancia cuantitativa del grupo y su nula autoridad en la materia, los medios de desinformación conservadores se han encargado de publicitar este compendio de simplezas y soflamas patrióticas en entrevistas y reportajes.

Llama la atención el generalizado y significativo silencio de los colectivos profesionales, el profesorado de enseñanza secundaria, cuyas asociaciones apenas se han manifestado en contra de la reforma

Frente al enorme ruido mediático causado por los sectores conservadores, llama la atención el generalizado y significativo silencio de los colectivos profesionales, el profesorado de enseñanza secundaria, cuyas asociaciones apenas se han manifestado en contra de la reforma. Cuando lo han hecho, ha sido en un sentido muy distinto al Apocalypse Now del patrioterismo españolista, como revela una asociación de Cantabria que critica, con toda razón, el hecho de que la asignatura sea ofertada como optativa de modalidad, cuando debería ser obligatoria, no solo para el Bachillerato de Humanidades y Ciencias Sociales, sino también para el resto de modalidades.

Curiosamente, los medios y sectores políticos que solo conciben la enseñanza de la historia como mera excusa para la difusión de credos nacionales o religiosos son los mismos que acusan a las autoridades educativas de “adoctrinar”. Frente a la permanente insistencia de la derecha en la simplista reducción del conocimiento histórico a la condición de mero instrumento al servicio de la identidad nacional y de la recreación autocomplaciente en las grandezas de la patria, su reivindicación como herramienta crítica para comprender la complejidad de los cambios sociales en el pasado sigue siendo una exigencia insoslayable.

El pasado 6 de Abril se publicaba en el BOE el Real Decreto 243/2022, por el que se establecen la ordenación y las enseñanzas mínimas del Bachillerato. La aprobación de esta nueva legislación y, en particular, el diseño de la asignatura de Historia de España, ha generado un amplio conjunto de reacciones entre los sectores más conservadores, para quienes la reforma supone un auténtico atentado a los más sublimes valores de la nación. Ello se corresponde con la realidad actual en dicho ámbito ideológico, determinado por una deriva patriotera en la que cada día resulta más difícil distinguir a la derecha de la ultraderecha. Por decirlo de forma clara y sencilla, dichas reacciones vuelven a poner de manifiesto que, para los sectores conservadores, la Historia no tiene más utilidad que la de reforzar sentimientos nacionales, de tal modo que todo lo que no responda a ese objetivo representa una manipulación del pasado o, peor aún, una traición a la patria.

Ese concepto identitario del pasado no es nada novedoso, sino que hunde sus raíces en los propios orígenes de la Historia como disciplina académica. Al atribuirle el derecho de soberanía, las revoluciones liberales otorgaron a la nación un protagonismo sin precedentes que desplazaba a las dos instituciones que habían monopolizado el ejercicio del poder durante el Antiguo Régimen: la Monarquía y la Iglesia. El nuevo rol de sujeto político principal de la nación exigía una legitimación que solo el pasado podía otorgarle. Para evitar que pudiese ser considerada una recién llegada o, peor, una intrusa, la nación debía dotarse de unos orígenes remotos, cuanto más, mejor. Este fue el papel que la historiografía académica desempeñó a lo largo del siglo XIX y buena parte del XX: la indagación del pasado tenía como objetivo fundamental proveer a la nación de un pedigrí histórico suficientemente consistente como para legitimar su condición de titular del derecho de soberanía.