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Cuando yo ya no esté
Decía Ayuso en el Debate del Estado de la Comunidad del pasado jueves en Madrid, que muchas familias se preguntan qué será de sus hijos con discapacidad cuando ellos ya no estén para cuidarlos. Más allá del cinismo que entraña que la Presidenta responsable de un Protocolo que envió a una muerte segura a miles de ancianos en lo peor de la pandemia anuncie como medida estrella que estas familias podrán vivir juntas en residencias de la Comunidad, lo cierto es que refleja muy bien una preocupación constante en las familias que conviven con la discapacidad. Aunque, por fortuna, ya no es la única.
Los tiempos han cambiado y nuestra sociedad es más inclusiva. No tanto como querríamos claro, pero ahora nos preocupan, además, otras cosas. ¿Tendrá apoyo suficiente en el colegio para seguir el ritmo? ¿Seguirán invitándolo a los cumpleaños cuando crezca? ¿Tendrá una vida independiente? ¿Plena?
Lo sé bien porque yo misma me sorprendo día a día preocupada por estas cuestiones. No se trata solo de quién se ocupará de mi hija cuando yo no esté. Se trata de si podrá hacer una vida lo más plena posible, yendo a un colegio ordinario, a extraescolares, visitando amigas, viviendo en definitiva. Porque ahora exigimos todo eso. Y antes que nosotras, lo hicieron otras familias que consiguieron que las leyes de discapacidad reconocieran un cupo de reserva de plazas en las Administraciones Públicas para las personas con discapacidad porque sabían de la importancia del trabajo para la realización personal.
Porque más allá de los estigmas que los siguen equiparando a niños eternos, condenándolos a vivir como tales, avanzamos a duras penas para conseguir su integración laboral, esa que les dará autonomía de la de verdad y les permitirá sentirse una parte útil de la sociedad. Es una tarea difícil, titánica, no nos engañamos. No es fácil incluir en una plantilla a una persona con discapacidad intelectual porque la mayoría de las personas no tienen la suerte que tenemos algunas y no saben que detrás de ese ritmo lento y pausado se esconden muchas virtudes. Porque no saben de su tenacidad, de su interés. Porque no saben, como yo, que no restan, sino que suman.
A día de hoy, las personas con discapacidad y sus familias afrontan años de estudio y angustia para superar una prueba que no se adapta a sus capacidades reales y, lo que es más importante, que no calibra si podrán hacer o no el trabajo para el que optan
Entre esos obstáculos que seguimos enfrentando se encuentra el de las pruebas de acceso a la Administración Pública, pensadas y diseñadas por personas con todas sus capacidades intelectuales intactas, personas bienintencionadas sin duda, que consideran que si la prueba ordinaria es un examen, lo ideal es hacerles un examen, pero facilito y con un temario adaptado. Y no piensan que cuando se tiene discapacidad intelectual no hay examen fácil. Porque el test más sencillo se convierte en una trampa. Porque pueden aprenderse la Constitución con mucho esfuerzo, pero difícilmente podrán responder un test sobre la misma. Por eso, a día de hoy, las personas con discapacidad y sus familias afrontan años de estudio y angustia para superar una prueba que no se adapta a sus capacidades reales y, lo que es más importante, que no calibra si podrán hacer o no el trabajo para el que optan.
Para resolver esto, el próximo 18 de septiembre se debate en el Parlamento de Andalucía una proposición de ley de reforma del Estatuto Básico del Empleado Público que busca sustituir el examen de acceso por una prueba de situación, una especie de examen práctico donde se valoren sus capacidades reales para desempeñar el trabajo al que optan. No es un cambio menor y no será fácil de llevar a la práctica, pero lo conseguiremos.
Y la iniciativa parte de Andalucía, que va a demostrar, una vez más, que es pionera en el reconocimiento y ampliación de los derechos, aprobando por unanimidad de todos los grupos una reforma que luego tendrá que ser tramitada y aprobada en las Cortes Generales. Y no dudo de que saldrá adelante también allí. Porque es algo de sentido común y porque se trata de política de la buena, de esa que sin grandes estridencias ni aspavientos viene a cambiar la vida de miles y miles de familias. Porque en estos casos, la oposición no la hace sólo la persona con discapacidad, sino que la afronta la familia entera. Familias que viven el proceso como una auténtica tortura que difícilmente acaba bien. Y que los ahoga en frustración y desesperanza.
Y el resultado se lo podremos dedicar a la lucha de tantas y tantas familias que no necesitan que Ayuso venga a decirles cuál es su preocupación. Porque lo viven en primera persona, porque lo saben y porque afortunadamente tienen muchas otras y no sólo qué pasará cuando ellos ya no estén, cuando no estemos.
Decía Ayuso en el Debate del Estado de la Comunidad del pasado jueves en Madrid, que muchas familias se preguntan qué será de sus hijos con discapacidad cuando ellos ya no estén para cuidarlos. Más allá del cinismo que entraña que la Presidenta responsable de un Protocolo que envió a una muerte segura a miles de ancianos en lo peor de la pandemia anuncie como medida estrella que estas familias podrán vivir juntas en residencias de la Comunidad, lo cierto es que refleja muy bien una preocupación constante en las familias que conviven con la discapacidad. Aunque, por fortuna, ya no es la única.
Los tiempos han cambiado y nuestra sociedad es más inclusiva. No tanto como querríamos claro, pero ahora nos preocupan, además, otras cosas. ¿Tendrá apoyo suficiente en el colegio para seguir el ritmo? ¿Seguirán invitándolo a los cumpleaños cuando crezca? ¿Tendrá una vida independiente? ¿Plena?