¿Se puede regresar a un lugar del que, en realidad, nunca nos hemos marchado? Ésta es la pregunta a la que intenta dar respuesta Julio Llamazares (Vegamián, León, 1955) en su última novela, Distintas formas de mirar el agua (Alfaguara). Un apasionante relato originalmente construido acerca del pasado, la memoria, el olvido o la familia. Y todo con un punto de partida: el exilio de los habitantes de una comarca leonesa por la construcción de un pantano que sepultó varios pueblos. Muchos años después, una de esas familias exiliadas se reúne en torno a ese pantano para esparcir las cenizas del abuelo y patriarca. Y en ese acto íntimo se cruzan las distintas visiones y recuerdos que cada uno de los personajes tiene sobre ese lugar, sepultado ahora por las aguas. “La novela habla de quien quiere volver a un lugar al que ya no puede regresar, primero porque ese lugar ya no existe y, segundo, porque mentalmente nunca se fue de allí”, asegura el autor.
La familia de Julio Llamazares fue una de las que tuvo que dejar la zona para nunca volver. Sin embargo, en 1983, el pantano fue desecado y el autor tuvo la oportunidad de regresar, ya con 28 años, a la ruinas del pueblo, convertido en un lodazal. El panorama “fantasmal y surrealista” que allí se encontró le marcó de manera definitiva, aunque la novela haya tardado en ver la luz más de 30 años. “La novela se formó en mi conciencia desde el mismo momento que supe que había nacido en un pueblo que estaba sepultado por un pantano. Pero las novelas son como tumores emocionales que se van formando, tienen un crecimiento orgánico en la conciencia y un día estallan y sacan afuera todo ese contenido emocional que es lo que sirve de sustrato a una novela”, dice Llamazares.
La importancia del paisaje
El libro habla de cómo nos moldean los lugares por los que pasamos y hasta qué punto determinan nuestra vida, nuestra forma de ser. “Los lugares, los paisajes, la climatología, la forma de vida influyen decisivamente en nuestro carácter. En contra de lo que creemos, el paisaje no es un decorado que está ahí al fondo sino que es un espejo que nos refleja constantemente y ese reflejo pasa a incorporarse a nuestra propia personalidad”, afirma Llamazares.
En este sentido, se puede decir que la última novela del escritor es un homenaje a la tierra. “Estamos ante un escenario de mucha fuerza, un pantano que ha sumergido varios pueblos, un pantano que sepultó toda su memoria y todo el paisaje. Por tanto, el paisaje tiene aquí mucha más fuerza porque ha migrado, es un nuevo paisaje que no tiene nada que ver con el anterior”.
Estructura
La novela está dividida en 16 monólogos, enunciados por 16 personajes de tres generaciones de una familia que plantean 16 ‘distintas formas de mirar el agua’. Según el autor de Las lágrimas de San Lorenzo y La lluvia amarilla, “una historia se puede contar de muchas formas, la clave es dar con la que mejor te va a permitir transmitir lo que quieres. No sé ni cómo ni cuándo se me ocurrió que fuera una rueda de personajes que participan en una ceremonia fúnebre en el pantano que les cambió la vida. Pero esa idea de que sea una novela coral, como las tragedias griegas, y que cada personaje cuente su versión de la misma historia es, para mí, uno de los hallazgos de la novela”.
Llamazares reconoce que, técnicamente, esta estructura tiene sus complicaciones porque “a medida que cuentan la historia, los personajes van contándose a sí mismos, no directamente, sino indirectamente, en la forma de pensar, de enfocar sus relaciones…”. Se trataría de una novela coral con un narrador múltiple, o más bien, atomizado: “Son 16 puntos de vista, 16 flujos de conciencia, incluido el de un personaje que pasa por allí, ajeno a la ceremonia, un personaje para mí muy importante porque sería la mirada de la sociedad. Y la suma de todas esas miradas sería seguramente mi mirada hacia esta historia”.
Pese a no ser una novela muy extensa, Distintas formas de mirar el agua trata sobre muchas cosas. “Este libro no es un ejercicio de nostalgia, sino una especie de introspección en torno a la identidad, la memoria, el olvido, las relaciones familiares, el desarraigo, la patria…”. Llamazares se interesa además por otra reflexión constante en toda la novela: “la fragmentariedad de las miradas sobre la vida, sobre cómo cada uno vemos las cosas de una manera”. Todos están ante un mismo pantano en la misma ceremonia pero no lo ven de la misma manera los que vivieron en el pueblo que los más jóvenes, que casi no conservan recuerdos. Y entre todos construyen la historia, porque “la verdad no existe, sino que cada uno la vemos de una forma, como cada uno tiene una mirada sobre el pantano”.
Familia y exilio
Hay también en este libro una mirada sobre la familia como institución y sobre las relaciones familiares. Precisamente, la novela demuestra que la familia sigue siendo una fuente inagotable de historias. Para Julio Llamazares, “la familia es una institución que protege a sus miembros pero, por otro lado, es una fuente de conflictos y a la vez es una especie de asociación de socorro mutuo. Y esto hace que en un momento dado todo salga a la luz, todo lo que está larvado: los conflictos, las contradicciones, las deudas morales, las recriminaciones, las justificaciones…”.
La familia protagonista de Distintas formas de mirar el agua sufre en sus propias carnes la dureza del exilio que es, según el autor, “la propia historia de la Humanidad: la de abandonar el sitio natal y acabar queriendo volver a él”. Llamazares recuerda que los emigrantes “están toda la vida pensando en regresar y, cuando vuelven, se sienten extraños porque ni son los mismos, ni el lugar que dejaron atrás es el mismo, ni los demás son los mismos”. “En el fondo –continúa Llamazares-, esta novela es una pequeña Odisea de un personaje anónimo, un Ulises campesino y testarudo que quiere volver a un lugar del que, en realidad, nunca se ha ido. Se ha ido físicamente pero no mentalmente, como le sucede a muchas personas. Al final, yo creo que no se puede volver nunca al lugar del que te fuiste, independientemente de que vuelvas físicamente, de visita”.