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‘Black Medusa’: cómo ser asesina en serie en el Túnez de la era #MeToo

Imagen de Black Medusa

Alejandro Luque

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Aunque el cine africano es una ventana excepcional para asomarse a la realidad de ese continente, a menudo es capaz de transportar al espectador a fantasías insospechadas. Es el caso de Black Medusa, uno de los filmes más llamativos del Festival de Cine Africano de Tarifa (FCAT) que hoy llega a su término. La película de los hermanos Ismaël y Youssouf Chebbi se ha destacado en el panorama mediterráneo de la pospandemia con su original modo de mezclar el noir y las historias de asesinos en serie, todo ello con un guiño a esa ola feminista global que también ha llegado al Magreb.  

“La historia se forja a partir de nuestro amor por el cine”, explica Ismaël, que se dio a conocer junto a su hermano y Ala Eddine Slim con el celebrado documental Babylon. “En 2016 me fui al Líbano a filmar un documental, y volví tres años después a Túnez. Allí, me encontré con Youseff, que vive en Francia, y empezamos a dar vueltas a la idea de hacer un remake de Mr 45 de Abel Ferrara, una película muy original pero también muy ciega que a mi hermano le encanta, pero a mí no me interesaba mucho. Yo empecé más bien a trabajar a partir de las imágenes que me llegan, me habitan, me persiguen, y en cuatro días tenía el borrador de Black Medusa. Lo elaboramos todo a partir de un pequeño equipo, sin muchos medios”.

La cinta narra la doble vida de Nada, la protagonista, que de día es una mujer de 25 años pacífica y reservada, mientras que de noche se sumerge en la movida tunecina en busca de hombres. Puesto que es sorda –se comunica tan solo a través de una aplicación de Smartphone–, deja que le cuenten sus historias antes de dejarlos fuera de combate. La situación se complica aún más cuando Nada se enamora de un viejo cuchillo y Noura, una de sus compañeras de trabajo, se enamora de ella.

Túnez de noche

Lo curioso del caso es que los Chebbi han pasado de recrear una babel como la de Babylon –que mostraba sin subtítulos la vida en un campo de refugiados, con multitud de lenguas entremezcladas– a un personaje silente. Ismaël lo explica: “No tengo estudios de cine, sino literarios, de ahí mi interés por las lenguas y la incomprensión del lenguaje. El cine para mí no tiene nada que ver con las palabras. Para mí es el hijo de la pintura, no del teatro. El guion de Black medusa no eran palabras, sino imágenes que desbordan al espectador. El personaje de Nada puede hablar, pero decide hacerlo a través del móvil. Y decide situarse en esta tesitura donde su imagen es su cara, no su sonido”.

Pero, ¿hasta qué punto el mundo de Nada refleja la vida tunecina? ¿Podría ser una historia ambientada en Marsella, Nápoles o Casablanca? El director duda: “La cuestión de la nacionalidad es complicada para mí, porque en el cine no la considero algo importante. Si un filme tiene una identidad nacional, es la de todas las películas que la han precedido. Por otro lado, en el cine es fundamentalmente el hecho de grabar todo lo que pasa delante de la cámara, y lógicamente hay realidades del país en que ruedas que aparecen en pantalla. En este caso, hemos rodado en Túnez y con tunecinos, y se nota”, apunta.

“Yo, como individuo, vengo de un país árabe y musulmán”, prosigue Ismaël. Esas son mis raíces, pero no mi identidad, porque mi identidad es con lo que yo me construyo como individuo. Lo mismo sucede con la película, que tiene unas raíces, pero no está sujeta a ellas: su identidad es otra“.

Por otra parte, cabe preguntarse en qué medida el momento #MeToo influyó en el guión de Black Medusa. “No hablaría de influencia, pero sin duda hemos querido crear algo en ese contexto, con esa atmósfera que se estaba viviendo, haciendo una película entre dos mujeres, aunque los directores seamos dos hombres. Queríamos hacer algo lo más libre posible, fuera de los códigos sociales y morales que nos constriñen”.

Una página en blanco

Preguntado a propósito de la huella de la Primavera árabe en el celuloide de su país, Ismaël puntualiza que “los cineastas tunecinos actuales empezamos antes, no fue la Primavera la que dio pie a nuestra generación, aunque la revolución les ha dado visibilidad”, asevera. “Al coincidir con este momento histórico, hubo muchas películas que vehicularon esta temática, y es cierto que hemos vivido unos últimos años muy interesantes para el cine, con muchos directores… En todo caso, mi generación no tiene nada que ver con nuestros predecesores, hacemos pelis para matar a nuestros padres, para regenerar el cine de nuestro país. Y deseo que venga otra generación que nos mate a nosotros”.

Haciendo balance de las últimas décadas tunecinas, Ismaël cree también que, a pesar de contar con buenos pioneros, “entre los años 90 y 2000 entró en decadencia el cine tunecino. Luego fue muy importante la irrupción de lo digital, que facilitó las cosas y permitió hacer pelis con menos gastos. Con Ben Ali solo existían escuelas de cine privadas, solo las clases privilegiadas podían dedicarse a esto. Pero cayó el dictador, empezaron a abrirse escuelas públicas a las que podía acudir cualquier hijo de vecino, y la diversidad se impuso. Hoy hay gente que viene de otros medios y aporta otras miradas, aunque ya había gente que trabajaba sin muchos medios y sin autorización. Lo más importante ha sido la solidaridad. Sin ella no habría podido evolucionar nuestro cine. La gente ha hecho cine allí gracias a la pasión”.

“Babylon la filmamos sin dinero, y no fue muy rentable, pero nuestra prioridad era hacer películas”, concluye el director. “Aunque la verdad es que en Túnez no era muy difícil superar a la generación anterior. Era una página en blanco que hemos podido completar”.

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