Juan Diego, las mil vidas de un actor rojo, bético, serio y comprometido
Fallecido este jueves en Madrid a los 79 años, el intérprete queda en la memoria sentimental de los españoles a través de sus numerosísimos y recordados papeles en cine, teatro y televisión
Para muchos será siempre el despiadado Señorito Iván de Los santos inocentes. Para otros, el mejor Franco que ha dado la pantalla, el de Dragón Rapide. Hay quien no olvida el Sergio Maldonado de El viaje a ninguna parte, o el San Juan de la Cruz de La noche oscura. Y para los más jóvenes, su rostro es y será el del comisario Lorenzo Castro Riquelme de Los hombres de Paco, o el Antonio Delgado de Padre Coraje. Todas esas vidas y docenas más encarnó el actor Juan Diego Ruiz Moreno a lo largo de su extensa carrera, una pasión por los escenarios y por la pantalla que solo podía acabar con su muerte, acaecida este jueves a los 79 años en Madrid.
Juan Diego Ruiz Moreno solía comentar a los amigos que no había olvidado nunca la música de los campanilleros de su pueblo, Bormujos (Sevilla), la banda sonora de su infancia, así como las dificultades del mundo rural. Su recuerdo más traumático era el de ser obligado por su padre a comer aceitunas con cuchara: desde entonces, no podía ver una en una ensalada. No obstante, aseguraba haber tenido una niñez feliz, que marcó su carácter sociable y comprometido.
La llamada del teatro sonó para él muy pronto, y a los 15 años ya debutaba sobre las tablas. Trasladado a Sevilla, amplió su formación y no tardó en foguearse en espacios televisivos como Estudio 1, al tiempo que iba decantando su militancia política, del Frente de Estudiantes Sindicalistas al Partido Comunista (PCE), que sería su formación para siempre.
El trabajador obsesivo Juan 'Pliego'
Con algo más de 30 años, y siendo pareja de una talentosísima jovencita llamada Concha Velasco, promovió una huelga de actores que luchaba por la reducción de las jornadas laborales en el teatro. La batalla antifranquista siempre lo tuvo en la trinchera. Tan tenazmente siguió ejerciendo su compromiso, que los compañeros llegaron a apodarlo Juan Pliego porque siempre andaba recogiendo firmas para alguna causa.
Sus inicios en la capital, no obstante, no fueron fáciles. Se mezcló con la bohemia del Café Gijón, de la que obtuvo amistades duraderas entre los actores y los letraheridos, y se dice que en los tiempos más duros llegó a dormir al abrigo del metro, por no tener con qué pagar una pensión. Pero sus dificultades económicas no durarían mucho.
Empezó a darse a conocer en el cine junto a otra joven genial, Ana Belén, en La criatura de Eloy de la Iglesia, pero su salto definitivo a la fama vino con Los santos inocentes (1984) de Mario Camus, seguida de El viaje a ninguna parte (1986) de Fernando Fernán Gómez, formando parte en ambas de los repartos más memorables del celuloide español. En todos estos trabajos empezó a demostrar un método de trabajo obsesivo, de profunda inmersión en sus personajes, que casi llega a poner en peligro su estabilidad emocional, especialmente en las citadas Dragon Rapide (1986) de Jaime Camino –donde hubo de meterse en la piel del dictador que más odiaba–, La noche oscura (1989) de Carlos Saura, filme en el que se sometió a los martirios de Juan de la Cruz tratando de reflejar la potencia de su mística, así como en Cabeza de Vaca (1991) de Nicolás Echeverría.
A pesar de acumular nominaciones a los Goya, su primer premio no llegó hasta su papel de capuchino en El rey pasmado (1991) de Imanol Uribe, honor que repitió con París-Tombuctú (1999) de Luis García Berlanga, y Vete de mí (2006), de Víctor García León. Juan Diego también recibió otros reconocimientos, como la Medalla de Andalucía en 2003, el título de Hijo Adoptivo de Sevilla, y el reciente nombramiento como hijo predilecto de su pueblo Bormujos que quedó sin celebración por su salud.
A partir de los años 90, en cambio, fue tomando discreta distancia de los platós de cine y se centró más en una carrera teatral que nunca había abandonado del todo. Su papel en El lector por horas (1999), de José Sanchis Sinisterra, le valió su único premio Max, pero Juan Diego imprimía su sello a cualquier proyecto en el que se involucrara. Sus compañeros podían verle relajándose con una copa después de una función –siempre fue un noctívago de fondo–, y de improviso verle marcharse. Cuando alguna vez le preguntaron que adónde iba, respondía: “A estudiar, a estudiar”.
La misma seriedad en el trabajo desplegó con su faceta televisiva, ya fuera con el Benito Zambrano de Padre Coraje (2002) que bajo las órdenes de Álex Pina con Los hombres de Paco (2005). A pesar de ser una estrella más que consolidada en el firmamento actoral español, en los últimos años dedicó no poco tiempo y energías a atender a nuevos cineastas como Pablo Berger (Torremolinos 73), Mireia Ros (El triunfo), Roger Gual (Remake) o Secun de la Rosa, con quien el año pasado estrenó el que sería su último largometraje, El Cover.
Corazón verdiblanco
Junto a la faena actoral, su gran pasión era el Betis, el equipo de sus amores. Una vez, conversando con su amigo y conmilitón Manuel Vázquez Montalbán en presencia del escritor Antonio Hernández, le preguntó a aquél: “¿Tú has leído El Betis, la marcha verde? ¡Un intelectual que dedique a su club un libro así, eso no lo tiene el Barça!”. El mismo club que le dio una última alegría –tras tantos años de manque pierda– conquistando la Copa del Rey hace tan solo unos días.
De lo que no tienen dudas quienes le conocieron es que vivió y se bebió la vida a fondo, con intensidad y elegancia, y esa es solo una de las lecciones que dejó a su público, junto a esas otras mil vidas que forman ya parte de la memoria sentimental de los españoles.
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