Nacho Sarria creció bajo un estigma: todo el mundo le ponía una tilde a la a de su apellido. Ya se sabe, había un célebre campo de fútbol conocido como Sarriá y al joven malagueño lo llamaban de la misma manera. Y aunque todavía hay quien se empeña en acentuar erróneamente, al menos los aficionados a la música saben ya decirlo correctamente: Sarria.
Lo saben, desde luego, los asistentes al Alhambra Monkey Week de Sevilla, que reconocen a Sarria como la gran revelación rockera del año. A sus 26 años, el que fuera guitarrista de Los Labios ha pasado de fungir como promesa dorada a ganarse a pulso el escenario Alhambra del festival. “Es una maravilla tener la oportunidad de estar en ese escenario y demostrar lo que hacemos. Yo me hubiera conformado con cualquier lugar del Monkey, pero han apostado por nosotros y les estamos muy agradecidos”, comenta.
Por otro lado, es para el músico una gran satisfacción presentarse así en Sevilla, la ciudad que lo adoptó y en la que pegó su estirón definitivo. “He pasado la mayor parte de mi carrera aquí, y sin embargo todavía no había podido presentar mi disco. Hacerlo con la calidez del público sevillano, saber que entre él hay gente que te quiere, se parece mucho a estar en casa”, comenta.
Y respecto a la sorda rivalidad Sevilla-Málaga, se declara neutral y por encima de disputas provincianas: “Málaga es mi tierra, la adoro, para mí sería absurdo ese tipo de pensamiento que enfrenta a una y otra. Son dos ciudades maravillosas y yo esa rivalidad futbolística no la he entendido nunca. Eso sí, me van a matar pero en Sevilla se come mejor”, ríe.
Una universidad de la música
No menos curiosos fueron sus comienzos con Los Labios. “Eran mi banda favorita. Los vi en Málaga una vez por casualidad, y sentí que pasaba un tren al que quería subirme. Eran músicos mayores que yo, pero con la misma búsqueda. A la gente con la que tocaba en esa época les dije que teníamos que telonearlos, y me obsesioné con esa idea hasta que lo logré”, recuerda.
Sin embargo, todavía tuvo que pasar algún tiempo hasta que pasara a formar parte de las filas del grupo. “Antes había llegado como pipa”, es decir, como personal que carga y descarga los equipos y ayuda al normal desarrollo de los conciertos. “Han sido mi universidad de la música. Fue un aprendizaje a la vieja usanza, de llevar los cafés y conducir la furgo a poder tocar con ellos. Cuando Álvaro [Suite] salió, me dieron la oportunidad en un festival en Galicia y pasé la prueba”.
No fue fácil, desde luego, reemplazar a un guitarrista como el sevillano. “Daba mucho miedo, de hecho”, asegura Sarria. “Álvaro es un tío con mucho carisma en escena. Subirte ahí y ocupar el puesto de alguien tan querido y con una impronta tan reconocible me hacía estar bastante acojonado, temía no estar a la altura. Pero la gente fue muy amable y me aceptó de inmediato. Lo respeté por todo lo que había fundamentado en el sonido del grupo, lo estudié, pero no quise copiarlo. Eso me hizo sentirme a gusto, me dio tranquilidad”.
Hasta que llegó la hora de emprender su proyecto en solitario. Algo que había ido fraguándose, según asegura el malagueño, desde mucho tiempo atrás, pero que empezó a cobrar forma y a imponerse de un modo imposible de posponer. “Tenía bocetos de esas canciones en el cajón desde mi primer año en el instituto, sin la menor pretensión. Pero con un par de años en Los Labios me picó el gusanillo y todo se fue armando en mi cabeza. Disfruto escribiendo letras en castellano, pensé que tenían chicha y ahí me lancé. Salí de Los Labios y me quedé solo con el proyecto. Tenía necesidad de tocar para mí, de expresarme cómo me siento”.
No obstante, todo fue más progresivo de lo que parece. La primera intención de Sarria era compaginar esta aventura en solitario con Los Labios, “sabía que iba a estar más feliz con ellos si hacía esto”, recuerda, pero poco a poco se fue haciendo a la idea de que tenía que caminar fuera de su “familia”, como la considera.
Desahogos y percepciones
En cuanto a las letras, dice ser “un poco exorcista, porque saco vivencias propias que a veces resultan un poco oscurantistas, sobre todo al principio: irme de una ciudad a otra, sentirme perdido…”, explica. “Uso las canciones para desahogarme, para plasmar mis sufrimientos y las percepciones que tengo de la vida. A veces me pregunto de qué hablan y ni yo mismo sé responderme, hasta que pasa el tiempo y ves cómo encajan con algún momento de tu vida. Estás tan concentrado en la rima, que necesitas distancia para verlo: ‘coño, esto hablaba de lo que me pasaba entonces’”.
También es muy recordado su proyecto The Wowos, un grupo de versiones “que acabó cuando me instalé en Sevilla, porque no tenía mucho sentido mantener dos grupos en dos ciudades distintas… Pero creo que no hemos acabado nunca de cerrarlo. Por qué no quizá dentro de un tiempo volvamos a retomarlo, y el día de mañana estemos de nuevo en una gira de chiringuitos haciendo canciones de los Rolling”.
El autor de canciones como Gitana, Esperando al sol o A todo color, amante de los sonidos analógicos “y de los instrumentos tocados por personas”, cita a los Stones como una de sus referencias, junto a Pink Floyd, “lo que más ponía mi padre en casa junto a la ELO”, The Doors o Kiss. “Yo veía a los Kiss y quería ser un superhéroe como ellos, hasta me compraba los muñecos en plan friki”. En la última edición del Alhambra Monkey Week de Sevilla le tocó demostrar sus superpoderes.