Una obra mayor
Teatro Clásico de Sevilla ha ido dibujando una trayectoria sólida y coherente, avalada por infinidad de premios y que le ha permitido ser una excepción de estabilidad en la casi siempre fugaz vida de las compañías andaluzas. Tras Hamlet, éste es su segundo encuentro con una obra de Shakespeare. La mano de Alfonso Zurro, director y responsable de la versión de los textos desde hace unos años, vuelve a proponernos una lectura de la pieza que la acerca al espectador del hoy (los clásicos, decía Luis de Tavira, son aquellos que no ha terminado de decir lo que venían a decirnos) y que pueda satisfacer por igual a todo tipo de público. Para ello, coloca en el centro de la trama el odio, en vez del amor. El odio como un personaje más que se va imponiendo y alentando a la destrucción. Y elige como marco, no la Verona del original, sino la España de la Guerra Civil. Esta decisión es uno de los grandes hallazgos de la función porque hace que en cada giro de la trama vivamos la angustia de una doble inevitabilidad: la muerte de ambos jóvenes y el estallido de la guerra fratricida cuya sombra sigue siendo demasiado alargada. Estos días parece que, por fin se va a sacar a Franco del Valle de los Caídos mientras algún político dice disparates sobre las Trece Rosas. Y es este extraño presente en el que parece que la página no se termina de pasar el que amplifica y hace que nos duela más este Romeo y Julieta, esta historia de un amor devastado por el odio que lo rodea.
La brillantez de la decisión implica, sin embargo, un reto dramatúrgico y escénico que, como acostumbra, Zurro resuelve con maestría: va sembrándola lentamente con proclamas y referencias a los sublevados a y los fieles a la República en la guerra, ironiza arrancando con los personajes disfrazados al modo del Renacimiento italiano; para ir haciendo calar la amenaza prebélica se apoya en un atinado espacio sonoro de Jasio Velasco, en la progresión del vestuario de los personajes firmado por Carmen y Flores de Giles, y la eficaz y hermosa iluminación de Florencio Ortiz.
Una apuesta por la juventud
La elección de la pieza, por su reparto, ha implicado la apertura a una nueva generación de intérpretes. Siempre es bienvenida una apuesta por la juventud teatral y es valiente correr el riesgo de hacer esta pieza de Shakespeare que exige, para su credibilidad, unos intérpretes jóvenes a los que, sin embargo, obliga aun reto actoral mayúsculo. Romeo y Julieta lidian con unos parlamentos y unos cambios de estado de ánimo endiablados. Claro que en algún momento se les ven fisuras, pero yo no he visto nunca Romeos ni Julietas perfectos, y Lara Grados y Ángel Palacios encarnan su respectivos roles con entrega absoluta y salen ilesos del reto. Junto a ellos, Santi Rivera es un Mercucio que mezcla ligereza y poesía; Luis Alberto Dominguez un Benvolio frágil y, por tanto, cercano; José Luis Bustillo sobresale en su doble carácter: un Paris tiránico pero enamorado y un inquietante Tebaldo; Rebeca Torres y Antonio Campos son los padres de Julieta, sólidos como suelen en toda la pieza, y que emocionan en dos de las mejores escenas de la función (la casi paliza a Julieta y su muerte, ambas son muestra del talento excepcional de Zurro); Amparo Marín, esta vez en registro cómico, nos regala un Ama entrañable y, al tiempo, cómplice del horror; Manuel Monteagudo es el criado y el Fraile, rayando al altísimo nivel a que nos tiene acostumbrados. Así, todo el elenco, los veteranos del Teatro Clásico y los recién llegados, empastan su trabajo y hacen de la propuesta un ejemplo del talento que hay en la escena sevillana y andaluza hoy.
Un muro que es todos los muros
El trabajo escenográfico, ese muro de dos caras que marca los diversos espacios interiores y exteriores por los que transita la pieza es, quizá, menos espectacular que las dos últimas propuestas que hizo Curt Allen para el Teatro Clásico (Hamlet y Luces de bohemia), pero hace resaltar el trabajo actoral y, en su austeridad y desnudez, va contagiándonos el escalofrío de una guerra que se acerca. Ese muro es todos los muros donde fueron fusilados inocentes, ese muro que se abre en dos durante la función es cada una de nuestras familias, rotas por el enfrentamiento y el odio. Ya es hora de que se cierren las heridas, que se llame a las cosas por su nombre y termine esta eterna posguerra.
La obra, eso sí, tardó un poco en atraparme. No sé si porque la trama amorosa de arranque no está del todo conseguida todavía (la función se acaba de estrenar) o porque ésta es una obra que necesita empezar demorada para ir calando poco a poco. Es cierto, en cualquier caso, que en ese arranque está una de las grandes dificultades del original: cómo mostrar a dos chicos jóvenes e inocentes que, casi inmediatamente, van a tomar una decisión que les hará mirar de frente a la muerte. En cualquier caso, la función no tardó en calarme. Y al final terminé hasta los huesos, feliz de ver teatro de tal calidad hecho por gente de aquí. Para mi catálogo de heridas escénicas que se me harán cicatrices, cuatro momentos sublimes: esa pelotita votando tras la muerte de Mercurio que escapa hacia el patio de butacas, el citado conato de paliza a Julieta, la muerte de ésta (escalofriante la reacción del Ama y los padres) y el final que se distancia del original de Shakespeare y que no cuento para que os deje tan removido como a mí. En definitiva, Romeo y Julieta es, para mí, una de las obras mayores de un director y dramaturgo que, en su trayectoria lleva ya un buen puñado de ellas; y también la obra de una compañía que es ejemplo de buen hacer y supervivencia en medio del desierto que sigue siendo la escena andaluza. Vale.