Instintivamente, pensamos la convivencia como aspiración en ámbitos muy diversos: la vivienda, el lugar de trabajo, el edificio, la calle, el barrio. Aspiramos a convivir relación positiva entre personas y grupos basada en el respeto, cuidada a través de la comunicación, potenciada con metas compartidas, labrada en la gestión de los asuntos comunes, del reconocimiento del otro en lo que tiene de común y en su diferencia, salvada mediante la negociación para resolver tensiones y conflictos. Convivir es más que coexistir en el mismo espacio con personas y grupos extraños, sin apenas factores de identidad compartida, que evitan los conflictos sin tender puentes de comunicación, más bien cerrados en grupos estancos.
Así como la coexistencia puede contentarse con relaciones superficiales, la convivencia exige mayor profundidad o intensidad en la relación. A tal fin, es ineludible tomar en serio los distintos componentes que identifican a la otra persona, también los que se mueven en las capas más profundas: las tradiciones en las que ha sido formada, su identidad electiva, lo que toca a su vocación, su escala de valores, su espiritualidad, lo que afecta a su conciencia. Esta es la gran razón por la que contemplar la dimensión religiosa de la persona, su modo de vida en lo que viene moldeado por tradiciones religiosas, lo que le está permitido y vedado en conciencia, lo que afirma su fe, sostiene su esperanza y le vuelca hacia los demás. O lo que le pone en guardia, porque afecta a lo más sagrado.
Cuando se trata de convivir día a día en un ámbito local próximo, hay cuestiones que tocan a la religión que no se pueden desconocer. Por ejemplo, en ocasiones, la práctica religiosa desbordará los espacios familiares y comunitarios, de modo que será preciso negociar el uso del espacio público: locales municipales, parques, plazas, calles… Las fiestas religiosas que jalonan el año para toda la comunidad y las que jalonan la vida son ocasiones en las que, frecuentemente, se invita a parientes, amigos, vecinos… Asociarse a la alegría y al duelo de otros es importante para convivir, cosa que facilita saber qué celebran, el significado de tal o cual rito, las normas mínimas de cortesía de quien participa sin formar parte de la comunidad religiosa. La religión ordena muchos significados, jerarquiza valores, establece catálogos de deberes y prohibiciones. Una sociedad plural no comparte todas las propuestas de sentido, ni todas las escalas de valores. La convivencia se juega en reconocer qué valores son compartidos, qué diferencias se pueden respetar o tolerar, en qué la discrepancia se muestra respetuosa, y que no debe ser tolerado. Es preciso mediar, sí. Para ello, es preciso discernir con finura el revestimiento cultural del fundamento religioso de muchas normas y costumbres. Es necesario contar con quien conozca las varias tradiciones religiosas e ideológicas en conflicto por una cuestión dada, y que ayude a traducir elementos equivalentes, a delimitar bien lo más difícil de armonizar.
La religión no es un asunto privado: la experiencia religiosa engendra comunidad. Y las comunidades abren espacios de culto, asociaciones sociales y culturales confesionales, centros educativos, sanitarios y un largo etcétera. En una calle o en un barrio, hay centros y comunidades muy ensimismado, a los que vale la pena invitar a participar en la vida común. Y, al contrario, los hay que se convierten en actores comunitarios en ese sentido del conjunto de actores que pueblan ese ámbito y que dinamizan la convivencia. Los líderes religiosos pueden potenciar mucho la convivencia, sobre todo cuando aúnan el conocimiento profundo de los miembros de su comunidad religiosa con un amplio abanico de relaciones humanas e institucionales en el barrio. Merece la pena apostar por la participación ciudadana de las comunidades religiosas. Lo cual exige reconocer la importancia de la dimensión religiosa de cara a la convivencia.
Instintivamente, pensamos la convivencia como aspiración en ámbitos muy diversos: la vivienda, el lugar de trabajo, el edificio, la calle, el barrio. Aspiramos a convivir relación positiva entre personas y grupos basada en el respeto, cuidada a través de la comunicación, potenciada con metas compartidas, labrada en la gestión de los asuntos comunes, del reconocimiento del otro en lo que tiene de común y en su diferencia, salvada mediante la negociación para resolver tensiones y conflictos. Convivir es más que coexistir en el mismo espacio con personas y grupos extraños, sin apenas factores de identidad compartida, que evitan los conflictos sin tender puentes de comunicación, más bien cerrados en grupos estancos.
Así como la coexistencia puede contentarse con relaciones superficiales, la convivencia exige mayor profundidad o intensidad en la relación. A tal fin, es ineludible tomar en serio los distintos componentes que identifican a la otra persona, también los que se mueven en las capas más profundas: las tradiciones en las que ha sido formada, su identidad electiva, lo que toca a su vocación, su escala de valores, su espiritualidad, lo que afecta a su conciencia. Esta es la gran razón por la que contemplar la dimensión religiosa de la persona, su modo de vida en lo que viene moldeado por tradiciones religiosas, lo que le está permitido y vedado en conciencia, lo que afirma su fe, sostiene su esperanza y le vuelca hacia los demás. O lo que le pone en guardia, porque afecta a lo más sagrado.