La faja pirítica se extiende a lo largo de 230 kilómetros y ancho (50 kilómetros) del sur de Europa. Es una mina de riqueza que se encuentra bajo los pies de andaluces y portugueses y que el 25 de abril de 1998 se convirtió en lo contrario: en una catástorfe que se extendió bajo un manto negro de contaminación, propulsado hasta Doñana por el cauce del río Guadiamar.
La balsa de la corta de los Frailes (Sevilla) reventó y provocó el vertido de Aznalcóllar. “No se podía mantener aquel peso tan enorme sobre un material margoso, que fluye y, como todos sabemos, es el peor para la construcción. Son arcillas hinchables que, ante la presión, funcionan como un flan: la base del muro que contenía la balsa no pudo soportar aquel peso”.
Y estalló. Así lo explica Emilio Galán, catedrático emérito de mineralogía de la Universidad de Sevilla, en unas jornadas organizadas por el 20º aniversario del vertido en el IRNAS (Instituto de Recursos Naturales y Agrobiología de Sevilla), el centro del CSIC que sigue monitorizando la contaminación de la zona. El propio Galán cifra la consecuencias actuales del desastre: el 9% de los residuos vertidos siguen contaminando la llanura de inundación del río Guadiamar.
La contaminación residual siempre ha sido objeto de preocupación de la comunidad científica. El propio Galán detectó hace 16 años que había una cantidad considerable de sustancias tóxicas, como arsénico o plomo, en el suelo de la zona. Los movimientos de tierras durante las tareas de descontaminación habían empujado los metales pesados a una profundidad de entre 25 y 50 centímetros.
El que era entonces director de la Estación Biológica de Doñana (cesado recientemente como responsable del CSIC en Andalucía), Miguel Ferrer, compara la acidez de las aguas contaminadas con las de una batería de coche. Un ph de 2,5. El investigador recuerda que la retirada de los lodos, que contenían metales pesados, como arsénico, cadmio, plomo o zinc, fue la medida más inmediata, más urgente. Para retirar 17 millones de toneladas de suelo contaminado se movilizaron 491 camiones, 868 personas y 154 máquinas.
Por su parte, el profesor Galán recuerda aquello como un auténtico frenesí. “Eran camioneros portugueses, que circulaban a mucha velocidad, ya que les pagaban por camión. No fue una retirada tranquila, pero sí efectiva. En dos meses se retiró el 70-80% del lodo”. Se quitaron los lodos y hasta 20 centímetros de suelo, ya que la contaminación había penetrado hasta capas más profundas. Para contrarrestar la acidez del arsénico y los carbonatos, se empleó óxido de hierro y se añadió tierra compostada rica en materia orgánica.
La efectividad de la espuma azucarera
A lo largo de estos años, los científicos han tenido la oportunidad de comprobar, en un pequeño laboratorio al aire libre, que la vida no ha regresado allí donde no se le ha dado un buen empujón. No basta con retirar los lodos. En cambio, en aquellas zonas donde se trató el suelo con espuma azucarera, que tiene un 9 de Ph, “ésta actuó inmediatamente, subiendo el Ph y la vegetación pudo colonizar estas parcelas y crecer normalmente”.
Francisco Cabrera, profesor jubilado del IRNAS, explica que para regenerar la zona “nos apoyamos en la recuperación natural. En el suelo tienen lugar procesos naturales como la precipitación, la absorción o la complejación que tienden a inmovilizar y disminuir la toxicidad de los elementos trazas”. Es decir, de los contaminantes. Por poner un ejemplo muy cercano, Cabrera señala que “si hubiera sido un Prestige, habría sido más fácil, ya que el petróleo es orgánico y se desagrada”. Los metales pesados no se desagradan: o se retiran o se inmovilizan para que no afecte a plantas, animales y seres humanos.
Ahí es donde entró la reforestación con más de 30.000 plantas y árboles mediterráneos como el alcornoque, la encina o el acebuche. ¿Qué consiguen estos árboles? Absorber los metales pesados y que éstos, y eso es lo interesante, se queden en sus raíces… pero no en sus hojas, para que no pase a la cadena trófica. Para que ningún animal ingiera plantas contaminadas.
Al papel que cumplen las plantas en todo este proceso se le denomina fitoestabilización: “las raíces contienen el suelo e impiden la propagación de la contaminación y disminuye el peligro de que se contaminen las aguas subterráneas”. “Se ha logrado que las plantas vuelvan a crecer en un suelo que tiene una concentración alta, pero no toxicidad”. Hay contaminación, pero no polución: la vida se abre paso con una cierta normalidad.
Contaminación de acuíferos
Uno de los mayores peligros del vertido es precisamente que los metales pesados lleguen al nivel freático y contaminen los acuíferos. Pirita, arsénico, plomo, cadmio y zinc. Según Emilio Galán, la concentración de estos elementos ha evolucionado de manera diferente a lo largo de estos 20 años. La acidez ha subido, han bajado los niveles de pirita (que se ha oxidado), el arsénico ha disminuido un poco (no desaparece, sino que se va a otro sitio y existe el riesgo de que termine en el nivel freático), el plomo se estabiliza, mientras que el cadmio y el zinc son muy móviles.
El ganso y el calamón fueron las especies de aves más afectadas. Según Miguel Ferrer, “no hubo afección a la población de aves, algo que no hubiera ocurrido si no se hubieran retirado los lodos”. Sin embargo, uno de los efectos más espectaculares que tuvo el vertido sobre los animales fue la deformación del pico de las cigüeñas, debido al arsénico.
Los científicos lamentan que en los últimos años haya disminuido la financiación pública para mantener los terrenos contaminados bajo control, ya que los metales pesados nunca desaparecen. Son especialmente peligrosas las lluvias torrenciales, tras épocas muy secas, porque liberan muchos elementos tóxicos. Además, el río Agrio sigue sufriendo filtraciones de la balsa de la mina. Los científicos creen que hay que separar el río de la balsa, crear un comité de emergencia, que permanezca siempre alerta ante cualquier desastre ambiental, y que nunca se pierda de vista lo que ocurre en el corredor verde del Guadiamar.