Sara Rojas / Luis Serrano

23 de diciembre de 2022 19:59 h

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Oler las plantas, saborear el chocolate, sentir el viento acariciando la piel… Pequeños placeres que iluminan de felicidad el rostro de Juan de Dios, aunque no pueda expresarlo con palabras. Nació sin ver ni oír, pero eso no le impide relacionarse con su entorno y transmitir sus sentimientos. De hecho, “con los recursos necesarios”, las personas sordociegas como él pueden llegar a “ser muy felices”. Pero para poder alcanzar semejante nivel de expresión y comprensión de la realidad, necesitan contar con una atención individual, adaptada a sus circunstancias, como la que brindan en Santa Ángela de la Cruz, un centro que se rige por la misma filosofía que Antoine de Saint-Exupéry plasmó en su mítico Principito. “Solo se puede ver con el corazón, lo esencial es invisible a los ojos”, reza un cartel en la sala de estar de la residencia.

“Esa siempre fue la utopía” de la Asociación Española de Familias de Personas con Sordoceguera (APASCIDE), que contemplaba cómo sus chicos y chicas al cumplir la mayoría de edad dejaban de poder asistir a unidades específicas para discapacitados donde, en algunas ocasiones, ni siquiera se les trataba como sordociegos. “Había que darle continuidad a lo aprendido porque todavía tenían que desarrollar su personalidad, sus conocimientos y habilidades sociales”, recuerda Dolores Romero, su presidenta. De modo que una entidad que nació con vocación meramente reivindicativa, terminó “prestando servicios”. Y después de “arriesgar lo poquito” que tenían, la quimera de crear un centro residencial con unidad de día específica para este colectivo se hizo realidad en octubre de 2010. Entonces se inauguró el centro Santa Ángela de la Cruz, el único de toda España especializado en atender a jóvenes y adultos con una doble discapacidad sensorial aún muy desconocida para buena parte de la sociedad.

Actualmente, APASCIDE estima que hay unas 8.000 personas en todo el país en estas condiciones, a tenor de los resultados de un reciente estudio sobre las personas sordociegas en España a cargo del Ministerio de Derechos Sociales y Agenda 2030. Cifra que ascendería a 34.000 personas si se contemplan los 26.000 mayores de 65 años que se calculan han adquirido la sordoceguera como consecuencia del deterioro de la edad. De todas ellas, el centro que se encuentra a unos 20 kilómetros de Sevilla, en el término municipal de Salteras, acoge en estos momentos a un total de 40 personas (sumando plazas del centro residencial y el de día) “con grave déficit visual-auditivo y con problemas de comunicación o en riesgo de exclusión social”, tal y como señala Ruth Lirio, directora de gestión. Otras tantas aguardan en lista de espera hasta poder acceder a una de las plazas que se solicitan mediante los recursos de la Ley de Dependencia.

En concreto, este enclave del aljarafe sevillano se ha convertido en el hogar de Juan de Dios y de otros 25 hombres y mujeres con edades comprendidas entre los 21 y los 62 años, procedentes de diferentes puntos del país. Cada uno con sus características propias - “la sordoceguera se manifiesta en cada persona de una forma distinta” - pero todos “gravemente afectados”, como explica Sara Leocadio, directora de la Residencia, en uno de los encuentros con elDiario.es Andalucía. Si bien la situación de los residentes es especialmente “compleja” porque a menudo presentan otras dificultades o discapacidades complementarias al déficit visual y auditivo, Sara asegura que “la convivencia es muy buena”.

Códigos propios, lenguaje universal

Además del corazón, en Santa Ángela de la Cruz el tacto adquiere el poder de la mirada. A través de la lengua de signos apoyada (sobre las palmas de las manos), las personas sordociegas pueden relacionarse con los mediadores comunicativos utilizando el contacto con las manos, convertidas en sus ojos y oídos. En otros casos, son gestos, sonidos y expresiones faciales los que hablan. “No siempre se necesita un sistema de comunicación”, afirma Olga Díaz, la directora de la unidad de día que atiende diariamente a 14 usuarios con déficit sensorial y graves problemas de comunicación. “Nos empeñamos en que tienen que aprender un sistema, pero primero hay que entrar en su mundo, intentar comprenderlo y desde ahí contemplar sus necesidades, captar todas esas señales comunicativas y encontrar otras fórmulas para comunicarnos con ellos”, añade.

De ahí la importancia de brindarles recursos que les permitan canalizar sus emociones y pensamientos. Sin estas herramientas, la impotencia indecible de sentirse incomprendidos y encerrados en su propio mundo se manifiesta en conductas autolesivas, como las que mostraba hasta hace unos años Jenny, afectada por una meningitis a pocas horas de nacer. Sin embargo, desde que empezó a asistir al centro de día de APASCIDE, su comportamiento “ha cambiado por completo”. Su madre, Genoveva Jiménez, con la emoción de sentirse agradecida, reconoce que Jenny ya no se provoca lesiones porque ha aprendido a pedir aquello que necesita.

A veces las actividades son una mera excusa, una herramienta para prevenir el aislamiento y conectarlos con el mundo

Dado que se trata de un “colectivo muy heterogéneo” en el que conviven tanto personas con algún resto visual o auditivo, con sordociegos congénitos como Juande y otras que han adquirido la sordoceguera de forma paulatina debido a síndromes o enfermedades degenerativas, las instalaciones del centro están diseñadas para que los usuarios puedan desenvolverse con autonomía por sus pasillos y habitaciones. Diferentes colores y texturas identifican cada estancia, cada integrante lleva asociado un símbolo, barandillas recorren el edificio... Todo para conformar un código propio a través del cual, sin ver ni oír, los usuarios pueden desarrollar dinámicas similares a las que se reproducen fuera del centro.

Un reto diario

También la vida aquí está marcada por la rutina. A diario, los usuarios combinan tareas cotidianas de alimentación y aseo personal con una extensa variedad de talleres de lectoescritura, cuidado del huerto o cerámica, en función de las capacidades e inquietudes de cada uno. Lo importante, afirma Olga, es que “ellos son los que deciden”. De hecho, “a veces las actividades son una mera excusa, una herramienta” para prevenir “el aislamiento” y “conectarlos con el mundo”, al tiempo que fomentan la “participación” de estos jóvenes y adultos en la toma de decisiones propias. Entretanto, también alcanzan determinados “objetivos en relación con la salud, la psicomotricidad, el desarrollo cognitivo y el aprendizaje constante”, al realizar, entre otras, terapias ecuestres como las que llevan a cabo semanalmente en La Herradura. Siempre “teniendo presente” sus necesidades y preferencias, como insiste la directora del centro de día.

Asimismo, a lo largo de la jornada disponen de tiempo para el ocio. Alguno de ellos como Cristian, un apasionado del deporte, dedica dos o tres horas diarias a entrenar y a prepararse para volver a participar en eventos deportivos como la Carrera Nocturna del Guadalquivir, a la que ya fue junto a otros compañeros antes de la pandemia. En otras ocasiones, el ejercicio lo realizan en contacto con la naturaleza, visitando parques de la ciudad. Algo que disfruta especialmente Juande, quien reconoce que le encanta pasear por el Alamillo mientras conversa sobre las manos de Sergio Vázquez, uno de los mediadores.

Las salidas del centro también las aprovecha Juanjo, de 62 años, para reunirse algunas tardes con un grupo de amigos en Gerena. Cuando lo hace, lleva consigo el bastón rojo y blanco que identifica a las personas sordociegas. Un objeto que, según ha podido percibir el usuario más veterano de la residencia de APASCIDE, causa extrañeza a ojos de la población, que todavía desconoce su significado, así como la existencia de un colectivo que no puede ver ni oír. En su caso, nació sordo y fue perdiendo progresivamente las facultades para ver a causa del síndrome de Usher. Hoy ya se considera sordociego, pero asegura que “puede hacer muchas cosas”. Lo cuenta en lengua de signos con una expresividad asombrosa, motivada en parte por el entusiasmo que le despierta compartir su historia y conocer la de las personas que le rodean, aunque requiera de una mediadora para trasladar sus mensajes y poder reivindicar ante la sociedad que se les tengan en cuenta.

Por su parte, Victoria se declara amante de la lectura. Estanterías repletas de libros en su habitación lo confirman. Orgullosa de su colección, cuenta que puede cultivar esta afición gracias a que conserva resto visual y el centro le ha facilitado una “telelupa” que le permite captar cada palabra. Actualmente, está leyendo Los pilares de la Tierra. La ilusión que desprende al decirlo evidencia que sus ganas por adentrarse en la obra maestra de Ken Follett superan con creces el tiempo que tiene que invertir en completar una página.

Como a quien le toca la lotería

El proyecto que surgió “para dar respuesta a una necesidad” detectada por los familiares de APASCIDE lleva ya 12 años “mejorando la calidad de vida” de las personas sordociegas. Así lo constata Juanjo al señalar que antes de pasar a formar parte del centro Santa Ángela estuvo interno en una residencia de ancianos en Cáceres, su ciudad natal. Allí no se podía relacionar con nadie porque nadie sabía lengua de signos. Por eso, cuando le dieron la oportunidad de ocupar una de las plazas del centro en la que vive desde 2011, no se lo pensó. Ahora puede comunicarse con sus compañeros y monitores, mientras desarrolla sus habilidades a través de los diferentes talleres. “Estoy muy contento, quiero vivir para siempre aquí”, traduce Marta mientras Juanjo acompaña sus gestos de una sonrisa infantil, por inocente y sincera.

Con los recursos necesarios, las personas sordociegas pueden desarrollarse al máximo de sus posibilidades y llegar a ser muy felices

En efecto, puede hacerlo porque las plazas son vitalicias. Lo cual aporta “tranquilidad” a las familias, como celebra la madre de Jenny. “El día que el centro Santa Ángela abrió me tocó la lotería”, admite Genoveva antes de rememorar sus palabras exactas: “ya puedo morir tranquila”, pues aunque hoy su hija se beneficie solo del centro de día, sabe que cuando ya no puedan atenderla sus padres y hermano, tendrá la opción de vivir en un centro que “tiene todo lo que necesita”. Se refiere, sobre todo, a los mediadores. “Unos profesionales preparados en sistemas alternativos de comunicación, conocedores de la lengua de signos y con unas habilidades comunicativas y afectivas muy particulares”, apunta en línea similar Olga al argumentar lo que diferencia a este centro de los demás.

En los momentos posteriores a la puesta en marcha del centro, los pensamientos de Dolores Romero, también directora del centro, no solo fueron de celebración: “Ya está hecho, ahora hay que mantenerlo”. Advertía ya por entonces que al coste del mantenimiento de unas instalaciones que rondan en su conjunto los 5.400 metros cuadrados, habría que sumarle el gasto relativo a “la cantidad de profesionales especializados que se necesitan”. “La atención de las personas con sordoceguera tiene que ser uno a uno”, informa Dolores. Y, a pesar de que el centro está lejos de cumplir esa ratio, las dotaciones que reciben por cada plaza que tienen concertada con la Junta de Andalucía y con otras tres comunidades (Madrid, Extremadura y Castilla-La Mancha) no alcanzan para cubrir los gastos anuales, cifrados en 1.900.000 euros para el año que viene, según avanza la directora del centro a esta redacción.

De esa cantidad, la Junta de Andalucía (la administración que cuenta con el mayor número de plazas de residentes - 19 de 26 - y con el total de la unidad de día) aporta 226.000 euros de los 450.000 que cuesta mantener el centro de día, así como 721.000 euros de 1.450.000, relativos a la residencia. Todo ello, sumado a la contribución de los usuarios (que desembolsan el 75% de sus ingresos en el caso de la residencia, y el 25% en el servicio diario), genera un déficit de aproximadamente 430.000 euros que necesitan “conseguir mediante donativos para no ir a la quiebra”, como explica la máxima responsable de Santa Ángela. Esta cuantía es similar a la que manejan cada año. Y, a pesar de la incertidumbre que les acompaña durante el curso, la presidenta de APASCIDE se sienta afortunada porque, hasta ahora, siempre logran sufragar los gastos gracias al “club de amigos” del centro. “Hemos ido teniendo suerte”, sostiene Dolores en alusión al esfuerzo de las 220 familias que componen la asociación española de sordociegos y contribuyen con su cuota, además de los colaboradores que conceden una aportación económica cada año, animando al equipo directivo del centro a seguir con el proyecto porque, en palabras de la directora, “nuestros chicos se lo merecen”.

Luz en la oscuridad

En muchos casos, los avances son notables y demuestran que “con los recursos necesarios” las personas sordociegas pueden desarrollar sus capacidades cognitivas. No pueden ver ni oír, pero sí percibir sensaciones, movimientos, olores, sabores y tactos a través de la piel. Y, sobre todo, “pueden llegar a ser muy felices”, como garantiza Dolores. Su hija Inés es una de las usuarias de la residencia y asegura que después de pasar un fin de semana o periodos vacacionales en casa, “regresa al centro feliz”. “Aquí está rodeada de sus iguales, de personas que la entienden, saben tratar con ella y cuidan muchísimo el afecto”, asevera convencida de los beneficios que reporta sobre su hija contar con unos profesionales que le brindan recursos para crecer y ampliar su concepción del mundo.

La noche de la ignorancia y la insensibilidad es la única tiniebla impenetrable

Al respecto, quienes conviven (y aprenden) con ellos aseguran que en Santa Ángela de la Cruz trabajadores y usuarios forman “una familia”. Sergio Ruiz, uno de los mediadores en la comunicación, coincide con sus compañeros y añade que, a su modo de entender, “los chicos son los profesores y nosotros somos sus alumnos”. “Ellos nos van enseñando qué necesitan y como alumnos buscamos cuáles son sus capacidades, las metas que quieren alcanzar y vamos adaptando el mundo a su realidad para que puedan vivir una vida lo más normalizada posible”, expresa Sergio. En este sentido, su tocayo reconoce también que cuando termina su jornada laboral, se lleva consigo las lecciones que ha aprendido en el centro. “Te enseñan a relativizar”, apunta, “cuántas veces nos preocupamos por cosas insignificantes y cuando observas lo luchadores que son estos chicos piensas, qué más da”.

De algún modo, la labor que desempeñan estos profesionales, sumada a la voluntad de los familiares por dar a conocer la realidad de las personas con sordoceguera, constituyen el antídoto para evitar que caiga sobre este colectivo “la noche de la ignorancia y la insensibilidad” que Helen Keller, escritora y activista política sordociega del siglo XX, advertía como “única tiniebla impenetrable”. Los padres de Jenny tienen su propia interpretación: antes de que surgiera el centro, vivían “en la oscuridad”. Ahora Santa Ángela de la Cruz se ha convertido en su faro. Los chicos “son luz”, capaces de “multiplicar” y propagar todo “el amor y cariño” que reciben.

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