A Mohamad se le vidrian los ojos al relatar aquel 3 de mayo de 2015. Los aviones sobrevolaban Alepo. Un estruendo llenó todo de polvo. Su primer pensamiento se dirigió irremediablemente a su hijo. El colegio estaba cerca. El peor de los presagios. Una hora y media de escombros más tarde lograron sacar al pequeño ensangrentado. Le dijeron que no había esperanza. 19 meses después, en un humilde barrio de Sevilla, da gracias a dios de que lo puede contar, sobrecogido por el recuerdo pero con una sonrisa casi permanente. Ha conseguido, y lo repite sin descanso, protección y seguridad para su familia.
El fin del sitio de Alepo trasladará la guerra a otras zonas de Siria. Irán y Rusia han llevado a Bashar al-Asad a la victoria. Después de Alepo, Idlib se convertirá en el último bastión urbano no controlado por el régimen, a excepción de Raqqa, tomada por ISIS. Pero esta historia no va de esto. Va de un testimonio, el de víctimas civiles de una guerra que otorga sentido pleno al momento en que, al hablar de la crisis de los refugiados, se dice que huyen del terror y de la violencia. En este caso, la manida frase no se enmarca en el oportunista discurso de ningún político ni obedece a ningún lugar común.
La historia de la primera familia siria reasentada en Sevilla es tan real como las fotos que acompañan este texto, la actual y la de aquel fatídico 3 de mayo de 2015, la impactante imagen de un padre llevando en brazos a su hijo de doce años de edad con media cara destrozada. Paradójicamente, fue el principio del fin tras cuatro años de “pesadilla”, como define Mohamad la vida en Alepo desde que comenzaron las hostilidades y hasta hoy. “Durante esos años no había nada”. Su vida antes de la guerra era “mejor que espléndida”, afirma. El otro mantra que repite Mohamad es que espera devolver algún día a esta ciudad y a este país, España, todo lo que han hecho por él y su familia, y pide a la UE que ayude a España para que los refugiados puedan normalizar su situación.
El drama vivido por los refugiados provoca situaciones como la que hace que Mohamad muestre al tiempo fotos de las heridas de su hijo en el hospital turco con las de su inminente nuevo hogar en un pueblo de Sevilla. “Fueron los tres peores días de mi vida” los que siguieron a aquel 3 de mayo, reconoce. Sólo hay que ponerse en el lugar: con solo una silla para sentarse, su hijo muriéndose, un idioma diferente, un trasiego de heridos, su mujer y otros dos hijos bajo las bombas, y un futuro incierto pero, según lo vivido, no muy alentador.
Largos meses en Kilis, al sur de Turquía
Mohamad Makansi (46 años) y Ghusoum Jawad (41) tienen concedida la protección subsidiaria. Con sus hijos de 14, 13 y 9 años, formaron parte de un grupo de 18 refugiados que a finales de junio aterrizó en el aeropuerto Adolfo Suárez-Madrid Barajas dentro del Programa Nacional de Reasentamiento. Antes de coger el vuelo Estambul-Madrid, convivieron durante meses con miles de refugiados en la ciudad fronteriza de Kilis, al sur de Turquía, hasta que en enero de este año se registraron en el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). Entrevistados finalmente en abril, el Ministerio de Empleo y Seguridad Social decidió que vinieran a España con el estatuto de refugiados.
Un dispositivo de acogida habilitado por la Fundación CEPAIM ha sido su nuevo hogar estos meses en Sevilla. El local que tienen en El Cerro del Águila es hoy un ir y venir constante de personas inmigrantes, cada una con su particular historia. “La sociedad muchas veces vive ajena a estas historias y la de la familia Makensi nos da fuerzas para seguir”, señala emocionada Rocío Mateo, representante de CEPAIM en Sevilla y que ha facilitado el encuentro.
El reasentamiento es una opción por la que un tercer país (distinto del país de donde ha huido la persona refugiada o del país en el que primero buscó asilo o donde reside) ofrece a una persona la condición de refugiada. España se comprometió en marzo de 2016 a reasentar a 1.449 personas sirias refugiadas en dos años, pero en nueve meses sólo han llegado 289, es decir, el 20%, todas desde Turquía y Líbano, según datos recién publicados por Oxfam Intermón. La cuota justa de personas refugiadas que España debería reasentar es de 16.031, según cálculos de esta organización basados en la riqueza del país. Si se tienen en cuenta las dos vías principales para acoger refugiados sirios (reasentamiento y reubicación), los datos son aún peores: el Gobierno se ha comprometido a recibir a 17.387 personas refugiadas, pero hasta ahora sólo 687 han llegado a nuestro país, o sea, el 4%, según se puede comprobar en las cifras oficiales del Ministerio del Interior sobre personas refugiadas llegadas a España.
Pero volvamos al 3 de mayo de 2015. Mohamad fue a su trabajo como cualquier otro día, dentro de la dudosa normalidad que supone estar en un país en guerra. “Había caído una bomba a menos de un kilometro y sabíamos que otra estaba a punto de caer. Son minutos eternos, de mucha incertidumbre. Todos tratan de esconderse donde pueden”. Él, que trabajaba en la construcción y solía arreglar los desperfectos y las consecuencias de la guerra en los edificios de su ciudad, aquellos que podían ser medianamente recuperados, vio entre el polvo levantado como el colegio de su hijo había sido alcanzado de lleno.
Después de la fatídica segunda bomba y la imagen del rescate comenzó la odisea de la huída. Lo primero, un hospital, ya en Turquía, cerca de la frontera, y luego el “milagro” de su recuperación. “Estuvo nueve días muerto”. Los cuatro años antes de su llegada a España son “un sueño, como un película”. “Tenemos mucha suerte. Pienso que, si haces el bien, la vida te lo devuelve”.
Mohamad, en su estancia en el hospital turco, no tenía otra cosa que hacer que ayudar y cuidar a los enfermos en la medida de lo posible. Esa generosidad, seguramente, le ha dado un futuro a su familia por un giro del destino. Quería traer a su familia, pero no sabía cómo. Uno de los ancianos a los que otorgó su compañía resultó ser el abuelo de una persona bien posicionada en la frontera turca. “Dile a tu familia que se prepare y que en tres días estén en la frontera”, le dijo. Eso y la inestimable ayuda de otra persona del ejército sirio, que facilitó la salida del país de su mujer y dos hijos esconcondidos en un autobús, posibilitó el reencuentro de los Makansi. Un tiroteo, una caravana de camiones y la agonía de un fuego cruzado en el lugar donde creía que estaba su familia mentras cruzaba la frontera, fueron los últimos obstáculos. La esperanza, aun sin estabilidad, rebrotaba. Y los ojos de Mohamad y Ghusoum se vuelven a vidriar.
En medio de una guerra
Mohamad reniega del trato recibido en Turquía en el año que estuvieron con otros refugiados. “Para el turco, lo primero es el hermano musulmán. En Siria no había esas diferencias entre cristianos y musulmanes. El Gobierno turco pide ayudas para acoger a los refugiados pero nosotros no recibimos ninguna ayuda, a pesar de que los sirios han mejorado la situación económica del país”, explica. “Ahora solo queremos seguridad y tranquilidad” y confía en volver algún día a Siria, “de visita”, puntualiza. Durante años, los aviones y las bombas no le dejaban dormir. Lo que más le gusta de su nueva vida es “escuchar el silencio y la tranquilidad al levantarme”. Sabe que tiene apoyo, que su familia tiene lo que le hace falta, señala. “Dar un paseo de madrugada y la gente te saluda... Allí los niños no podían jugar en la calle porque los secuestraban”.
Sobre el conflicto en su país, Mohamad apunta que “todos los países tienen sus fallos”. “Hubo personas que decían que iban a arreglar la situación en Siria, pero lo hacían con armas. El gobierno respondía con armas más potentes a los grupos que pedían libertad. Y nosotros estamos en medio. No sabíamos dónde ir”. En Alepo, donde vivían, estaban los rebeldes. y “la situación no ayudaba a salir de Siria”. Meses antes de su salida, la fábrica donde había visto crecer su empresa siendo el gerente de la misma, con 500 trabajadores, se había quemado pasto de la violencia.
La familia Makansi, antes de que aquella bomba forzara su salida de Siria, trataron de embarcarse en una de las zodiac que atraviesan el Mediterráneo. Tuvieron incluso una reserva. Su mujer se resistía. Conocían a personas que, como tantos miles, habían perecido en la inhumana travesía. “Allí las mafias te obligan a subir aunque las condiciones que habías pactado no se cumplieran. O subes o te matan allí mismo. Es un absoluto tráfico con vidas humanas”.
“Tú ya tienes que empezar a hablar español”, le anima Saloua, mediadora cultural que hace las veces de intérprete en la entrevista, que enseña imágenes de sus hijos este verano en un parque acuático de Sevilla. El paso de su vida anterior a la actual durante la entrevista es tan extraño como verídico. Apenas unas palabras en castellano y la sonrisa de su mujer por haber podido dar un giro a sus vidas y tener un futuro que, sin ser aún muy cierto, esperan poder seguir disfrutando y que otros como ellos logren salir del infierno de la guerra. “No me voy a olvidar nunca de que aquí me han dado seguridad y protección a mi familia. No puedo pedir más”.