El lince vive uno de los mejores momentos de su azarosa vida de un siglo a esta parte, con una población que el último censo ha fijado en 1.668 ejemplares en toda la Península Ibérica cuando hace dos décadas no llegaba al centenar y estaba a punto de cruzar el umbral de la extinción. Pero aunque el gran felino está haciendo los deberes, esto no significa que ya se pueda dar por terminado el trabajo, de hecho a día de hoy todavía no tiene garantizado su futuro de manera rotunda. ¿La razón? Pues que todavía no es viable genéticamente a largo plazo, para lo que queda tarea por delante, ya que para ello sería necesario contar con al menos 1.100 hembras reproductivas, el triple de las 326 con las que se cuenta hoy.
“Vamos en la dirección correcta pero estamos a mitad de camino”, resume de manera bastante gráfica José Antonio Godoy, investigador de la Estación Biológica de Doñana (organismo perteneciente al Consejo Superior de Investigaciones Científicas, CSIC), que tiene claro que para hablar del futuro del lince –y al margen de contar ejemplares– es fundamental introducir el factor genético. Así lo postula Godoy junto a los otros dos investigadores (Carme Pacín y Germán Garrote) con los que firma un estudio recién publicado en Animal Conservation, en el que además se introducen otras dos cuestiones clave para despejar el futuro de estos animales: crear al menos ocho subpoblaciones nuevas y mejorar la conectividad entre estos asentamientos.
“El lince ha mejorado su salud genética de manera drástica en los últimos años”, gracias sobre todo a que se mezclaron individuos de los dos únicos núcleos que había en el momento más crítico, los de Sierra Morena y Doñana. De hecho, esto ha propiciado que “los que nacen en cautividad están en mejores condiciones genéticas” que los que ven libres la primera luz en plena naturaleza. “La diversidad genética global de la especie sigue siendo baja”, admite no obstante, algo que a día de hoy no se sabe cómo puede influir en el futuro.
Una cascada de amenazas
Este enriquecimiento genético permite una mejor adaptación a los cambios ambientales, de ahí que uno de los objetivos sea que “la debilidad actual no se traslade al futuro”. La manera de hacerlo –no es precisamente un secreto– pasa por seguir aumentando el número de ejemplares y en paralelo el de hembras reproductivas, que deben constituir al menos el 40% de la población. La teoría se sabe, pero la práctica no es tan fácil por las muchas amenazas que hay que afrontar: los atropellos, el declive del conejo que supone la base de su alimentación, la fragmentación de hábitat o el cambio climático, a lo que hay que sumar el ya referido factor genético.
La Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN, por sus siglas en inglés) sacó en 2015 al lince de su lista roja de especies en peligro crítico y le puso la etiqueta de animal en peligro, y ahora el siguiente paso es rebajar este nivel al de vulnerable. Para ello hay que darle un impulso a la mejora genética, para lo que se plantea la creación de al menos ocho subpoblaciones nuevas, lo que supondría pasar de las cinco actuales a 13. La idea es que, más que apostar por grandes núcleos con muchos animales concentrados, que haya colonias más pequeñas a distancias prudenciales y que estén bien conectadas para permitir la interacción entre los ejemplares. Los cálculos apuntan a que debería conseguirse el intercambio de entre ocho y 15 individuos por generación entre subpoblaciones vecinas para caminar en la buena dirección.
“Menos mijita de lo que creíamos”
Uno de los objetivos de estos asentamientos sería atraer a los linces errantes, y es que los científicos han descubierto que estos animales “son más viajeros de lo que creíamos”, tal y como apunta Godoy. Se han detectado ejemplares que han recorrido cientos de kilómetros, normalmente porque buscan un hábitat en el que instalarse y no lo encuentran, un papel que podrían desempeñar estas subpoblaciones. De un tiempo a esta parte se ha confirmado que tres animales han emigrado de Doñana al Valle del Guadiana, en Portugal, y también se han detectado intercambios entre el núcleo luso y el de Extremadura, así como entre la colonia extremeña y la de Toledo.
Aquí es donde entre el tercer pilar al que se apunta en el estudio, que no es otro que la eliminación de obstáculos para mejorar la conectividad entre los diferentes asentamientos, a los que se han ido sumando los de Sierra Arana (Granada) y Lorca (Murcia). Estos son artificiales, propiciados por la mano del hombre, pero es que resulta que los animales han empezado a crear sus propios núcleos de población en lugares insospechados. “Hay linces que han criado en olivares”, lo que confirma que “son más flexibles” de lo que se imaginaba y además con actitudes inesperadas como la de comportarse como carroñeros, tal y como han comprobado otros investigadores. “La verdad es que es un animal menos mijita de lo que creíamos”, certifica Godoy.