Están rehaciendo una plaza y varias calles y excepto por el ruido casi todo es igual que en el antiguo Egipto, o en la edad de piedra.
El ruido no aporta eficacia o rapidez, al revés, tensa y perturba. Rehacer una calle cuesta un año, una plaza, una legislatura. Con que acaben las obras para las elecciones es suficiente. Los tiempos y los ritmos son electorales. Los comercios cierran, los vecinos se desesperan de polvo y ruido y furia. Las obras destruyen la ciudad que construyen. Si sobrevives, es para mejor, si sobrevives.
Hemos asumido esta locura como tantas otras. Quizá no hay otra forma de hacerlo. En tiempos de robots, informática y silencio la locura se apodera de calles y plazas. El asfalto y los adoquines son igual que hace dos siglos. Hay cosas que no evolucionan. Hombres con sierras horrísonas, taladros, compresores, martillos mecánicos, ruidos infernales. Entre polvo sudor y hierro el Cid taladra.
Las calles nuevas se suelen reabrir a los pocos meses, alguien ha olvidado la fiambrera o hay que tender una conducción impensable en su día, otro gas, fibra, un tubo diferente, o revientan las tuberías porque son demasiado nuevas y los empalmes no soportan la presión.
El campo funciona con siembra directa, las almendras se recogen con un paraguas mecanizado. Pero los adoquines se ponen uno a uno, y se han de compactar con trato individual, con el mismo cuidado con el que se encajaban las dovelas en el XI. Solo falta que llevan las marcas del cantero. Los bancos no admiten personas humanas en sus oficinas, remiten a las máquinas, pero las obras son analógicas como en el neolítico. Pim, pam, pim, pam, scrrrratch, cataclonk.
Las personas son conducidas como ovejas por laberintos estrechísimos cuyo trazado cambia cada día, según la tiranía de las obras y el capricho de las excavadoras, apisonadores, grúas, monstruos temibles con tentáculos que emiten pitidos espantosos. Las personas, con sus carteras de ruedas, andadores, carritos, bastones, patines con y sin motor, mochilas, sillas motorizadas, carros de la compra, carretones de reparto… son desviadas cada día por angostas pasarelas provistas de endebles barandillas, tan estrechas que cruzarse es una hazaña: hay más intimidad en esos desfiladeros de las obras que en las casas.
Todo ha cambiado, todo avanza, el aire genera luz, el sol produce energía, con un móvil puedes hablar y ver a tu primo en Brasil, todo ha cambiado… menos las obras de las calles.
La obra es inmune al progreso, si es que esta palabra puede usarse sin comillas. El suelo, una vez echado, es inamovible: no hay otra forma de levantarlo que serrar de nuevo y taladrar y destruirlo todo. Y habrá que levantarlo en breve, es mera estadística.
Quizá no haya otra forma de echar las calles, si se hubiera descubierto o patentado se sabría, alguien lo haría, igual que en casi todas las actividades humanas. Hasta se inventó el ordenador, y hay plataformas espaciales girando ahí arriba. Pero hay sectores que funcionan con usos milenarios, que no evolucionan. No existe la modularidad, ni los nuevos materiales que soslayen el apelmazamiento, ni la automatización. Todo es a mano, las máquinas parece que solo sirven de atrezo, paisaje y gasto y polución. El gasoil sigue impertérrito, la electrificación no llega a las obras, ni el hidrógeno, ni la bomba atómica. Los inventos y la tecnología se detienen misteriosamente en la prehistoria cuando hay que hacer o rehacer una calle, una plaza.
Al fin se inaugura el tramo, desaparecen los monstruos ya familiares, se retiran los artilugios y todo está perfecto, pulido y sembrado, aunque siempre queda algún rincón con vallas y sacos y, en los pueblos, una hormigonera pequeña. La hormigonera es el monumento de la España vacía. (El libro de Andrés Rubio “España fea” reproduce el dolor que se siente al natural, y explica cosas buenas que han hecho en otros países). Es posible o quizá frecuente que en la traumática remodelación el ímpetu de gestores y máquinas se haya llevado por delante algunos vestigios de patrimonio cultural.
Luego, quizá se han olvidado de poner una fuentecilla que funcione. El milagro de una nueva plaza es que haya algunos bancos con sombra, un carasol y una fuente de la que salga agua.