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El Ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, preside hoy, mediante Real Decreto, la Delegación española que asiste con carácter oficial a la canonización de la monja María Purísima de la Cruz. Si Fernández Díaz hubiese viajado a Roma solo como persona devota y supernumerario del Opus Dei, no habría nada que objetar, pero como miembro del Gobierno de España resulta indigerible si nos tomamos en serio el artículo 16.3 de la Constitución: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal”. Ocurre, sin embargo, que la aconfesionalidad del Estado español suena hoy solo a puro cachondeo.
Un anciano de nombre Antonio Cañizares lanzó por enésima vez una serie de reaccionarias mamarrachadas, esta vez sobre los inmigrantes, los refugiados y la identidad de España y Europa. Para los católicos es un “arzobispo”, pero para las ciudadanas y los ciudadanos españoles es un simple ciudadano más, si no fuera por la existencia de un Concordato aún vigente desde el franquismo y unos Acuerdos embutidos con vaselina en los inicios de la transición española. La ciudadanía española no debería cabrearse tanto con el anciano Antonio Cañizares, cuanto con la recua de políticos que desde 1978 hasta hoy no se han atrevido a derogar Concordatos y Acuerdos entre el Estado español y el Estado del Vaticano, fuente de privilegios y prerrogativas incompatibles con el principio de igualdad ante la ley de todos los españoles, sin excepción.
En el paroxismo confesional de un Ministro del Estado español en su calidad de Ministro, el ínclito Fernández Díaz asistió hace dos años en Tarragona a la beatificación de 522 religiosos fallecidos durante la Guerra Civil española. Asimismo, en coche oficial y flanqueado por sus escoltas, suele acudir a “meditar” a la Basílica del Valle de los Caídos, monumento por antonomasia del nacionalcatolicismo y del revanchismo sanguinario de la dictadura franquista. Fernández Díaz condecora sin rubor con sendas Cruces de Plata de la Guardia Civil a la Santísima Virgen de los Dolores y a la Muy Ilustre y Venerable Cofradía de Penitencia del Santísimo Cristo de la Expiración y Nuestra Señora María Santísima de la Victoria. Aquejado por una extrema bulimia confesional, Fernández Díaz es acompañado en la colocación de la primera piedra del cuartel de la Guardia Civil en Fitero por el arzobispo de Pamplona para “bendecir la obra”.
El Consistorio municipal de la ciudad de Zaragoza no ha quedado exento de polémicas confesionales con motivo de las “Fiestas del Pilar”, que hoy acaban. Hubo munícipes (todos, menos los ediles de CHA, que mantuvieron coherentemente hasta sus últimas consecuencias el principio de la aconfesionalidad de las instituciones del Estado) que tuvieron a gala ir en procesión a llevar flores a la “Virgen del Pilar” (una imagen –hay quien prefiere el término “tótem”- sostenida sobre una columna de jaspe), protagonista de una inverosímil leyenda del siglo XIII, en la que una anciana madre de Jesucristo se aparece a un discípulo nada más ni nada menos que sobre una columna, asumiendo el riesgo de romperse una cadera, dada su avanzada edad).
La polémica se centró principalmente en el alcalde de la ciudad por Zaragoza en Común, Pedro Santiesteve, que no entró en la Basílica del Pilar para asistir a una Misa Pontifical católica, como hicieron, al parecer, algunos concejales del PSOE y del PP, con sus distintivos y bandas, y en su calidad de concejales. Santiesteve se quedó ayudando a colocar ramos de flores en la pirámide floral en cuya cúspide estaba la imagen -hay quien prefiere el término “tótem”- de la Virgen del Pilar.
El alcalde Santiesteve asistió y presidió en calidad de alcalde de la ciudad de Zaragoza la “Ofrenda de flores” en honor de una imagen católica, apostólica y romana, lo cual significa en román paladino que conculcó el principio de la aconfesionalidad del Estado y sus instituciones. No obstante, imaginando la cantidad de fieras feroces de la prensa y la política aragonesas dispuestas a lanzarse sobre la yugular de Santiesteve y del grupo municipal Zaragoza en Común por cualquier motivo que pudiere presentarse y manipularse como anti-sentimiento-aragonés-zaragozano-nacional, es comprensible la cooperación laboral del alcalde zaragozano en la pirámide floral: no Misa Pontifical, pero sí Ofrenda de flores y presencia ante, entre y con el pueblo. En otras palabras, ni confesional, ni aconfesional, sino todo lo contrario.
Saliendo de polémicas florales, el ministro del Interior, conciliador como pocos de rezos y cachiporras, de Opus y Deus, fustigador de abortos, matrimonios homosexuales y de cuanto le indique el director espiritual, asiste hoy en la ciudad del Vaticano a la canonización de una monja católica con el dinero público de la ciudadanía y desde la repulsa de muchos ciudadanos y ciudadanas españolas, que defienden el derecho a la libertad religiosa y respetan las creencias y las devociones personales, pero al mismo tiempo ven con indignación cómo se desmoronan los últimos restos de los muros sobre los que algunos creímos que quedaría edificada algún día la aconfesionalidad real y efectiva del Estado español y sus instituciones.
El Ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, preside hoy, mediante Real Decreto, la Delegación española que asiste con carácter oficial a la canonización de la monja María Purísima de la Cruz. Si Fernández Díaz hubiese viajado a Roma solo como persona devota y supernumerario del Opus Dei, no habría nada que objetar, pero como miembro del Gobierno de España resulta indigerible si nos tomamos en serio el artículo 16.3 de la Constitución: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal”. Ocurre, sin embargo, que la aconfesionalidad del Estado español suena hoy solo a puro cachondeo.
Un anciano de nombre Antonio Cañizares lanzó por enésima vez una serie de reaccionarias mamarrachadas, esta vez sobre los inmigrantes, los refugiados y la identidad de España y Europa. Para los católicos es un “arzobispo”, pero para las ciudadanas y los ciudadanos españoles es un simple ciudadano más, si no fuera por la existencia de un Concordato aún vigente desde el franquismo y unos Acuerdos embutidos con vaselina en los inicios de la transición española. La ciudadanía española no debería cabrearse tanto con el anciano Antonio Cañizares, cuanto con la recua de políticos que desde 1978 hasta hoy no se han atrevido a derogar Concordatos y Acuerdos entre el Estado español y el Estado del Vaticano, fuente de privilegios y prerrogativas incompatibles con el principio de igualdad ante la ley de todos los españoles, sin excepción.