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Desde la famosa cita de Clausewitz (“La política es la guerra continuada por otros medios”) y pasando por obras de autores contemporáneos que hablan de la política como el desacuerdo o el antagonismo, pareciera como si la vía del acuerdo fuera, en nuestros días, una vía imposibilitada para una democracia de baja calidad. Y en cierta manera, cinco años de gobierno de Mariano Rajoy nos han servido para ratificar que la sordera y el nepotismo también sostienen gobiernos y que la gestión, aunque sea nefasta, se podía tejer sin acuerdo alguno. Rajoy nos quería hacer creer que dialogar era ceder y que ceder era uno de los pecados capitales para un político, más grave incluso que la prevaricación y el cohecho juntos. La retórica como arte de vencer convenciendo dejaba paso a la política del “muerte a la inteligencia” que provocó hace casi un siglo la célebre frase de Unamuno. Pero como él mismo sabía, vencer sin convencer no es más que postergar la derrota. Y es que es obvio que sostener en el tiempo una política instaurada en el “y tú más” sin miras de futuro y sin capacidad para interactuar y llegar a acuerdos estaba abocado al aislamiento y la inoperancia.
La moción de censura a Rajoy si sirvió para algo en nuestro país fue para volver a poner en el centro de nuestra democracia la palabra y el acuerdo como armas contra el despotismo y la injusticia. Armas que han sido capaces de fraguar un nuevo acuerdo presupuestario entre PSOE y Podemos y que no es más que la germinación de una forma lúcida y astuta de aprovechar la coyuntura, dejando atrás las desavenencias, para priorizar las necesidades reales de la gente. Necesidades tan, tan subversivas como tener un salario mínimo de 160 euros más al mes, porque en España tenemos la costumbre de comer tres veces al día, vivir bajo techo y poner la calefacción en invierno y todo esto con 740 euros como que no daba mucho. Necesidades como reformar la tributación de los autónomos para que de una vez coticen por los ingresos reales, o bajar el IVA a los productos de higiene femenina y a los servicios veterinarios mientras se sube el impuesto de Patrimonio a las personas con más de 10 millones de euros. Necesidades como controlar la burbuja del alquiler poniendo límite a la subida de los precios, así como aumentando el parque público de vivienda. Necesidades como la educación de 0-3 años, el aumento de becas, la reducción de tasas o la revalorización de las pensiones al IPC.
Y es que los acuerdos cuando se materializan tienen ese don: colocar en la escena algo distinto a las cesiones de las partes, aunque haya algunos, justo los de la tiranía del “sólo veo españoles” y “España es la nación más antigua del mundo”, que estén centrando todos sus esfuerzos en invalidar el acuerdo atacando a las partes e incluso despreciando el contenido. Es inaceptable como PP y Ciudadanos están confirmando estos días que su incapacidad para llegar a acuerdos en el pasado no era sólo ineptitud, sino una forma de entender la política de manera patrimonialista y paternalista, los dos ingredientes fundamentales de un machismo que aplican contra España. Sólo así se entiende que ataquen a nuestro país desde Bruselas, que pidan que se nos ejerza “mano dura por nuestro bien”, sólo porque el presupuesto ya no es de su propiedad, sólo porque ya no gobiernan. Únicamente así, desde los celos ante la pérdida no sólo del gobierno sino del control de las nuevas reglas del juego democrático se entiende que cuestionen cada línea y cada párrafo del acuerdo aun a pesar de rozar la incoherencia.
Rivera, el que hace unos días sólo veía españoles, hoy ya ve españoles que no pueden cobrar más y españoles que cobrando más no pueden contribuir más al común. Y lo dice el mismo que en el 2008 defendía un salario mínimo de 1.032 euros mensuales y ahora, cómo son otros los que proponen la idea, ya no le gusta. Por su parte Casado, el de todos los nacionalismos menos el español son la kale borroka y rompen España, hoy asegura que los presupuestos también rompen España, su España, está claro. Esa España del desacuerdo, el choque de trenes, la sordera y la intransigencia.
Frente a esto: la palabra, el parlem y las banderas blancas, en definitiva el acuerdo por el bien común, la altura de miras y el consenso. Si algo nos enseñó el feminismo sobre la política es que nos faltan orejas y nos sobran trincheras.
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