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Desde hace varios años, el Ayuntamiento de Zaragoza patrocina durante el mes de noviembre unas jornadas sobre “fenómenos paranormales”, exótico potaje donde cabe cualquier casquería científica. Zaragoza ofrece sin duda un prestigioso escenario para lucir este tipo de eventos. Por sus calles y casas han desfilado todo tipo de portentos y criaturas exóticas. ¡Bienvenidos al espectáculo de lo insólito!
Entre los meses de mayo y junio de 1831 se exhibió en la fonda El León de Oro, ubicada en el Coso, frente a la Audiencia, una joven gaditana de 19 años de edad que había nacido “cubierta de un hermoso y vistosísimo vello muy espeso” (Diario de Zaragoza, 22 de mayo de 1831). Al precio de dos reales el vecindario pudo contemplar en riguroso directo a la criatura que rondaba en algunos cuentos. Eso sí, la licantropía no estaba reñida con el decoro, ya que la muchacha mostraba “solamente el rostro, cuello y brazos en atención a su sexo y edad”.
No era raro que el destino de quien nacía con alguna singularidad física fuera deambular por barracas de feria. La anomalía de la Mujer Lobo no se consideraba trastorno, sino prodigio misterioso. El cronista zaragozano Faustino Casamayor lo cuenta así: “Esta extraña criatura no padecía enfermedad alguna, era muy dócil, causaba a todos una suma novedad habiendo nacido ya con dicho vello que con los años le había ido creciendo.”
En la calle Flandro un hecho inaudito está alterando la comunidad del número 19. “A un vecino, parece ser le tomaron antipatía los espíritus y en las primeras horas de la noche comenzaron a golpear una y otra vez la puerta” (Heraldo de Aragón 21-09-1926). El caso concentra a numerosos curiosos en el callizo, perturbando el orden hasta el punto de disponer “en la casa «de los duendes» dos guardias municipales”. La presencia de guripas debió conjurar los malos espíritus porque “ya no se oyó ningún ruido sospechoso” (La Voz de Aragón , 23-09-1926).
El mismo diario llegó a recomendar “para toda esa colección de «papanatas» una buena manga de riego bien enfocada”. Y es que las crónicas no ocultan su desdén hacia un incidente “que tan poco favor nos hace a los zaragozanos.” Una ciudad moderna no tolera duendes. O eso creían algunos.
A mediados de noviembre de 1934, una voz de timbre hombruno irrumpe en la cocina de un piso en el número 2 de la calle Gascón de Gotor. La primera en escucharla es una criada de 16 años, sobre la que recaerán las sospechas. Pero los señores Palazón, propietarios del embrujado 2º derecha, no tardarán en comprobar que el impertinente espíritu no distingue entre clases. Poco a poco, el duende parlanchín comienza a descararse con policías, jueces y arquitectos que acuden al inmueble a poner orden y geometría. Nadie llegaría sin embargo a explicar un suceso que tal como apareció, se esfumó. La casa fue demolida hace casi cincuenta años, pero el edificio que se levanta en su lugar lleva el rótulo de “El Duende”. Más que “paranormal”, fue un fenómeno social.
“¿Qué opinión tiene usted de la voz misteriosa?” preguntó Heraldo a mecanógrafas, dependientes, estudiantes y tranviarios. Tomar el pulso a la calle mostraba esa apariencia democrática tan propia de la época, alimentando de paso un acontecimiento que estimuló el ingenio popular: unos estudiantes fueron multados con 50 pesetas por pasearse enfundados en sábanas, cual fantasmas en procesión; las emisoras de radio emitían anuncios con voces que imitaban al duende; en diciembre se estrenaba en el teatro Iris una comedia titulada “Yo soy el duende”; y desde la tradición oral nos llegan hasta hoy coplas sicalípticas:
“Una criadita chula dormía a oscuras y allí soñaba / que la cama en que dormía se movía y el duende andaba / Se levantó presurosa, triste y llorosa y dando gritos / sin darse cuenta entró en el cuarto del señorito / que al verla exclamó: ‘¡Valor, no tengas miedo Leonor! / Ven aquí a mi cama, ven aquí en seguida / porque temiendo al Duende donde mejor se duerme es en compañía’”
¿Quiénes es el hombrecillo que recorre las calles acarreando un saco consigo? Lo vemos demorarse en las vallas que rodean los solares de la antigua Huerta de Santa Engracia, o agacharse en la acera frente al Teatro Circo. ¿Qué esconde dentro del costal? La chiquillería se le acerca, lo rodea. ¡Cuidado, niños, es el hombre del saco! Pero la chiquillería no tiene miedo, lo conoce bien y pronto se hará famoso.
Mariano Usón Félez es el “hombre del saco”, vecino del barrio del Sepulcro, malvive en la calle Monserrate en un cubículo con camastro, mesilla y candil por todo mobiliario. En su infancia fue aprendiz en la imprenta de Calixto Ariño, pero la dejó para trabajar la tierra. A sus 63 años se dedica por fin a su gran pasión.
Al saco de Mariano entran papeles y cartones, con ellos se gana la vida. Pero también sale un arte peculiar. Sus dibujos, de yeso o carbón, materiales tan pobres como él, decoran aceras y tapias: toreros, bailarinas, vendedores callejeros, guardias urbanos y hasta la inauguración del “canfranero”. Las crónicas lo retratarán como un hombrecillo dichoso: “iQué feliz es ”El hombre del saco“ / que en el arte cifró su Ilusión / y convierte a diario las calles / en los muros de una exposición” (La Tribuna, 09-11-1928)
“Realidad fantástica”, así bautizó la prensa el prodigio que tuvo lugar el viernes 20 de octubre de 1922. Ese día Zaragoza presenció un espectáculo digno de Las Metamorfosis, la obra sobre mitología del escritor latino Ovidio. “Setenta mil personas” asistieron a la escalada del templo del Pilar por dos audaces: José Puertollano y su hijo Miguel, famosos acróbatas conocidos como los “Hombres Águila”, rivales humanos de la monumental rapaz, emblema del dios Zeus, que coronaba por entonces los almacenes “El Águila”, en la calle Alfonso.
Los desafiantes héroes iban escalando la basílica aprovechando salientes imperceptibles: “Llegaron a un punto en que ni las águilas ponen sus garras. De un salto ganan las barras de la cruz y, derechos sobre ellas, sostenidos en un pie, abren las aspas de sus brazos y saludan al público con piruetas que producen escalofríos de muerte. Fue una visión de ensueño, de quimera febril” (Heraldo de Aragón). Concluida su hazaña, dejaron como testimonio una bandera en lo más alto del Pilar. “Ya la quitaremos”, proclamaron orgullosos, pero nunca más se supo de ellos. Allí seguirá ondeando, si el cierzo, o Zeus, no ha arramblado con ella.
A Juan Bajén y Serós lo llamaban los vecinos Juan “El Brujo”. Sus dotes adivinatorias habían preconizado en 1935 “una época de terribles calamidades, a la que seguirá, en 1945, el comienzo de la era feliz que culminará en 1960”. Hay que reconocerle cierto tino, aunque el radio de sus visiones no llegara más allá de los “Planes de Desarrollo”.
Las cualidades de Juan se revelaron siendo chiquillo. Adivinaba “los nombres de las sirvientas que acudían al establecimiento de venta de pescados que poseían sus padres, anunciaba cómo iba a ser la futura cosecha con mucha antelación, la Gran Guerra, y cuando ni aun los mismos republicanos creían en la llegada del régimen que defendían y propugnaban, predijo el advenimiento de la República”.
Hoy Juan Bajén ganaría buen jornal como “influencer”, pero malvivía en una gélida chabola junto a su huerto en Casablanca y se buscaba la vida como albañil, pese a estar medio ciego, lo que quizá agudizase su tacto para romancear el futuro.
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