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Opinión - ¿Misiles para qué? Por José Enrique de Ayala

¿Qué narices es una nacionalidad histórica?

El Tribunal Constitucional acaba de tumbar buena parte de los artículos y disposiciones de la Ley de Actualización de los Derechos Históricos de Aragón, aprobada en el parlamento autonómico y recurrida en el Congreso de los Diputados por el Partido Popular. De entrada, los aragoneses habremos de recordar  en las urnas quién pone el recurso y con qué intereses.

Varios historiadores aragoneses de reconocido prestigio consideran que la sentencia está politizada y constituye un atropello para Aragón. En cambio, varios constitucionalistas de la Universidad de Zaragoza, no menos significados que los anteriores, consideran que el Tribunal Constitucional ha obrado correctamente paralizando una ley que era “un chandrío”. Encontramos, pues, opiniones muy polarizadas entre gente sensata, cualificada y defensora de esta tierra. No se está juzgando la historia de Aragón, ni que las cuatro barras rojas sobre fondo amarillo del escudo español simbolicen al Aragón histórico. Se juzga el encaje constitucional de unos derechos defendidos por una nacionalidad no considerada “histórica” en la Carta Magna de 1978. Y esos derechos brillan por su ausencia en la Constitución. Es hora de reformarla, también por esta razón, porque se tiene por importuno al que pide cosas justas. ¿Quién le pone el cascabel al gato?

Todos los pueblos, con sus respectivos territorios, tienen su historia. Son históricos en sentido estricto. Ahora bien, la idea y el concepto de nación, como tales, no existían antes de la Revolución Francesa, aun cuando los nacionalismos utilicen siempre un enorme caudal de referencias históricas anteriores (medievales, celtas, íberas…) para acarrearlas hasta el presente y legitimar sus posiciones. La historia siempre ha sido un requisito importante para alcanzar la condición de nación. Cuanto más antiguas en el tiempo sean las referencias históricas, mejor. Todo sirve, incluso la invención de la tradición, para certificar la supuesta existencia de la “comunidad imaginada”, que pasa automáticamente de la fantasía al argumentario político sobre la base de una esencia nacional histórica que se desarrolla a lo largo de los siglos.

Es sabido que la Constitución de 1978 considera “nacionalidades históricas” a aquellos territorios que presentaron sus estatutos de autonomía durante la Segunda República, antes del golpe de Estado del 18 de julio de 1936. Un acontecimiento tan terrible y tan poco democrático no parece muy adecuado como kilómetro cero que sustente la arquitectura institucional de un Estado democrático. Recordemos que el estatuto catalán fue aprobado en 1932 y tanto el vasco como el gallego en 1936. Aragón, como otros territorios, tenía su estatuto presentado pero sin aprobar y luego la sublevación militar del verano de 1936, la Guerra Civil y el franquismo lo echaron al basurero de la Historia durante décadas. Hasta que en 1978 el legislador admitió el confuso término de “nacionalidad”, voluntariamente ambiguo, en la Constitución. Lo hizo para favorecer la inclusión del PNV y de CIU. Con el paso de los años, este concepto de “nacionalidad” ha estado sometido a múltiples interpretaciones interesadas. Lo mismo ha servido para un roto que para un descosido. Se utilizó en su día como justificación para activar la vía rápida del artículo 151 o la más lenta del art. 143, con menor cuota de autogobierno. Luego las cosas, por fortuna, se igualaron. Y desde hace poco más de una década, al calor de la crisis de 2008, hemos entrado en una nueva fase centrífuga en España, por cuanto el café para todos les parece insuficiente a las nacionalidades supuestamente históricas.

De este galimatías quiere salir la derecha con una recentralización por vía de ordeno y mando, totalmente anacrónica, amén de peligrosa. De ahí el recurso al Constitucional. Otros se han adentrado en la selva, no menos peligrosa, de la deriva independentista hasta descuartizar ese mapa de España que las nubes le traían volando al desterrado Rafael Alberti. Y muchos nos inclinamos por un federalismo simétrico basado en que las comunidades autónomas reconozcan lazos comunes y queden integradas política y económicamente en una comunidad nacional más potente en un mundo globalizado. Eso sí, no nos vengan con lo del federalismo asimétrico porque la expresión es tan ambigua y maleable como la de “nacionalidad histórica”. El pacto federal no es ninguna panacea pero, vista la situación actual, es la mejor opción. Por cierto, en un estado federal no tiene sentido la foralidad. Ninguna foralidad, ni la vasca, ni la navarra.

Me pregunto qué dirían los tribunales europeos de esta sentencia del Constitucional. A muchos les parece siempre equivocado lo que viene de Europa. ¿Y si nos equivocamos con ellos?

El Tribunal Constitucional acaba de tumbar buena parte de los artículos y disposiciones de la Ley de Actualización de los Derechos Históricos de Aragón, aprobada en el parlamento autonómico y recurrida en el Congreso de los Diputados por el Partido Popular. De entrada, los aragoneses habremos de recordar  en las urnas quién pone el recurso y con qué intereses.

Varios historiadores aragoneses de reconocido prestigio consideran que la sentencia está politizada y constituye un atropello para Aragón. En cambio, varios constitucionalistas de la Universidad de Zaragoza, no menos significados que los anteriores, consideran que el Tribunal Constitucional ha obrado correctamente paralizando una ley que era “un chandrío”. Encontramos, pues, opiniones muy polarizadas entre gente sensata, cualificada y defensora de esta tierra. No se está juzgando la historia de Aragón, ni que las cuatro barras rojas sobre fondo amarillo del escudo español simbolicen al Aragón histórico. Se juzga el encaje constitucional de unos derechos defendidos por una nacionalidad no considerada “histórica” en la Carta Magna de 1978. Y esos derechos brillan por su ausencia en la Constitución. Es hora de reformarla, también por esta razón, porque se tiene por importuno al que pide cosas justas. ¿Quién le pone el cascabel al gato?