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Opinión - ¡Nos comerán! Por Esther Palomera

Los garajes de Zaragoza, aquellos templos de la modernidad

31 de agosto de 2024 00:16 h

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Hace un año, el Ayuntamiento de Zaragoza decidió que el histórico garaje Aragón (entre paseo de la Mina y la calle Allué Salvador) merecía demolerse. Aunque los técnicos de Urbanismo abogaban por conservarlo, el equipo de gobierno modificó el Plan General de Ordenación Urbana para poder edificar. La ciudad perdía otro espacio para fines de interés cultural. Por ejemplo, un museo del automóvil en Zaragoza. Abróchense los cinturones que arranca esta historia.

Desde que en 1905 se concediera la matrícula número 1 en Zaragoza, no hubo freno para un medio de locomoción que condicionó la vida de la ciudad. No sólo aparecieron nuevos negocios y profesiones, sino que el diseño urbano sufrió mutaciones irreversibles, sobre a partir del Plan de Reforma Interior de 1939.

Renovarse o morir

El primer “boom” del automóvil tuvo lugar entre 1922 y 1936. Si en diciembre de aquel año la matrícula de Zaragoza cerró con “Z- 713”, en 1936 lo haría con la referencia “Z-6609”. Durante este periodo convivieron en el empedrado bestias de tiro y vehículos a motor, lo que brindaría escenas dignas de cine mudo.

Las ordenanzas de tráfico, vigentes desde 1912, dispensaban su favor a los carruajes tradicionales. Los automóviles debían detenerse si sus conductores “observaban espanto en las caballerías”. En los anuncios de prensa, yeguas y mulas se ofertaban junto al Ford T de segunda mano. Esta dialéctica entre naturaleza y técnica se fue resolviendo poco a poco en función de las oportunidades de negocio. 

Los famosos talleres Lacarte, en la calle Madre Rafols número 2, antigua de la Misericordia, fueron pioneros de esta transformación. En la década de los años veinte, Lacarte abandonó la reparación y venta de carruajes para reconvertirse en garaje y concesionario de la marca Renault, llegando a ofrecer servicio de taxi. 

El garaje constituye un espacio arquitectónico clave para observar por el retrovisor el desarrollo técnico y las transformaciones que el automóvil impondría a la sociedad zaragozana.

Los nuevos templos de la modernidad

En los “palacios del automóvil”, como los bautizó la prensa, se vendían piezas de repuesto, se surtía de gasolina e incluso se enseñaba a conducir; pero sobre todo se reparaba y custodiaba una mercancía que acabó convertida en signo de distinción social. 

Su ubicación en los sectores de ensanches y rondas (paseos de Pamplona y La Mina, Gran Vía, entorno de la antigua huerta de Santa Engracia) permitía edificar con la holgura suficiente para acoger vehículos y aparatos para su mantenimiento. Además, era la zona residencial de moda entre la burguesía.

Un objeto de lujo

En 1934 el Garaje Moderno, calle Doctor Cerrada número 8, disponía de dos naves, con 1025 metros cuadrados en total. Contaba con elevador hidráulico y cabinas individuales, cubículos donde cada propietario aparcaba de forma personalizada su automóvil. Para acceder a ellas, un pasillo común recorría la techumbre de las cabinas. Algunas disponían incluso de sistema propio de lavado. Y es que el coche era un objeto que había que mimar.  El Garaje Nacional, entre Doctor Cerrada y calle Castellví, contaba con 100 cabinas, lo que da idea no sólo de sus dimensiones, sino de la inversión necesaria. 

Mantener un automóvil no era barato. Los precios que cobraba en 1928 el Garaje Universal, en la avenida de Hernán Cortés número 224, oscilaban entre las 25 pesetas al mes sólo por estacionamiento y las 100 si se sumaban lavado y recogida a domicilio. En 1930 el promedio salarial en la provincia de Zaragoza era de 50 pesetas semanales: para la gran mayoría de familias, ni la llanta de un Buick. 

¿Y si compramos un coche?

Muchos garajes disponían la exclusiva en Zaragoza de grandes firmas de automóviles. Así, el Garaje Nacional la marca Mercedes Benz; el Gran Garaje, en la calle San Clemente, era concesionario de Fiat; y Garaje Sancho, en Gran Vía número 4, una lista de marcas ya desparecidas: Whippet, Jordan, Willys-Knight…   

Para quienes podían hacer un esfuerzo, lo más habitual era la comprar de segunda mano. Es la opción más barata para el protagonista de “El hombre que compró un automóvil”, novela de 1933 en la que Wenceslao Fernández Flórez capta en clave humorística las sensaciones que el nuevo medio de locomoción provocaba en la sociedad. 

Vertebrar y divertir

Hubo garajes que llevaron más allá el negocio. En 1934, Francisco Berna levantó en la calle de San Andrés número 4 un edificio en cuyos bajos instaló las cocheras para sus autobuses, de hasta 32 plazas. Este empresario era conocido por su compañía de autocares, con rutas que partían de la desaparecida plaza del Teatro (trasera del teatro Principal) y llegaban hasta Monzalbarba o Pastriz. El Garaje Berna promocionaba asimismo viajes combinados para asistir a eventos, como el que organizó en noviembre 1930 para ver en combate al boxeador Paulino Uzcudun en Barcelona.  

Un escenario para el crimen

En esta apretada historia no podía faltar la crónica negra. En 1935, Ramón Alquezar, uno de los propietarios del Garaje París, disparó sobre su otro socio y cuñado, Ángel Gracia. Ambos habían sido chóferes en el Garaje Central y decidieron montar su propio negocio en la calle de San Clemente donde dirigían además el servicio de radio taxi “4050”. Ángel murió y aunque desconocemos el destino del garaje, regaló a la ciudad una historia que, por poco, llega al nivel de la Matanza del Día de San Valentín, cometida en un garaje de Chicago. 

Tras otra matanza, la de la Guerra Civil, y la marcha atrás de la posguerra, llegaría en los años sesenta el segundo gran “boom” del automóvil. Guardamos en la guantera su historia para mejor ocasión ¿Merece o no Zaragoza un espacio público para contarla?

Hace un año, el Ayuntamiento de Zaragoza decidió que el histórico garaje Aragón (entre paseo de la Mina y la calle Allué Salvador) merecía demolerse. Aunque los técnicos de Urbanismo abogaban por conservarlo, el equipo de gobierno modificó el Plan General de Ordenación Urbana para poder edificar. La ciudad perdía otro espacio para fines de interés cultural. Por ejemplo, un museo del automóvil en Zaragoza. Abróchense los cinturones que arranca esta historia.

Desde que en 1905 se concediera la matrícula número 1 en Zaragoza, no hubo freno para un medio de locomoción que condicionó la vida de la ciudad. No sólo aparecieron nuevos negocios y profesiones, sino que el diseño urbano sufrió mutaciones irreversibles, sobre a partir del Plan de Reforma Interior de 1939.