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A finales de los años treinta del siglo XX, la basílica del Pilar y la catedral de la Seo estaban separadas por manzanas de edificios que se arracimaban con descaro hasta la basílica, formando frente a ella una discreta plaza arbolada adonde desembocaban la calleja de Forment y la de Mesón de los Navarros, actual Alfonso I. A finales del siglo XVIII a esta zona se la conocía como barrio del Mesón del Obispo, uno de los ocho en que se dividía el Cuartel del Pilar. Tras la Guerra Civil acabó convertida en la explanada actual donde se concentran los principales poderes: iglesia, juzgados, ayuntamiento y gobierno civil. Así que hoy paseo por un despoblado de hormigón atravesado por la ciercera del tiempo.
Pero no sólo bloques de casas separaban antaño al Pilar y la Seo. Entre ambos cabildos existía una pugna que se había enconado desde el siglo XIV. La Seo era la catedral metropolitana de la ciudad tras su conquista en 1181 por Alfonso I, mientras el Pilar era considerado “fundación de la Virgen”. En juego por la preeminencia catedralicia, una serie de privilegios ceremoniales que además traían consigo jugosos beneficios en forma de donaciones, rentas y alquileres. En 1723 la iglesia en Zaragoza poseía más del 62% de las casas de la ciudad, el 44% propiedad del Pilar.
La tradición cuenta que la Virgen del Pilar se apareció en vida al apóstol Santiago a orillas del Ebro, en la romanizada ciudad de Cesaraugusta. Allí se posó sobre una columna y dejó su imagen, así como el encargo de levantar un templo en dicho lugar. A este guion, la monja psicodélica Sor María Jesús de Ágreda, consejera política de Felipe IV, le añadió más dosis de realismo al datar la fecha exacta del fenómeno: el año 40, cuando la Virgen “tenía de edad cincuenta y cuatro años, tres meses y veinte cuatro días”.
Si bien el relato ya aparece en el códice “Moralia in Job” del siglo XIV, obra de Gregorio Magno y conservado en el Pilar, el título de referencia fue “Fundación Milagrosa”, escrito en 1616 por el franciscano Diego Murillo, natural de Zaragoza. Según fray Murillo, su obra se basaba en el libro perdido de un escritor latino, un tal Flavio Lucio Dextro titulado “Chronicon Omnimodae Historiae”. En realidad este libro y su autor son falsos y se deben a la pluma del jesuita Jerónimo Román de la Higuera.
Sobre esta fábula cimentó el cabildo pilarista su paciente campaña de marketing. El 8 de mayo de 1613, el concejo de la ciudad proclamaba el 12 de octubre como fiesta dedicada a la Virgen del Pilar. Pero el golpe de efecto definitivo tuvo lugar en 1640, año en el que, créanlo o no, la Virgen regeneró la pierna del cojo Miguel Pellicer. Es el conocido “Milagro de Calanda”. De inmediato el Ayuntamiento de la ciudad solicitó del arzobispo Apaolaza el sello de calidad para el milagro, lo que fue certificado en abril de 1641. Poco después, el ex cojo Pellicer sería llamado a la corte por Felipe IV.
Las implicaciones de este prodigio publicitario fueron considerables. Permitía demostrar que la carne mortal podía no sólo regenerarse en una pierna amputada, sino incluso presentarse en Zaragoza desde Palestina; pero sobre todo subrayaba el papel intercesor de la Virgen ante Dios, un poderoso aval para una monarquía que se autoproclamaba católica y que en aquellos momentos era estandarte de la contrarreforma.
Los acontecimientos se precipitaron. En 1653 el Ayuntamiento de Zaragoza proclamaba a la Virgen del Pilar patrona de la ciudad. La bula que unificaba a los cabildos del Pilar y La Seo llegaría en 1675, decretada por el Papa Clemente X. Tres años más tarde, las Cortes convocadas por Carlos II extendían el patronazgo de la Virgen del Pilar a todo el Reino de Aragón. Y en 1681 se colocaba la primera piedra del nuevo templo que sustituiría al anterior. La posición privilegiada desde la que partía La Seo se vio ampliamente superada por el Pilar. Pero la ambición no se detuvo ahí. Había que conseguir la primacía catedralicia con rito y rezo propio.
No fue fácil convencer a la curia romana. Desde una perspectiva teológica, la presencia de la Virgen en la capital maña significaba que el primer templo mariano sería el del Pilar, por delante de otras iglesias de Roma. Las argumentaciones para acabar con las fabulaciones pilaristas vinieron desde la Ciudad Eterna, pero también, en un raro ejercicio de lucidez, desde España.
En 1700 el religioso leonés Juan de Ferreras comenzó a publicar su obra titulada “Historia de España ”. En ella se tachaba de inciertas las pruebas que trataban de demostrar la presencia de la Virgen en Zaragoza y por tanto las tesis de los canónigos pilaristas para pillar cacho. Felipe V por medio de su confesor logró expurgar de las páginas de esta obra aquellas que negaban veracidad a esta tradición.
Pero el texto que suscitó las más enconadas polémicas se editó en 1720 bajo el título “Examen de la Tradición de El Pilar”. En él, Juan de Ferreras reafirmaba taxativamente que “la tradición del Pilar ni es segura ni verdadera.” Fue tal el escándalo que en septiembre de ese mismo año el Inquisidor general prohibió la publicación de cualquier texto sobre la tradición de la presencia en Zaragoza de la Virgen del Pilar. Para algunos asuntos, el Palacio no va despacio.
La intervención del poder político tenía su fundamento. El mito de la Virgen en Zaragoza venía de la mano de otro, el de la prédica del apóstol Santiago en España. Desmontando uno, se desmoronaba el otro. La presencia del Zebedeo dotaba de rango apostólico y prestigio a la nación, pero también de responsabilidad, lo que sirvió a los Austrias para legitimar sus intereses geopolíticos. La mentada Sor María Jesús de Ágreda incide en ello en “Mística Ciudad de Dios” al afirmar que “las antiguas dichas y grandezas de esta monarquía las recibió por María Santísima”. Y en una carta de octubre de 1643, la ubicua monja conminaba a Felipe IV a poner en manos de la Virgen del Pilar “sus reinos, haciéndola dueña de ellos”.
Nada cambió con la nueva dinastía tras la Guerra de Sucesión, pues los Borbones también emplearon esta fabulación al objeto de mantener la unidad nacional. No obstante, sí hubo una reasignación de poderes simbólicos en la ciudad. La tradición de los Austrias de jurar la corona en la catedral de la Seo dio paso a una monarquía que adoptó el Pilar para sacralizar su poder centralista. Desde entonces se consideraría a este templo como la zona cero donde legitimar cualquier cambio político. En este sentido hay que entender la visita de Franco a Zaragoza en octubre de 1939 con motivo de las fiestas del Pilar.
Finalmente, el Pilar se salió con la suya. En 1723 se le concede “rezo propio y fiestas con octava” es decir, la víspera del 11 de octubre y ocho días más de fiesta. Y el 2 de septiembre de 1807, el Papa Pío VII extiende la festividad del 12 de octubre a todo el reino, con “rezo propio y rito doble de primera clase”, el mayor rango ritual dentro del breviario romano. El cabildeo de tantos siglos había culminado con éxito, aumentando con ello las donaciones para continuar las obras del templo.
Existe al respecto un curioso testimonio del barón Jean-Charles Davillier, compañero de viaje del dibujante Gustave Doré, a su paso por Zaragoza en torno a 1870. Ambos asistieron a la subasta de joyas del Pilar, celebrada con el propósito de recaudar fondos para ampliar la basílica. Según Davillier, acudieron mercaderes extranjeros “de lo cuatro puntos cardinales (…) incluso el museo South Kensington de Londres destacó a un representante que compró una buena cantidad de objetos.” Y efectivamente, el hoy “Victoria and Albert Museum” de Londres, sucesor de aquel, conserva numerosas joyas de aquella puja. Entre los 523 lotes de objetos preciosos, llamaron la atención de Davillier los exvotos, “cabezas, piernas, manos, pies…”; así como los “toritos de plata” ofrecidos por diestros famosos de aquel entonces.
Con el brillo de estas quimeras en la cabeza, cruzo la plaza del Pilar para pasear por su parte trasera. Bajo los soportales de los antiguos juzgados sobreviven a la intemperie los sin techo desalojados del vacío Hotel San Valero. Una pancarta reivindica vivienda digna. En la calle de las Danzas, que recuerda los fastos que en el siglo XVII celebraron las obras del Pilar, se apiña el gentío ante el comedor de las Hijas de la Caridad. Tomo la calle de la Virgen y enfilo hacia la de Santiago, destemplado por el bronco cierzo barroco de esta ciudad. Tengo que dar la razón a Giménez Caballero cuando afirmaba que Zaragoza es una ciudad de trampantojo que engaña la percepción del visitante; y la Virgen del Pilar, añadía, un verdadero fraude sin “cuerpo ni pechos de madre”.
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