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El miedo es un elemento de control político potentísimo. Ya lo teorizaba el filósofo Thomas Hobbes, allá por el siglo XVII, cuando decía que era una de las pulsiones fundamentales que subyacían a todo contrato social, a todo paso de la humanidad del estado de naturaleza al estado de civilización. Esta forma de entender que el pacto social y el acatamiento de la ley es fruto del miedo, aboca al filósofo a un modelo ideal de sociedad basado en una dictadura cuyo soberano tiene un poder absoluto asentado sobre el miedo del pueblo. Este modelo de sociedad está basado en una antropología que interpreta al ser humano como seres habitados por temores, inseguridades y dudas. Y que dicha sensación los llevará a acatar irremediablemente mandatos con tal de encontrar la zona de confort. Este “hombre que es un lobo para el hombre” nada anhelaría más que saciar su miedo individual. Difícil se le hubiera hecho explicar a Hobbes el altruismo social o el dar la vida por los otros voluntariamente.
En cualquier caso, el miedo es el mecanismo de control social más viejo de la historia. Y no por vetusto está pasado de moda. La semana pasada, PP, Ciudadanos y el recién llegado Vox apelaron al discurso del miedo, forzando el imaginario del riesgo y la inseguridad ante una hipotética “ruptura de España” para provocar lo mismo que nos explicaba Hobbes: que el pueblo demande orden y seguridad a costa de lo que sea. Las tres derechas convocaron la movilización buscando activar ese dispositivo del miedo que tan buenos resultados les dio en otros momentos de nuestra historia reciente. El problema es que el miedo tiene que tener atisbos de verdad para hacerse operativo. Incluso aunque compartamos la controvertida hipótesis de que el mero hecho de un miedo efectivo despertará a súbditos sumisos, aun en ese caso, el miedo tiene que ser real, material, de los que tocan y desvelan para funcionar. Y por desgracia el miedo a perder la llamada unidad no es tan potente como el miedo a perder la vida. Así que sólo una minoría, una cuarta parte que en el 8M, o que en la Marcha del cambio, se sintió interpelado por ese temor. Proporción insuficiente para dar la vuelta a un contrato social.
Pero quizás no fue sólo la falta de miedo efectivo la que no estuvo presente el domingo pasado en Madrid. Enfrentemos a Hobbes a su peor enemigo, el filósofo Jacques Rousseau que da la vuelta como un calcetín a esta idea de una humanidad movida por el miedo. ¿Y si no es el medio sino la esperanza por un futuro compartido lo que nos mueve a estar juntos? ¿Y si es la alegría por una voluntad común la que llena las calles y condiciona nuevos contratos sociales? No fue el odio el que sacó a toda una generación a las plazas en Mayo del 2011. No era miedo lo que teníamos, ni tampoco simplemente rabia. Teníamos la certeza compartida de que España merecía algo mejor, y eso sin duda es un tipo de esperanza compartida que se manifestaba en la alegría en las plazas. Tampoco es miedo lo que alimentó el 8M el año pasado, al revés, precisamente gritábamos que ya no teníamos más miedo, que sabíamos que el futuro sería feminista o no sería.
Son las certezas de que algo mejor es posible la que alimentaron nuestras plazas. Plazas que se abarrotan de risas y de cánticos y no de insultos y de miedo. Podrán tumbar presupuestos, condicionar noticiarios, llenar balcones pero nunca nos podrán robar nuestras plazas.
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