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Decir que vivimos en un sistema económico y político globalizado no deja de resultar a día de hoy una obviedad. El Estado-Nación hace tiempo que ha pasado a ser una institución secundaria, dependiente respecto de instancias infranacionales y supranacionales en las que se concentra, en último término, el ejercicio de la soberanía. Si bien es cierto que estas últimas, las instituciones supranacionales, no son democráticas o lo son únicamente de modo muy parcial, eso no les impide en absoluto ejercer el monopolio en lo que se refiere a la toma de decisiones políticas.
España es, en ese sentido, poco más que una provincia de Europa. Por supuesto, no del continente así denominado. No se trata aquí de una cuestión geográfica. La Europa política no coincide con la Europa de los mapas. España es una provincia interior a una zona de libre comercio, la cual posee sus propias instancias de gobierno a las cuales los antiguos estados y, por tanto, sus ciudadanos están sometidos.
Si aún podemos distinguir entre países, si Europa se encuentra fragmentada, si tiene estrías y fronteras interiores, es para mejor asegurar el flujo libre de capitales y el mejor control de las personas. La llamada “crisis de refugiados” de las últimas semanas lo ha puesto una vez más de relieve. La política de cuotas de acogida resultaría del todo sorprendente si Europa fuese un espacio de libre tránsito de personas, de todas las personas, y no sólo de algunas personas.
Pero esta “crisis de refugiados” ha puesto otra cuestión interesante sobre la mesa. La autodesignación de muchas ciudades como ciudades de acogida de refugiados, además de dar respuesta a un problema humanitario, ha situado a estas ciudades en un nuevo escenario en el que el interlocutor ya no es el gobierno español ni el Estado, sino la propia Unión Europea.
Al igual ocurre con la cuestión de los refugiados, las decisiones que tienen que ver con la moneda, con cómo administrar la deuda, con las cuotas de producción, con las formas y tipos de impuestos o con las políticas migratorias y la gestión de fronteras; todo ello son funciones que antes pertenecían al Estado-Nación y hoy recaen bajo el mando de la Unión Europea. Abordar desde las ciudades rebeldes esas cuestiones exige plantearlas en su escala, es decir a escala Europea.
Quizá es lo que ha entrevisto Varoufakis al proponer un movimiento político europeo, tras contemplar cómo fracasaba su plan de lanzar, desde la escala nacional, algo así como una nueva moneda. Para hacer frente a quienes gobiernan a través del euro de nada sirve volver al dracma o a la peseta, pero tampoco inventar una nueva moneda si no se escapa antes al Estado-Nación cambiando de escala. Es sólo en el espacio del euro, en la eurozona, donde se puede enfrentar el euro, porque es en esta escala, la escala europea, donde se deciden las políticas fiscales y donde, en gran media, se concentra la soberanía monetaria.
Alguien ha escrito que el encuentro de movimientos y alcaldías de Ciudades en Común que tuvo lugar el fin de semana pasado en Barcelona, y en el cual se dieron cita algunos de los gobiernos municipalistas, junto a otros que no lo son tanto, lograba volver a tejer una España que se supone desgarrada. El problema, quizá, de semejante hipótesis es suponer, no ya que España está desgarrada, sino, más sencillamente, suponer que España está. España, ya se la entienda como la Nación española, la Raza española, el Conjunto de los Españoles, los Pueblos de España o cualquier otra ficción política semejante, es una entidad carente ya de toda consistencia ontológica. La voladura del Estado-Nación supone la disolución simultánea de su supuesto fundamento, la realidad nacional.
De ahí que pueda ser calificado como un error o, al menos, una carencia del encuentro de movimientos y alcaldías de Ciudades en Común el haberse mantenido dentro de los límites que fija esa ficción ya anacrónica. El no haberse abierto, aunque sólo fuera simbólicamente, a otras ciudades europeas, rompiendo con ello el marco político instituido y enfrentándose, como se ha hecho en el caso de la apuesta por las ciudades-refugio, al que es su interlocutor último y, en definitiva, su verdadero adversario.
Tal vez, por esto, no sea del todo descalabrado lanzar el desafío de algo semejante a un encuentro de municipios, de comunas, como dicen los franceses, en definitiva, de ciudades rebeldes de Europa, capaz, esta vez sí, de situar el conflicto y de tener las alianzas más allá de la escala del Estado-Nación. En cualquier caso, hace tiempo que llegó el invierno y que los caminantes blancos nos gobiernan. Acaso ya es hora de que el fantasma del municipalismo pueda recorrer Europa.
Decir que vivimos en un sistema económico y político globalizado no deja de resultar a día de hoy una obviedad. El Estado-Nación hace tiempo que ha pasado a ser una institución secundaria, dependiente respecto de instancias infranacionales y supranacionales en las que se concentra, en último término, el ejercicio de la soberanía. Si bien es cierto que estas últimas, las instituciones supranacionales, no son democráticas o lo son únicamente de modo muy parcial, eso no les impide en absoluto ejercer el monopolio en lo que se refiere a la toma de decisiones políticas.
España es, en ese sentido, poco más que una provincia de Europa. Por supuesto, no del continente así denominado. No se trata aquí de una cuestión geográfica. La Europa política no coincide con la Europa de los mapas. España es una provincia interior a una zona de libre comercio, la cual posee sus propias instancias de gobierno a las cuales los antiguos estados y, por tanto, sus ciudadanos están sometidos.