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Notas sobre el viejo Rastro de Zaragoza

8 de junio de 2024 23:14 h

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Cuando nos duelen desapariciones, bueno es bajar al Rastro”, afirmaba Gómez de la Serna, quien le dedicaría un libro en 1914. Quiso el madrileño pasar revista a esos lazaretos de la civilización para levantar acta de la finitud de las mercancías una vez desplumadas de su utilidad. 

Yo acudo al Rastro, sencillamente, porque me duele cuando se escabulle el fin de semana. Cada domingo deambulo por la plazuela de San Bruno en busca de libros baratos, fotografías espectrales, artefactos o prendas cuanto más inverosímiles, mejor. Al final me convenzo: la semana productiva volverá a ser perecedera. 

El Rastro de San Antonio Abad

No siempre el Rastro en Zaragoza se ha ubicado entre San Bruno y las calles de Arcedianos y Sepulcro, que es el nombre más adecuado para desparramar las almas muertas de las cosas. Durante un tiempo se instalaron tabancos en la plaza de San Pedro Nolasco, tras la retirada en 1916 del tinglado metálico que albergaba el mercado de vituallas. 

Muchos años después, de forma espontánea, el Rastro acabó afincándose en torno al Mercado Central, hasta las embocaduras de las calles de Cerdán y Escuelas Pías que, mediada la década de los setenta, amenazaban ruina en los planes urbanos. 

Y aún a estos baratillos callejeros precedió otro, a finales del siglo XIX, situado en la entonces plaza de San Antonio Abad, que ocupaba el espacio que dejó libre tras su demolición el hospital de la antigua congregación de los Antonianos, en el tramo final de la calle de la Manifestación. Hoy la plaza de San Antón queda como un residuo esquinero de aquella. 

Un entorno castizo

En 1894, un reportaje publicado en “El diario de Zaragoza” describía el lugar como “amplio y de buenas condiciones”, si bien intrincado en “una enredada madeja de las que no pueden enseñarse a nadie. Sin luz, sin ventilación, sin urbanizarse está como en los tiempos morunos”. En resumen, “pintoresco”, o sea, en palabras de Benjamín Jarnés: “sucio y enmarañado”. 

El autor del artículo describe con saña aquel embrollo de callizos en el entorno de lo que hoy es la airosa plaza del Pilar, entre la actual calle de Salduba y el flanco oeste de la basílica. La crítica higienista se hace eco de quienes “acarician la idea de romperla hasta el Ebro, y hacer un mercado general, quitando así ese foco de infección de las calles de la Zuda y adyacentes”. 

En realidad, ya existía un mercadillo de comestibles en el recodo de San Antón. La Guía de Zaragoza de 1860 nos dice que allí se comerciaba con “frutas secas y verdes, y pan”. Así continuaría, convertida en campamento de “charlatanes de esencias y hierbas que lo curaban todo”, hasta el piqueteo de San Antonio Abad y remodelación de San Antón, a principios de la década de los cincuenta (El Noticiero, 17 de junio de 1952). 

Barriada en almoneda

Nuestro misterioso cronista—firma como “X***” -- no parece muy feliz tampoco con lo que allí se expone, más propio, dice, del Rastro de Madrid: “Todas esas baratijas, objetos insignificantes, ropas viejas... todo el desecho, tiene en Zaragoza su mercado”. Y azuza a las autoridades municipales: “¡Un mercado de ese jaez, junto al mercado principal y en uno de los sitios más céntricos de la ciudad! Eso es el colmo de la tolerancia y de la mansedumbre”. 

Cuando se trata de reformas urbanísticas, las preocupaciones profilácticas forman siempre parte del argumentario especulador. “El diario de Zaragoza” pone voz a propietarios y concejales, valga la redundancia, a quienes la salubridad se las traía al pairo: renteros metidos a políticos, sólo tenían ojos para los planes de ensanche de la ciudad.

Una ropavejera en los Sitios

Termina la mañana del domingo y tras dejar San Bruno me acerco a San Antón, hoy mustio patio de luces. Acallado el rumor de chalaneos y regatones, ya no afloran cachivaches en sus ánditos. Hace tiempo se cumplió el reto de abrir hasta el Ebro este rincón. 

En la desangelada plaza, evoco la figura de don Romualdo Nogués, ilustre borjano, general y coleccionista de antigüedades. Lo distingo paseando entre ajuares de novias y herencias indivisas: trastos de albéitar, trebejos de alférez, chismes de alfajeme… El Rastro es también feria de palabras. 

Don Romualdo se inclina, se interesa, pregunta al cambalachero -- “¿Y estas monedas, buen hombre…?”-- y toma notas para un libro que publicará en 1890: “Ropavejeros, anticuarios y coleccionistas, por un soldado viejo natural de Borja”, recetario sabroso de anécdotas y fisiologías de quienes menudean por tenderetes y baratillos. En este librito se cuenta la crónica de Estefanía López, una zaragozana “ropavejera heroica”, con la que concluyo este pendoneo por bazares, reales e imaginados:

Entre las hazañas que se ejecutaron durante los sitios de Zaragoza, en la llamada batalla de las Eras, el 15 de Junio de 1808, jóvenes, ancianos, niños, sacerdotes y militares, todos en confuso tropel peleaban dentro y fuera de la ciudad, sin más guía que el valor de la raza, el amor a la independencia y el odio al extranjero. Las mujeres recogían los heridos, retiraban los cadáveres, proveían de cartuchos, agua, víveres y hasta mataban a los dragones franceses en la plaza del Portillo. Faltaron tacos y metralla. Estefanía López, dedicada a la compra y venta de hierro y trapo viejo, llevó más de 10 arrobas de uno y otro. Toda cuanto la pobre poseía. Esta noble acción redime los infinitos pecados que después han cometido los ropavejeros.

Cuando nos duelen desapariciones, bueno es bajar al Rastro”, afirmaba Gómez de la Serna, quien le dedicaría un libro en 1914. Quiso el madrileño pasar revista a esos lazaretos de la civilización para levantar acta de la finitud de las mercancías una vez desplumadas de su utilidad. 

Yo acudo al Rastro, sencillamente, porque me duele cuando se escabulle el fin de semana. Cada domingo deambulo por la plazuela de San Bruno en busca de libros baratos, fotografías espectrales, artefactos o prendas cuanto más inverosímiles, mejor. Al final me convenzo: la semana productiva volverá a ser perecedera.