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Durante 40 años, la monarquía ha sido intocable. De ella se hablaba en los días significativos —el mensaje de Nochebuena, el Día de la Hispanidad— y en las revistas de la prensa rosa. Siempre han existido republicanos, por supuesto, pero no se les daba voz en grandes medios de comunicación y, si se hacía, se les trataba como nostálgicos de un tiempo perdido, una minoría que no molestaba.
Sin embargo, un accidentado viaje en África en 2012 rompió en pedazos esa jaula de cristal que protegía al rey y a su familia y comenzaron a escucharse voces disconformes en ámbitos poco habituales. El último ejemplo, es un artículo de Pablo Iglesias en el diario El País, símbolo del establishment mediático, tal y como lo concibe Owen Jones.
Tras repasar la figura de Juan Carlos I, su papel en la Transición y el declive de su imagen pública, Iglesias llega a una conclusión: “que a la Jefatura del Estado se acceda por elecciones y no por fecundación sería profundizar en nuestra democracia”.
Como muchas personas, considero que la monarquía es una figura anacrónica y que debe desaparecer de nuestro país o, como mínimo, debe darse a los españoles y españolas nacidos tras la muerte de Franco la oportunidad de elegir. Y aquí es cuando suelen surgir los debates.
El argumento más habitual contra una monarquía —lo dijo Pablo Iglesias en Zaragoza hace unos días— es que podríamos tener como Jefe de Estado a alguien como Aznar. Cierto, podría ser un desastre. También Enric Juliana, una mente brillante, opinaba que la posibilidad de que España se convirtiera en un sistema presidencialista y la Jefatura del Estado cayera en “malas manos” era un riesgo que no se debía asumir. Pero, ¿acaso no ha sido ya Aznar jefe de Gobierno? Parece que la Jefatura del Estado es una institución sagrada, que no debe ser manchada y no puede perder su halo de pureza.
Pero yo rechazo la premisa y pregunto ¿por qué debemos tener una Jefatura de Estado y una Presidencia de Gobierno?
En Europa, las monarquías que cayeron fueron sustituidas por esta bicefalia; en algunos países, como Alemania, la dirección política la marca la Jefatura de Gobierno; en otros, como Francia, la marca la Jefatura del Estado. Por eso hoy Angela Merkel y Emmanuel Macron se juntan en las cumbres europeas, pese a tener diferentes cargos. Son repúblicas parlamentarias o semipresidencialistas, en las que siempre hay dos órganos y dos figuras (jefe de Estado y jefe de Gobierno), y según el país una tiene más peso que otra.
Ahora bien, ¿es necesaria esta bicefalia? En mi opinión, no.
Estados Unidos se independizó de Inglaterra y optó por un modelo presidencial en el que un solo órgano dirigía el país; y lo mismo hicieron buena parte de los países de Latinoamérica. Son repúblicas presidencialistas.
Por supuesto, cada tipo de república tiene sus ventajas y desventajas, sus defensores y detractores. En esta columna simplemente quiero destacar que la alternativa a una monarquía no es un sistema como el de Francia, hay otros.
Algunos dirán que eso ha llevado a Trump o Bolsonaro al poder; pero también es cierto que la división de poderes es mucho más férrea en Washington que en Madrid; y el sistema de checks and balances no permitiría la vergüenza que hemos vivido estos días con la elección del Consejo General del Poder Judicial.
España es adulta y puede elegir su forma de Gobierno; pero antes deberíamos debatir cuál es la alternativa y no imitar sin más a los países de Europa. Hay otras fórmulas y, como mínimo, merecen un estudio.
Durante 40 años, la monarquía ha sido intocable. De ella se hablaba en los días significativos —el mensaje de Nochebuena, el Día de la Hispanidad— y en las revistas de la prensa rosa. Siempre han existido republicanos, por supuesto, pero no se les daba voz en grandes medios de comunicación y, si se hacía, se les trataba como nostálgicos de un tiempo perdido, una minoría que no molestaba.
Sin embargo, un accidentado viaje en África en 2012 rompió en pedazos esa jaula de cristal que protegía al rey y a su familia y comenzaron a escucharse voces disconformes en ámbitos poco habituales. El último ejemplo, es un artículo de Pablo Iglesias en el diario El País, símbolo del establishment mediático, tal y como lo concibe Owen Jones.