El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon.
Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.
Tienen las tradiciones un aspecto universal e inmutable: no nos permiten ser neutrales. Dejemos claro eso en primer lugar para que cuando proclame unas líneas más abajo que hay una que sobresale ante el resto estemos de acuerdo en que no estaremos de acuerdo.
La Semana Santa es una mezcla de fervor, devoción, tradición, espectáculo y acto social. Reúne a una amplia amalgama de edades, clases sociales, ideologías y hace posible que creyentes y ateos contemplen con la misma fascinación el paso de una cofradía. Pero destaca sobre todos los actos de la Semana Santa uno que conmueve hasta la médula sin necesidad de grandes fastos, ni ceremonias. Es quizá uno de los más humildes en cuanto a lo que requiere su puesta en escena y es, sin duda, el más impactante de cuantos puedan contemplar. Advertidos estaban de que no iba a ser neutral.
Es Jueves Santo y el Bajo Aragón ha activado su polo magnético. Quienes descienden de los pueblos de la Ruta del Tambor y el Bombo vuelven a casa atraídos por ese imán que los une en una comunión ancestral tan difícil de explicar como fácil de comprender en cuanto se presencia. Se desempolvan los tambores, timbales y bombos, instrumentos que pasan de generación en generación y que se prestan con la misma familiaridad al forastero que ese año visita el pueblo. Siempre hay alguna túnica de más en los pueblos que la visten, para que aquí hoy todo el mundo se sienta en casa.
Las plazas de Albalate del Arzobispo, Alcorisa, Andorra, Calanda, Híjar, La Puebla de Híjar, Samper de Calanda y Urrea de Gaén empiezan a llenarse poco a poco de gente cerca de la medianoche, Calanda lo hará doce horas más tarde, a la luz del día. Familias enteras desde el bisabuelo al bisnieto, cuadrillas que se reencuentran para hablar el mismo código que usan desde que iban juntos al colegio. No hay edad, ni clase social, hay una misión común: que cielo y tierra tiemblen a las 12 en punto.
Se acerca la hora y el jolgorio del reencuentro se va tornando en murmullo hasta alcanzar un silencio sepulcral que impacta tanto como el inminente estruendo. Pocos honores me parecen tan extraordinarios como el de ser el encargado de dar la orden de comenzar a tocar. Generalmente es el alcalde; solo por eso, merece la pena presentarse a las elecciones aquí.
Llega el momento, todos atentos a la señal para consagrar un rito que tiene su origen, dicen, en la Edad Media. Las miradas fijas en la mano, la vara de mando, la maza…Cae de golpe y miles de almas vibran al unísono mientras se rompe la hora. Dice la Biblia que al morir Jesús la tierra tembló y las rocas se partieron. Aquí, hasta sin fe alguna, se siente en las entrañas la muerte del profeta: el corazón en un puño, en la garganta un nudo, una mezcla de congoja y euforia se apoderan de todos en la plaza.
Impacta la sincronización del toque, la perfección del ritmo y poco después comienza a apreciarse el lenguaje propio de cada grupo, varían la melodía, cada uno habla su jerga, el sonido se hace más rico si cabe. Ensordecedor, hipnótico, es imposible no conmoverse cuando el Bajo Aragón rompe la hora.
Quizá les parezca exagerado; yo, sin embargo, siento que no hay palabras precisas para definir un sentimiento tan potente. En cualquier caso, no se lo pierdan, intenten vivirlo aunque sea una vez en la vida. No se arrepentirán. Quizá entonces convengan conmigo que en el Bajo Aragón rompen la hora y parten la pana.
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