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La pandemia ha venido a subrayar el carácter imprescindible de lo público, a veces tan frágil y denostado. Entre la zozobra y la incertidumbre, el coronavirus le ha dado un mandoble al liberalismo postmoderno y nos advierte sobre la importancia de la modernidad sólida, la que no recorta ni en sanidad pública ni en investigación. El sálvese quien pueda solo les funciona a unos pocos y, en situaciones excepcionales como esta, ni siquiera.
Estamos confinados en casa para no propagar la enfermedad y no colapsar los hospitales. Pero necesitamos una vacuna que ataque la pandemia. Consciente de la que se puede montar en Estados Unidos, Trump negocia con un laboratorio alemán (CureVac, Tubinga) la “exclusividad” de una potencial vacuna. Negligente y negacionista al principio, Trump considera que el virus es una amenaza que los extranjeros están llevando a Estados Unidos. Ofrece ahora elevados incentivos económicos para garantizar que la vacuna se aplique primero en Estados Unidos y luego ya veremos… ¿Quiere monopolizar el resultado de las investigaciones para que la preeminencia económica incida a la hora de aplacar la pandemia?
Las campañas de vacunación, del término latino vacca, empezaron en el siglo XIX para hacer frente a la viruela. Su tratamiento experimentó un gran avance en 1798 gracias a un médico rural inglés, el doctor Edward Jenner, cuando observó que las lecheras no contraían nunca la viruela. Llegó a la conclusión de que el motivo de su inmunidad era que ya habían contraído una enfermedad similar, la viruela bovina, que no suponía peligro alguno para el hombre. No menos decisiva resultó la vacuna contra la tuberculosis, una de las graves enfermedades que afligían a la población europea en época contemporánea. Como sabemos, era (o es) una infección que afectaba a los pulmones en forma de “consunción” del cuerpo hasta que la víctima, tosiendo sangre de los órganos, acababa muriendo. Los síntomas relativamente poco aparentes de la enfermedad y su avance generalmente lento hicieron difícil descubrir el agente patógeno. Chopin, por ejemplo, murió de tuberculosis. En la literatura hay pocas escenas más tremendas que la de la muerte, en 'Crimen y castigo' (1866), de una viuda tuberculosa, Katerina Ivanovna. La enfermedad se contagiaba a través de partículas expelidas por el enfermo, por ejemplo al toser. El descubrimiento del mecanismo de transmisión del ántrax maligno o carbunco lo realizó Koch en 1870. Pero la incidencia de la enfermedad solo se redujo de veras, ya en el siglo XX, con la vacuna BCG (1921) y el posterior desarrollo de antibióticos. Y la lista podría ampliarse hasta la mal llamada “gripe española”, pasando más recientemente por el ébola.
Los laboratorios farmacéuticos deben tener incentivos económicos para desarrollar investigaciones muy costosas. La carrera por la vacuna no es nada sencilla y deben existir compensaciones ¿Pero la vacuna para esta pandemia ha de pasar por la mano invisible del mercado que “asigna eficientemente los recursos”, es decir, debe regirse por el beneficio empresarial, o tanto la OMS como los Estados deben tomar cartas en el asunto? Ojalá las autoridades internacionales empiecen a hacer más caso a Joseph Stiglitz y a lo que cuenta en 'The end of neoliberalism and the rebirth of history'. La llegada del coronavirus suscribe punto por punto las argumentaciones del Premio Nobel.
De momento, no demos rienda suelta a los bulos. Dejemos las consignas en manos de los expertos sanitarios. Ya hay tertulianos que, en apenas una semana, parecen tener convalidado un doctorado en epidemiología. Mark Twain aconsejaba tener cuidado con la lectura de libros sobre la salud porque podríamos morir de una errata de imprenta. Y otro objetivo es que ese punto de miedo a la inseguridad, inevitable, nos pueda conducir, sin histeria colectiva, a desarrollar comportamientos prudentes a medida que este confinamiento se alargue en el tiempo.
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