Junto a la ribera izquierda del Ebro, en paralelo al carril-bici que delinéa el paseo de la Ribera, la capital de Aragón está viendo erguirse edificios de magnífica factura. Negros como la pizarra, blancos de un hormigón marmóleo y con el azul y el verde del agua marina; gigantes multicolor en la misma orilla del Ebro.
El viejo y deprimido camino del Vado está recobrando una vitalidad distinta con esta transformación urbanística. Los almacenes y fábricas vacías que se oteaban desde el puente de Las Fuentes (de la Unión) son sustituidos por un naciente barrio residencial. La vieja mata seca y amarilla por el nuevo asfalto negro.
En el medio de esta dinámica, una parcela de casas bajas se resiste a la reconversión urbanística. Entre las calles del Mediodía y Lourdes todavía se pueden ver tejas de cerámica roja conquistadas por el musgo tras décadas de exposición a los elementos, traversas de madera y relleno de caña entrelazada en los techos medio derruidos en las fincas abandonadas.
Casas de un solo piso con una puerta entreabierta por cuyo quicio se escucha un hilo de voz que viene desde el interior y dice: “Yo no quiero decirte nada ni salir en nada, solo que estoy muy bien aquí, donde llevo toda mi vida, si quieres vete a la parte de atrás que está la señora Sagrario y ella te cuenta todo lo que quieras”.
La señora Sagrario
Es en la calle de la Rambla donde vive Sagrario Lozano, de 90 años. Su casa, que puede parecer modesta a quien se acerca bien por la misma calle, bien por lo alto, desde el Paseo, es para ella un palacio en el que cada esquina es un motivo de felicidad: “Compramos esta casa cuando tenía 27 años y aquí he parido a mis dos hijos. En estos 63 años he visto construir la carretera (Paseo de la Ribera), como han ido tirando las casas que hacía el vecindario y ahora quedamos tres vecinos y muchos gatos.
La felicidad es su pequeño mundo y durante la entrevista no para de repetir una y otra vez lo feliz que la hace su perro Lucky, “¡qué guapo es mi perro!, me tiene loca perdida”, mientras zarandea la cabeza de lado a lado, mirando al techo y con una sonrisa que no le cabe en la boca.
El antiguo garaje es un almacén de trastos y ropa que Sagrario va acumulando: “Cojo las cosas que voy encontrando, se tira mucho que aun sirve, y después lo reparto a quien me pide o a quien lo necesita. Yo así estoy feliz y no me hace falta nada más”, afirma con una sonrisa mientras ofrece un pedazo de sandía blanca, “está buenísima”, insiste.
La evidente falta de comodidades que tiene que padecer, especialmente en las olas de calor veraniegas que han azotado el Valle del Ebro recientemente, no son un inconveniente para ella, con quedarse debajo de la parra que cubre el patio le es más que suficiente, “yo no le tengo miedo al calor”, sentencia, y añade, “a lo único que le tengo miedo es a que se me metan en casa. Si ves hay muchas casas abandonadas y con sistemas de seguridad. Pues hay quien se mete igualmente, tanta seguridad tanta seguridad… y además ha habido veces que me han llegado a dejar sin agua”.
El miedo de Sagrario Lozano responde precisamente al desarrollo urbanístico: “Hay un constructor que se está haciendo todas las parcelas de la manzana y la de atrás, las casas son muy viejas pero los terrenos son buenísimos y aunque me metan gente a mí solo me sacan de aquí muerta”, sentencia.
Vivir feliz con poco
Otro vecino que vive en esta isla de casas viejas, no muy lejos de la señora Sagrario, es Nikolai Lacatus. La entrada a su casa es una parcela previamente derruida donde se ven las baldosas de una cocina al cielo abierto. La parte trasera de una casa tapiada es su hogar.
Una puerta de madera y una lona azul preceden el hall de su infravivienda. Dentro, una cocina y un par de habitaciones donde descansa; una de las cuales tiene una raja en el techo que le quitaría el sueño a cualquiera, pero no a él “no es problema, la casa es fuerte y yo lo puedo arreglar en cualquier momento”, afirma tranquilo.
Nikolai Lacatus tiene 57 años de los cuales ha pasado 13 en España y los dos últimos viviendo en este lugar. Ha trabajado de jornalero y haciendo reparaciones allá donde hiciera falta, “un día una cosa otro día otra, lo necesario para tirar adelante. Aunque ahora soy más viejo y me cuesta más encontrar cosas”, comenta.
Lacatus percibe el IAI (Ingreso Aragonés de Inserción), lo que le permite subsistir. Pagó alrededor de 5.000 euros por esa vivienda hace un par de años: “El dueño no me dio ningún papel después, pero tampoco ha vuelto para pedirme más dinero, ahora esta casa pequeña es mía y con eso estoy feliz”, afirma.
Las limitaciones de una infravivienda no amilanan a Nikolai y pensar en abandonarla por las incomodidades no está en sus planes: “Cuando hace demasiado calor me doy con la manguera, y si es mucho el calor pues entonces me voy al Ebro y ahí me refresco, es la piscina más grande de la ciudad”, responde entre risas.
Aguantar cinco años más en la cueva
Subiendo hasta la calle Jesús y, después, un poco más arriba, buscando por las puertas de un supermercado está la enjuta figura de Marcel Ghenade, sentado en una caja de cartón mendigando unas monedas a los clientes que van saliendo. “Ves, aquí la encargada no me puede decir nada, no le gusto nada a la encargada”, dice mientras señala la diferencia entre las baldosas de entrada del super y el terrazo rojo de la calle donde tiene instalada su caja, “pero vamos, te enseñaré donde vivo”.
Mientras camina hacia el solar en el que habita en la calle Jesús, Marcel Ghenade explica cómo su vida se fue a pique hace ocho años cuando rompió la relación con su mujer: “Hubo represalias, me robaron todo y me quemaron la casa, tenía todos mis papeles ahí y ahora no me puedo ni empadronar. Mis hijos y mis nietos se han olvidado por completo de mí y ya no tengo nada”, lamenta mientras abre el candado del solar donde ha construido una chabola.
Desde entonces se ha buscado la vida limpiando ventanas de coches en los semáforos, a la chatarra y finalmente con la mendicidad. “No robo, no me dedico a la droga, no soy violento, solo busco sobrevivir y por eso me hice esta cueva para poder vivir. No tengo miedo a que se derrumbe, la volveré a levantar, además la constructora que es dueña del terreno me deja estar hasta que vaya a edificar. Entonces me tendré que ir a otro lado”, explica.
“Más de una vez me han robado lo poco que he tenido de chatarra llevándome algún golpe yo también; pero la Policía no hizo nada. Y el frío y el agua me han dejado el brazo izquierdo sin sensibilidad”, comenta cuando se le pregunta por los peligros de vivir en estas condiciones.
El objetivo de Ghenade es volver a Rumanía dentro de cinco años: “Tengo 70 años y cuando tenga 75 volveré a mi país porque tendré una pensión con la que podré vivir dignamente. Aquí, desde que me quemaron la casa con los papeles dentro, nadie me ha ayudado, ni el Consulado de Rumanía, ni el Gobierno de Aragón, ni el Ayuntamiento; nadie. Desde que perdí mis papeles dejé de existir. La Cruz Roja sí que viene un par de veces por semana para darme algo de comida, ellos y las monjas de aquí al lado”, concluye Ghenade.