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Verde, de monárquico a nuclear y gasístico

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Verde es una palabra con muchas acepciones y muy variadas en el Diccionario de la Lengua Española (DLE), el diccionario digamos oficial. Dice la acepción número 1: “Dicho de un color: Semejante al de la hierba fresca...”. La número 6: “Dicho especialmente de un fruto: Que aún no está maduro”. La 11: “Dicho de una persona: Inexperta y poco preparada”. La 12: “Dicho de un cuento, de una comedia, de un chiste, etc.: Indecentes, eróticos”. Hubo incluso un tiempo, en los años treinta del siglo pasado, durante la Segunda República, en el que los monárquicos se llamaban a sí mismos verdes, por acrónimo de “Viva el rey de España”, e incluso se reivindicaban como tales usando ese color en algunos detalles de su indumentaria.

La acepción número 15 de verde en el DLE dice “ecologista”; y la 16, “Dicho de un producto: ecológico (‖ que no es perjudicial para el medio ambiente)”. Ecologismo, en fin, es en el DLE “Doctrina que propugna la defensa de la naturaleza y la preservación del medio ambiente”. Llamarle verde ahora a la energía nuclear y a la del gas, como quiere la Comisión Europea y algunos de sus países -con la oposición de España, entre otros-, no parece muy atinado, y no solo desde el punto de vista lingüístico. Parece más bien tan desatinado que hay motivos sobrados para poner verdes (DLE “Poner verde a alguien. Loc. verb. coloq. Colmarlo de improperios o censurarlo acremente.”) a los políticos y los altos funcionarios de la UE que hayan tenido la ocurrencia. La energía atómica no emite gases de efecto invernadero, es cierto, pero los residuos que genera son de muy difícil gestión medioambiental. Las centrales de ciclo combinado emiten mucho menos dióxido de carbono que las centrales de carbón, es verdad, pero están alimentadas por un combustible fósil, el gas, que al quemarse sí es perjudicial para el medio ambiente.

La perversión del lenguaje, el forzarlo hasta extremos en muchas ocasiones ridículos, es una de las características más desoladoras del debate público de nuestro tiempo. En esta última polémica, como en tantas otras, hay detrás evidentes intereses económicos nacionales que no se corresponden con los de la Unión en su conjunto. Es probable que a la transición ecológica a la que aspira la economía europea en su conjunto, para lograr la descarbonización y la neutralidad climática en 2050, le sirvan mejor temporalmente la energía nuclear y la que proviene de los ciclos combinados que la tradicional con origen completo en combustibles fósiles, muy contaminante. Pero esto no convierte a aquellas en energías limpias y sostenibles, por mucho que se les quiera poner la etiqueta de verdes para igualarlas a las renovables. La taxonomía es tozuda.

Otra cosa es que países como Francia, con un gran parque de centrales nucleares, tenga un enorme interés en que ese tipo de energía siga contando con estímulos financieros comunitarios, al menos durante parte del camino emprendido hacia 2050. Pero si el pacto verde europeo dispone lo que dispone, no parece razonable ponerlo en riesgo llamándole verde a lo que no lo es.

Para la UE, verde es una actividad económica, un sector o una tecnología que contribuya de modo sustancial a las principales metas ambientales de la Unión, y entre ellas la principal de mitigar el cambio climático. Pervertir el lenguaje no solo no allana el camino, sino que además puede alejar la meta. Admitir como verde —en el sentido de ecologista o ecológico— lo que no lo es conlleva el riesgo de convertir en verde —en el sentido de inmadura y de inalcanzable en 2050— la transición ecológica europea.

Verde es una palabra con muchas acepciones y muy variadas en el Diccionario de la Lengua Española (DLE), el diccionario digamos oficial. Dice la acepción número 1: “Dicho de un color: Semejante al de la hierba fresca...”. La número 6: “Dicho especialmente de un fruto: Que aún no está maduro”. La 11: “Dicho de una persona: Inexperta y poco preparada”. La 12: “Dicho de un cuento, de una comedia, de un chiste, etc.: Indecentes, eróticos”. Hubo incluso un tiempo, en los años treinta del siglo pasado, durante la Segunda República, en el que los monárquicos se llamaban a sí mismos verdes, por acrónimo de “Viva el rey de España”, e incluso se reivindicaban como tales usando ese color en algunos detalles de su indumentaria.

La acepción número 15 de verde en el DLE dice “ecologista”; y la 16, “Dicho de un producto: ecológico (‖ que no es perjudicial para el medio ambiente)”. Ecologismo, en fin, es en el DLE “Doctrina que propugna la defensa de la naturaleza y la preservación del medio ambiente”. Llamarle verde ahora a la energía nuclear y a la del gas, como quiere la Comisión Europea y algunos de sus países -con la oposición de España, entre otros-, no parece muy atinado, y no solo desde el punto de vista lingüístico. Parece más bien tan desatinado que hay motivos sobrados para poner verdes (DLE “Poner verde a alguien. Loc. verb. coloq. Colmarlo de improperios o censurarlo acremente.”) a los políticos y los altos funcionarios de la UE que hayan tenido la ocurrencia. La energía atómica no emite gases de efecto invernadero, es cierto, pero los residuos que genera son de muy difícil gestión medioambiental. Las centrales de ciclo combinado emiten mucho menos dióxido de carbono que las centrales de carbón, es verdad, pero están alimentadas por un combustible fósil, el gas, que al quemarse sí es perjudicial para el medio ambiente.