Azahara Alonso, escritora: “Escapar del turismo de nuestra ciudad para hacer lo mismo en otro destino no es la solución”
La filósofa y escritora asturiana presenta 'Gozo' una obra entre el ensayo y la crónica en la que reflexiona sobre la vida y el trabajo bajo el paraguas del capitalismo y cómo repensar el concepto del tiempo
Buñuel decía que nunca había viajado por placer. Reconocía no experimentar ningún tipo de curiosidad por los países que no conocía y admitía que, en su lugar, prefería volver a aquellos sitios donde había vivido y de los que guardaba buenos recuerdos. Junto a Buñuel, Azahara Alonso (Oviedo, 1988) recoge fragmentos de la obra de Susan Sontag, Carmen Martín Gaite, Georges Perec o Ronal Barthes entre otros para responder a las preguntas que se hace la protagonista de su primera novela, ‘Gozo’, durante la estancia en una isla del Mediterráneo.
A medio camino entre el ensayo, el diario y la crónica, a través de esta historia de inspiración biográfica, Alonso explora cuáles son las consecuencias de salirse de la rueda de la hiperproductividad en la que estamos inmersos y abrir espacio al ocio, el aburrimiento o la pereza como estrategia para reconquistar el valor del tiempo alejado del trabajo.
Tras publicar el libro de aforismos ‘Bajas presiones’ y el poemario ‘Gestar un tópico’ la escritora y filósofa asturiana teje un relato coral donde trata de destapar algunas de las trampas de un sistema que nos mantiene alienados, agotados y atrapados en un universo digital que fomenta la frustración por no alcanzar las vidas imposibles que consumimos en la pantalla.
Después de terminar Filosofía se fue a una pequeña isla con la excusa de aprender inglés, pero con el objetivo de tomarse un tiempo para reflexionar y descubrir qué quería hacer con su vida ¿Cómo cambia la mirada cuando uno no hace lo que se supone que debe de hacer en cada momento?
Viéndolo ahora con perspectiva, creo que no tenía tan claro que ese tiempo fuese para reflexionar. Se juntaron varias cosas. El abismo de terminar la carrera, las ganas de hacer algo diferente, de vivir en otro sitio gracias a una beca... Con distancia, sí que puedo decir que me sirvió para saber qué quería hacer, pero recuerdo que en ese momento estaba súper agobiada porque todo mi círculo estaba enfocando su vida hacia lo laboral y yo no.
El cambio de la mirada tiene que ver con una tranquilidad forzada en la que entras. Hay otro tipo de ligereza que se traduce en que nada es tan importante y se pierde un poco el miedo a la obligación, te desprendes de esa inercia que va adherida a todo.
Dice en la novela: “Al contrario que en la ciudad grande, lo mejor de la isla era no disponer de demasiado dinero”. ¿Nos equivocamos al buscar trabajo en grandes ciudades porque hay mayor oferta, pero es donde, a su vez, más dinero necesitamos para vivir?
La posibilidad de hacer planes que no impliquen dinero es una riqueza muy grande. Obviamente es algo que depende del tipo de persona que seas, pero en las grandes ciudades a menudo caemos en la trampa de pensar que son la mejor opción porque es donde hay trabajo. Sin embargo, con las subidas de alquiler cada vez necesitamos trabajar más para poder seguir viviendo en el mismo sitio, y te das cuenta que si te vas a un lugar más pequeño o te conformas con menos, tampoco necesitas ganar tanto dinero. Aun así no es algo que se pueda solucionar tomando una decisión sobre el lugar de residencia y ya está. No siempre es posible trabajar de lo que quieres en un sitio pequeño porque la oferta es menor, de ahí que quizás lo interesante sea plantearse tener un empleo alimenticio y dedicar la vocación al tiempo libre.
En la isla decidió prescindir de conexión a internet y mantener así “una parcela de su vida en desconexión”. Al igual que poco a poco nos estamos dando cuenta de que toda nuestra vida e identidad no puede girar en torno al trabajo ¿cree que llegará un punto en el que reivindiquemos el derecho a renunciar a nuestra identidad digital?
Diría que ya hay un poco de malestar generalizado que, quizás en unos años, se traduzca en una necesidad de compartimentar las cosas, de separar lo digital de la vida tangible. De hecho, seguro que en algunas personas ya está ocurriendo, sobre todo las que tienen una identidad digital muy vinculada a lo laboral. Yo misma siento que estoy muy enganchada al teléfono, pero al mismo tiempo, cuando me obligo a prescindir de él, tengo que apagarlo y guardarlo en un cajón. Parece que para alejarnos tenemos que elaborar todo un ritual que, al final, pone de manifiesto que estamos ante una adicción como otra cualquiera.
A veces no está claro si irse de redes es un privilegio o una actitud antisistema.
Es un poco como lo de abandonar un trabajo, eso de “en mi hambre mando yo”. Al final se trata de una decisión que busca poner el límite en la salud mental. Por ejemplo, desde hace tres años, yo me voy de redes todo el mes de agosto. Del 1 al 31 me las desinstalo todas del móvil y solamente me dejo WhatsApp porque hablo con mi abuela y quitármelo ya me parece hacer una renuncia demasiado alta. Aunque la primera semana es un poco rara, la segunda ya empieza a ser la gloria y la tercera todo es maravilloso. Cuando llega septiembre, por una parte me gusta volver a esa otra vida que te permite estar en contacto con mucha gente que está lejos, pero por otro lado me doy cuenta de que es una renuncia a todo el bienestar experimentado las semanas anteriores.
En el libro menciona que una de las cosas más importantes para el ser humano es sentirse útil y que por esa razón buscamos hacer de nuestra vocación nuestro empleo. En el contexto capitalista actual parece que todo lo útil conlleva un beneficio económico y lo inútil una pérdida de tiempo. ¿En qué lugar nos deja esto?
Justo murió el otro día Nuccio Ordine, cuyo libro, ‘La utilidad de lo inútil’, ha sido muy revelador para mí porque de pronto abre ese melón de ¿qué es realmente perder el tiempo? ¿Acaso no merece la pena vivir días en los que tenemos la sensación de perder el tiempo? Si lo miro desde la perspectiva actual, si aplico esas mismas categorías, yo misma he perdido veranos enteros al pasarme dos meses simplemente jugando. El lugar en el que nos sitúa esta forma de concebir las cosas es uno muy insano, que genera problemas de salud mental supuestamente leves, porque seguimos viviendo y trabajando pese a padecerlos.
¿Acaso no merece la pena vivir días en los que tenemos la sensación de perder el tiempo? Si lo miro desde la perspectiva actual, si aplico esas mismas categorías, yo misma he perdido veranos enteros al pasarme dos meses simplemente jugando
Nuestra propia idea del éxito va a tener que ponerse en entredicho para poder seguir viviendo porque si no vamos a necesitar jubilarnos mucho antes para sanarnos y eso es imposible porque en realidad nos van a hacer jubilarnos mucho más tarde.
¿Tenemos que reformular el concepto de utilidad o aprender a vivir sin ser útiles?
Por salud mental, yo intento diferenciar mucho entre empleo vocacional y otro que nos permita sobrevivir. Hay veces que somos sumamente útiles con un empleo no vocacional, es decir, con uno alimenticio que te permite contribuir al funcionamiento del mundo en el que vives, pero yo creo en otro tipo de utilidad, aquella concebida inútil desde lo económico. Por ejemplo, durante la pandemia, vimos cómo la cultura fue la salida para muchísima gente que, de pronto, accedió a leer más libros o ver cine en las plataformas digitales. Todo eso fue útil si queremos pensarlo en términos de bienestar, pero en lo económico no fue tenido en cuenta.
Recoge en el libro una cita de Carmen Martín Gaite que dice que “el ser humano es esclavo de la prisa”. Cuando todo el mundo va corriendo y no tiene tiempo para nada, parece que disponer de él es extraño y que, incluso, requiere de una justificación coherente. Sin embargo, a la inversa no sucede lo mismo. Mucha gente saca pecho de trabajar hasta las nueve de la noche ¿En qué momento hemos creído que el dinero es más importante que el tiempo? ¿Falta reflexión colectiva respecto a esto?
Sí, totalmente. Me interesa muchísimo el tema del tiempo entendido como una divisa equiparable al dinero. El lenguaje que utilizamos para hablar del tiempo es un lenguaje económico, empezando por expresiones como la gestión del tiempo. Creo que es interesante repensar su valor para que salga de esa dinámica capitalista que absorbe todo lo que nos gusta. En esta línea, la forma en la que actualmente entregamos la vida al trabajo es una buena jugada capitalista en términos de tiempos. Sin ir más lejos la división de las de las tres partes del día (ocho horas para trabajar, ocho para lo que queramos y ocho para dormir) se ha desdibujado precisamente gracias a eso, a que ponemos todo nuestro tiempo al servicio del trabajo.
Tal como dice Franco Bernardi “ya no entregamos solo nuestra mano de obra al empleo, si somos buenos trabajadores hacemos la ofrenda completa de nuestra disponibilidad”
Tal como dice Franco Bernardi “ya no entregamos solo nuestra mano de obra al empleo, si somos buenos trabajadores hacemos la ofrenda completa de nuestra disponibilidad”, que es algo muy vinculado también a la disponibilidad digital.
Al inicio del libro cuenta que durante las primeras semanas en la isla madrugaba sin sentido, pasaba horas mirando su currículum y hacía las tareas domésticas a contrarreloj. ¿Cómo logró deshacerse de esa inercia productiva y que el tiempo libre le generase bienestar y no angustia?
Existe un contraste muy grande entre autora y narradora protagonista. Suele suceder que al leer el libro hay gente que dice “qué tranquila es la protagonista, qué bien accede a la paz mental a pesar de no hacer nada”, pero en mi caso eso no fue así. Aunque en el libro sí hay un vínculo entre autora y protagonista, la narradora es realmente el reflejo de cómo me gustaría ser a mí, porque yo soy la persona más nerviosa y acelerada del mundo. De hecho, mi experiencia en la isla fue obviamente angustiosa. Busqué un trabajo porque lo necesitaba para pagar los gastos, pero también porque me perseguía esa sensación de que, quizás, estaba desperdiciando una etapa formativa que podía ser determinante en un futuro. A diferencia de mi experiencia personal, la protagonista llega a esa parte simplemente por exposición, pero yo como autora y como persona que vivió una experiencia parecida, no llegué a sentir una paz completa en ningún momento.
¿Es utópico pensar en un mundo donde deseemos menos bienes materiales y por ende seamos más libres o, simplemente, se trata de alejarnos de los estímulos capitalistas?
Creo que es posible alejarse del deseo entendido como acumulación material, pero al final eso acaba mutando en otra cosa. Por ejemplo, ahora mismo creo que estamos en un momento de sacralizar las experiencias, algo que inherentemente está muy vinculado al turismo. Sentimos menos culpa al regalar algo carísimo, ultra contaminante o colonizador, porque se trata de una experiencia y no de un objeto más que se acumula en casa. También influye que nuestra generación ya no tiene esa sensación de continuidad, ya sea porque nacen menos niños o porque hemos aprendido que acumular no tiene sentido para nosotros, bien porque no podemos acceder a la propiedad o porque sabemos que esas cosas no quedarán para nadie.
Sentimos menos culpa al regalar algo carísimo, ultra contaminante o colonizador, porque se trata de una experiencia y no de un objeto más que se acumula en casa
Aun así, no creo que haya nada malo en la acumulación de ciertos objetos, y Simone de Beauvoir estaba muy ahí, en entenderlos casi como imanes de experiencias. De repente, un anillo de tu abuela también es un objeto, pero adquiere otra importancia porque cristaliza la personalidad de un ser querido en él.
En un momento del libro se pregunta cómo era posible que se resignase a trabajar a pesar de no llegar a fin de mes, pero en realidad se trata de un pensamiento que interpela a mucha más gente. ¿Hemos dejado de identificar como elementos de cambio herramientas sociales como las asociaciones o los sindicatos?
Totalmente. El individualismo hace que pensemos que si nos dividimos podremos competir mejor con quienes son iguales, cuando en realidad se trata de una estrategia que el sistema está utilizando para desarticular movimientos como el feminismo, haciéndonos creer que somos diferentes y que no hace falta que sumemos fuerzas. Y, sin embargo, creo que no hay tejidos más bien engarzados que los de quienes defienden sus intereses para poder preservarlos y seguir viviendo de la misma forma.
¿Pero piensa que realmente hay una reflexión y que creemos que uniéndonos no vamos a conseguir nada o percibe que es un síntoma más de esta sociedad tan individualista?
No sé si existe exactamente esa reflexión, pero sí que hay movimientos como el sindicato de inquilinas de Barcelona que demuestran que se pueden conseguir cosas si nos unimos. Son ejemplos que sirven para dar esperanza porque ves que gracias a la insistencia de gente súper admirable y que está tan cansada como el resto, se pueden cambiar las cosas. Es cierto que, quizás, generaciones mucho más jóvenes, cuyos referentes en redes sociales les llevan al discurso de siempre de éxito/fracaso puede que ni piensen en el asociacionismo. Sin embargo, otros que sí tenemos referentes en términos de lucha colectiva estamos abandonando por pura desidia. Y no es justo tampoco. Creo que nuestra obligación debería ser vincularnos más a este tipo de acciones.
En ‘Gozo’ introduce el término curiosidad adiestrada, un concepto que utiliza para referirse a la homogeneización de los intereses de gran parte de los usuarios y, por ende, consumidores actuales. ¿Podríamos hablar de curiosidad adiestrada hace dos décadas o se trata de un concepto que va de la mano del auge de las redes sociales?
Utilizo este término en relación con el turismo porque vivimos una época donde existe mayor oferta de todo y en la que los lugares se entienden como bienes consumibles. Pienso que la curiosidad adiestrada aparece por ejemplo cuando alguien decide ir a visitar una ciudad porque le gusta un director de cine que ha rodado allí una de sus películas. Sin embargo, aunque su intención inicial nace de una inquietud genuina, al llegar allí y casi sin quererlo, se ve inmerso en los cauces habituales del viaje turístico.
Vivimos una época donde existe mayor oferta de todo y en la que los lugares se entienden como bienes consumibles
De repente, ves cómo personas a las que no les interesa el arte y que no han pisado ninguno de los museos de su ciudad, acaban visitando todos los de la zona porque se supone que es lo que tienen que hacer si están de vacaciones en ese lugar.
Dice que “el consumo vacacional es una versión más del trabajo”. ¿Desde cuándo percibe esta tendencia como un comportamiento generalizado?
No lo tengo muy claro, quizás desde hace unos diez años. Lo veo sobre todo en la elección de los destinos, cada año todo el mundo va a los mismos tres o cuatro sitios. Por otro lado, creo que es algo que entronca directamente con el concepto de éxito. Cuando la gente me pregunta dónde me voy de vacaciones y yo respondo que a ningún lado porque me quedo en Asturias, la respuesta suele ser “vaya, lo siento. ¿No puedes este año o qué?”, lo que me lleva directamente a preguntarme, ¿por qué debería irme a otro lado si cuando vivía en Madrid veraneaba precisamente aquí porque es el destino que tiene todo lo que necesito para descansar y estar en paz?
Existe un vínculo muy directo entre el dinero, lo que este te permite hacer con tu tiempo y lo que esto dice de ti. Le doy muchas vueltas a esta idea porque hay personas que si no viajan piensan que están dando una mala imagen de sí mismos, como si su vida fuese peor.
Parece que vivimos en un contexto social donde todo en nuestra vida debe ser a lo grande. Hemos normalizado los viajes transoceánicos y las bodas en palacios. ¿Cree que hoy se aparenta más que antes?
Puede que sí. Se trata de un comportamiento relacionado con la imagen que compartimos en redes sociales y hay algo muy diabólico en eso porque tenemos un contacto directo y muy normalizado con perfiles que tienen mucho más dinero que nosotros, y queremos acceder a eso porque si no sentimos que estamos fallando, que somos unos fracasados. Las redes sirven para marcar que nos va bien, aunque exista una cara oculta de la luna y que esta sea una persona llorando porque se encuentra fatal.
Al margen de que se aparente más o menos que antes, a mí me genera una curiosidad muy grande saber cómo la gente se puede permitir ese tren de vida, cuando a su vez nos quejamos mucho de la precariedad en la que estamos. La gente tiene acceso a vacaciones carísimas, bodas carísimas, caprichos carísimos que por supuesto celebro que se puedan permitir, pero que dan una idea muy rara de cuál es realmente nuestra queja.
“Fotografiar es poseer lo fotografiado”. Estas palabras de Susan Sontag que recoge en el libro describen mejor que nunca la problemática de la turistificación fomentada desde las redes sociales. ¿Le preocupa Asturias en ese sentido?
Me gustaría tener más esperanza, pero el desengaño es fuerte. Hace unos meses, el Ayuntamiento de Villaviciosa anunciaba a bombo y platillo que habían situado unos bancos con el nombre del municipio en distintos rincones de su geografía. La idea es que la gente vaya, se haga la foto y la suban a redes. Entiendo que se trata de un trabajo de promoción turística, pero me lleva a preguntarme si los vecinos de Villaviciosa pueden sentarse en un banco situado en una plaza o simplemente la alternativa que tienen son las terrazas.
Creo que es lícito que como ciudadanos podamos quejarnos del turismo porque es incómodo y, además, hace que suba el precio de la vivienda, pero al mismo tiempo pienso que tenemos que ser críticos. Si de verdad viéramos que estamos fastidiando los destinos a los que vamos, igual que están fastidiando el nuestro, habría esperanza para cambiar las cosas, pero yo veo que todas las quejas que se dan durante el año se adormecen cuando alguien saca unos billetes y se va a otro sitio. Escapar del turismo de nuestra ciudad para ir de vacaciones y hacer la misma faena a la gente de ese destino no puede ser la solución.
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