Un día con Valentina, la última vecina de la aldea de Bustello: “Vivo sola, sola y sola”
Cuando Valentina García sale de su pueblo siempre se le complica el cómo explicarle a la gente dónde vive. “¿Conoce Sarzol?, ¿Illano?”, pregunta ella. Bustello es una aldea que pertenece a Illano, uno de los concejos más envejecidos y menos poblados de Asturias. Y en Bustello Valentina vive, como ella perfectamente explica, “sola, sola y sola”.
A Bustello solo va el que va adrede, porque ya casi nadie vive allí ni en los pueblos más cercanos. El panadero hace tiempo que ha dejado de entrar en la aldea a dejar el pan porque la carretera está abandonada, llena de baches que probablemente ya nadie va a arreglar. No hay cobertura de móvil, salvo en una esquina de una ventana del salón. Tras el cristal, las montañas del valle del Navia y el desfiladero de San Estaban de los Buitres.
Es la de Valentina una soledad conformista, “lo que me tocó”, dice ella, pero lo dice por alto, sin darle muchas vueltas, que anda concentrada en hacer un café, porque no se concibe que en Casa Manuel pase una visita sin que se le haga café y se le pongan unas pastas. De fondo suena y acompaña el run run de la radio. “Me gusta que haya sonido siempre, o eso o la tele”, asevera.
Valentina tiene 78 años muy bien llevados, aunque insiste en que lo suyo es pura fachada y que por dentro “estoy hecha un desastre”. Ella es una de esas mujeres que pone cara al vaciamiento de los pueblos en la zona rural y lo explica muy bien cuando dice de sí misma que vive “sola, sola y sola”. Tres veces sola.
Antes, cada 15 días, íbamos en una furgoneta al mercadillo de Boal. Aprovechábamos para ir al banco y hacíamos algunas compras. Pero la gente se fue muriendo y no quedó nadie”.
La soledad de Valentina no llegó de un día para otro, lo fue haciendo a cuentagotas. Lo refleja muy bien con un recuerdo que le emociona. “Antes cada quince días, los lunes, íbamos en una furgoneta a Boal al mercadillo. Aprovechábamos para ir a sacar dinero al banco, comíamos por allí, yo iba al fisio y hacíamos algunas compras. Pasábamos el día”, relata. Pero la gente que ocupaba los asientos de la furgoneta se fue muriendo y en el último viaje “sólo íbamos ya dos, otro chaval y yo. Pero él murió también y no quedó nadie”.
Y ahí se acabaron los lunes de feria de Valentina, y los viajes en furgoneta rodeada del calor de otros vecinos, los viajes que tanto le gustaban. “Qué le vas a hacer” y aprieta la cafetera y al pone al fugo. “¿Quieres azúcar”, en casa de Valentina la vida siempre, siempre continúa.
Mujer sonriente y optimista, asume con un aplomo envidiable los envites de la vida, todo ellos, y se conforma con lo que le ha tocado, lo bueno y lo malo, con media sonrisa. Levanta los hombros y dice “y qué le voy a hacer si es esto lo que me tocó”.
Valentina en realidad lo único que no quiere es dar trabajo, no valerse por sí misma o que la tengan que ir a cuidar. “Ahora viene una chica de ayuda a domicilio y salimos a dar un paseo, con los años uno va teniendo miedo a caerse”, pero para afincar bien sobre el terreno tiene Valentina una enorme colección de varas y bastones de madera que eran de su marido y que ella coge nada más poner el pie fuera de casa. De momento, el paso de Valentina es ágil y fuerte.
Recuerda cuando a los trece años salió del pueblo por primera vez. “Fui a Avilés con mi hermana y luego estuve trabajando en una fábrica de Loza de Gijón, pero eran otros tiempos, a mis padres no les gustaba que estuviese fuera, luego conocí a mi marido y me quedé aquí, que era en realidad su casa familiar”. Y en ese mismo lugar sigue ella. “Esta siempre fue una buena casa, había ganadería de leche, se cogían castañas, miel, teníamos trigo y centeno. Había de todo. Mi marido era un manitas y entre los dos hacíamos uno”, explica.
Vivir sola en un pueblo es la realidad de muchos asturianos. Lo peor de la soledad es que es silenciosa, no mete ruido como la radio. “Yo lo que necesitaba era tener a alguien con quien hablar”, dice Valentina en voz alta mientras mira el cielo de otoño que hoy le ha dado por nublarse y soltar agua toda la tarde.
Estos días anda Valentina más contenta de lo habitual porque tiene visita en casa, su nieta Cristina González, que es azafata de vuelo. A su abuela le encanta que ella venga a visitarla, y que después de sobrevolar el mundo siga encontrando el cariño irremplazable de una abuela en la aldea de Bustello.
“Hace unos años me llevaron engañada a Benidorm, yo nunca había ido en avión ni dormido en un hotel”, cuenta Valentina. Fueron su hija y su nieta quienes urdieron el plan, con el apoyo de su hijo, que también la visita mucho. “Cinco días estuvimos en Benidorm y me gustó, pero yo ahora ya no quiero viajar más, me gusta estar en mi casa tranquila. Con esto no quiero decir que no esté a gusto con mis hijos, claro que sí, pero prefiero estar en mi casa, supongo que como todo el mundo”, explica.
Ahora Valentina vive sola y reflexiona sobre aquellos tiempos que parece que pasaron hace siglos. “En esta casa vivíamos mis hijos, mi marido, mis suegros y yo. Ahora solo quedo yo, pensaba que era más complicado cocinar para seis que para uno, pero estaba equivocada”, y lo dice ella que, aunque asegura que no le gusta cocinar, hoy ha preparado caldo de rabizas y sopa de pan.
Con el armario lleno de ropa que no sabe cuándo se va a poner, reconoce que “antes éramos felices con menos” y se refiere a lo material, lo dice ella, con su cabeza lúcida, echando de menos los tiempos en los que no había carretera, cuando sus hijos tenían que ir andando a la escuela, cuando se cocinaba el pan en casa y nadie viajaba a Benidorm, los mismos tiempos en los que los pueblos, y el suyo también, estaban llenos de gente. “Me falta la gente”.
Ahora Valentina ya no quiere ir a Tenerife, “y mira que me insisten, tengo suerte con mi familia, están muy pendientes de mí”, pero es que como ella bien explica “esta es mi casa, es lo que me tocó, nosotros levantamos esta casa e invertimos mucho en ella y aquí me quiero quedar. El invierno se hace muy largo, pero el año que viene cumpliré sesenta años en esta casa…” Y lo hará. No hay más verla.
La soledad de Valentina aprieta a veces demasiado. “Cuando tengo que ir a hacer un análisis a Illano no hay ni donde tomar un café. Me da pena”, por eso ella leva una galletina en el bolso, para tomarla después de la extracción.
El despoblamiento de la zona rural parece un mal que no tiene solución. Son las siete y media de la tarde, ha parado de llover y sale un rayo de sol. “Vamos que te enseño la parte de fuera”, dice Valentina. Y ahí, con todas las fincas cuesta abajo, donde nunca se pudo meter maquinaria, en esas tierras que ella y su marido labraron y convirtieron en fértiles, mirándolas desde arriba y con la perspectiva de los años, ahí es donde lanza su sentencia Valentina. “Yo, si me volviese joven, también igual me marchaba, pero esta es mi casa. Y casa solo hay una”. Casa Manuel, en Bustello, concejo de Illano. Donde viven Valentina y su radio.
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